Dublineses, versión defnitiva
Corre
el año 88, más bien termina. Estás en el cineclub del Instituto donde hiciste
COU. Dublineses. Los dos acaban de morir atados a una bombona de oxígeno. Estás
triste, hace frío. En ese cine te pusieron Marat Sade. Sólo han pasado tres
años, mas te resulta toda una vida. Anjelica Huston llora la muerte de su amigo
mientras nieva sobre Dublín, nieva sobre los vivos y los muertos Aún no has leído Ulises pero sí Dublineses y
el retrato. Puede que Joyce plagiara, pero lo que no es traducción es plagio.
Las lágrimas de Anjelica son
sinceras, son por su padre, ese bon vivant, ese gigante guapo con chispazos de
genio.
-¿Le importa si fumo como una
chimenea? Mi padre acaba de morir de un enfisema, pero necesito fumar.
Creo recordar que la entrevista se la
hizo Rosa Montero pero no estoy seguro, se me borran los recuerdos, ha pasado
mucho tiempo, recuerdo demasiadas cosas, me gustaría tener menos memoria, ser
feliz.
Todos morimos, 76 años era una edad
respetable entonces. Una agonía terrible, eso fue lo peor, de Febrero a Julio,
un día tras otro, con sus tardes, sus noches, sus madrugadas. Le llegó su
uniforme de militar, su paga. Teniente, de academia. Uno, dos y a Teruel,
batería de cañones, mil hombres. Pero nadie muere del todo, nuestros muertos habitan en nuestra
memoria, guardamos sus fotos en el cuarto de estar, en la mesilla de noche. A
veces seguimos viviendo en su casa, haciendo lo mismo que cuando estaban entre
nosotros, pisamos por donde pisaban ellos, desayunamos en el mismo bar, la vida
sigue, el mundo seguirá girando hasta el fin de los tiempos.
Anjelica vive sin su padre hace ya
treinta años y seguramente sigue fumando y va envejeciendo y ya no es tan
extraordinariamente bella como cuando hizo dublineses o el honor de los Prizzi
y puede que guarde fotos y llore desconsolada en la cena de nochebuena o en una
tarde de otoño, cuando las calles están llenas de gente que compra y pasea y se
dirige a alguna parte y recuerda algún viejo amor como hace ella en la inmortal
cinta de John Huston.
Hace frío en este salón de actos, te
pones el chaquetón mientras en la pantalla nieva y estás paralizado por la
angustia. Cerca de ti hay un tipo que estudia filosofía, tiene un muñón y
escribe, te lo encuentras en todo tipo de eventos culturales hace treinta años,
observas cuando lo ves ahora que apenas ha cambiado, no está gordo ni tiene un
andar torpe, frecuenta tertulias al aire libre con los pocos intelectuales, ya
ancianos, que quedan en tu ciudad.
Has estado en París sin apenas
chapurrear francés, nada, ni una palabra, un taxista de color muy simpático se
empeña en que pronuncies correctamente Rue Rennes y no te deja bajar hasta que
piensa que lo has logrado.
“Para enterrar a los
muertos/cualquiera sirve, cualquiera/menos un sepulturero”, le espetas a Tere
cuando el ataúd termina de caer a tierra. Te acuerdas de toda la escena del
entierro de la condesa descalza, una de las últimas pelis que viste con él
antes de morir. Bogart llora a Ava Gardner en medio de una copiosa lluvia. Se
aproxima el verano del 36, la primavera viene siendo revuelta, mucho, todo es
un caos: Falange, Ceda, PCE, PSOE. CNT, hay disparos, asesinatos, la gente
tiene miedo a salir de casa, hay ruido de sables. Azaña está paralizado por el
miedo y se dedica a escribir en su diario de tapas rojas. Los militares están a
punto de alzarse. El futuro teniente Bernardo trabaja como contable, tiene un
buen puesto, pasea, toma café, vive con preocupación los sucesos del país, va
al cine, lee los periódicos, la vida sigue.
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