Dublineses

 DUBLINESES
















Corre el año 88, más bien termina. Estás en el cineclub del Instituto donde hiciste COU. Dublineses. Los dos acaban de morir atados a una bombona de oxígeno. Estás triste, hace frío. En ese cine te pusieron Marat Sade. Sólo han pasado tres años, mas te resulta toda una vida. Anjelica Huston llora la muerte de su amigo mientras nieva sobre Dublín, nieva sobre los vivos y los muertos  Aún no has leído Ulises pero sí Dublineses y el retrato. Puede que Joyce plagiara, pero lo que no es traducción es plagio.

Las lágrimas de Anjelica son sinceras, son por su padre, ese bon vivant, ese gigante guapo con chispazos de genio. 

-¿Le importa si fumo como una chimenea? Mi padre acaba de morir de un enfisema, pero necesito fumar.

Creo recordar que la entrevista se la hizo Rosa Montero pero no estoy seguro, se me borran los recuerdos, ha pasado mucho tiempo, recuerdo demasiadas cosas, me gustaría tener menos memoria, ser feliz.

Todos morimos, 76 años era una edad respetable entonces. Una agonía terrible, eso fue lo peor, de Febrero a Julio, un día tras otro, con sus tardes, sus noches, sus madrugadas. Le llegó su uniforme de militar, su paga. Teniente, de academia. Uno, dos y a Teruel, batería de cañones. Pero nadie muere del  todo, nuestros muertos habitan en nuestra memoria, guardamos sus fotos en el cuarto de estar, en la mesilla de noche. A veces seguimos viviendo en su casa, haciendo lo mismo que cuando estaban entre nosotros, pisamos por donde pisaban ellos, desayunamos en el mismo bar, la vida sigue, el mundo seguirá girando hasta el fin de los tiempos.

Anjelica vive sin su padre hace ya treinta años y seguramente sigue fumando y va envejeciendo y ya no es tan extraordinariamente bella como cuando hizo dublineses o el honor de los Prizzi y puede que guarde fotos y llore desconsolada en la cena de nochebuena o en una tarde de otoño, cuando las calles están llenas de gente que compra y pasea y se dirige a alguna parte y recuerda algún viejo amor como hace ella en la inmortal cinta de John Huston.

Hace frío en este salón de actos, te pones el chaquetón mientras en la pantalla nieva y estás paralizado por la angustia. Cerca de ti hay un tipo que estudia filosofía, tiene un muñón y escribe, te lo encuentras en todo tipo de eventos culturales desde hace treinta años, observas cuando lo ves ahora que apenas ha cambiado, no está gordo ni tiene un andar torpe, frecuenta tertulias al aire libre con los pocos intelectuales, ya ancianos, que quedan en tu ciudad.

Has estado en París sin apenas chapurrear francés, nada, ni una palabra, un taxista de color muy simpático se empeña en que pronuncies correctamente Rue Rennes y no te deja bajar hasta que piensa que lo has logrado.

“Para enterrar a los muertos/cualquiera sirve, cualquiera/menos un sepulturero”, le espetas a Tere cuando el ataúd termina de caer a tierra. Te acuerdas de toda la escena del entierro de la condesa descalza, una de las últimas pelis que viste con él antes de morir. Bogart llora a Ava Gardner en medio de una copiosa lluvia. Se aproxima el verano del 36, la primavera viene siendo revuelta, mucho, todo es un caos: Falange, CEDA, PCE, PSOE. CNT, hay disparos, asesinatos, la gente tiene miedo a salir de casa, hay ruido de sables. Azaña está paralizado por el miedo y se dedica a escribir en su diario de tapas rojas. Los militares están a punto de alzarse. El futuro teniente Bernardo trabaja como contable, tiene un buen puesto, pasea, toma café, vive con preocupación los sucesos del país, va al cine, lee los periódicos, la vida sigue.

Pasionaria lanza incendiarios discursos. Mientras, en un cementerio italiano plagado de estatuas de mármol Boggie llora a la bella María Vargas, musa luego de Huston, “nada de Ava”, se quejaría el gran mujeriego, una que no cayó en sus redes. No, nadie muere del todo, ni Ava ni el teniente Campillo, todos viven en el recuerdo de alguien. Dolores advierte a Calvo Sotelo, el teniente Castillo es asesinado, unos guardias de asalto sacan de noche de su cama al prócer advertido por Pasionaria y se lo cargan en libreta. Los rebeldes lo tienen a huevo. El 17 de Julio la guarnición de Melilla se subleva. Pocas horas después sigue la asonada en Canarias y luego en todo el país.

Federico, asustado, se va a Granada. Cae un gobierno tras otro, hasta llegar a Largo Caballero, el famoso y temido Lenin español. Madrid es asediada, se combate a muerte en la ciudad universitaria. Bernardo toma café con su amigo Andrés, un prometedor estudiante de derecho. Ambos simpatizan con Azaña, con su Izquierda Republicana. Leen El Sol, son dos burgueses de provincias inquietos. El financiero Juan March, justamente encarcelado por los jueces de la República ha dado dinero para financiar el golpe. El dragon rapide traslada a Franco a Canarias, el golpe se extiende por todo el país el 18 de Julio: la guerra civil española ha comenzado.

Fue el preludio, el campo de pruebas para el conflicto mundial que se avecinará justo tres años después a la vez que un mito romántico para jóvenes e intelectuales de todo el mundo, que se dirigieron a nuestro pobre pueblo para luchar en el frente o recabar información para los principales periódicos y radios de Occidente. Durante tres años, España será el centro del mundo, por primera y, espero, última vez en su historia.

La noticia de la sublevación pilla a Bernardo y Andrés preparando las vacaciones. Saben que van a ser movilizados, están en la edad ideal para el combate.

-¿Qué hacemos? Tendremos que alistarnos, dice Andrés.

-Deberíamos intentar entrar a la academia, saldríamos de oficiales, con mejor destino y mayores posibilidades de salir con vida, contesta Bernardo.

Está siendo un verano muy caluroso en esta zona del sureste, bueno, en todo el país, pero hay una gran efervescencia: aquí el golpe ha fracasado, es zona obrera, minera y la gente se alista entusiasmada, o al menos esa impresión dan muchos, luego el miedo va por cada uno.

El golpe ha triunfado en la mitad del país, sobre todo en Castilla y parte de Andalucía, donde Queipo de Llano con sus moros siembra un terror brutal que tardará decenios en olvidarse, pobre Sevilla. Mientras Bernardo y Andrés se preparan para ingresar en la academia se suceden los presidentes del consejo de ministros a velocidad de vértigo: Casares Quiroga, Martínez Barrio, Giral y poco después Largo Caballero, en recientes palabras de Paul Preston, el peor presidente del gobierno de la historia de España.

El golpe se venía fraguando desde el 14 de abril del 31, pero el triunfo del Frente Popular lo precipitó todo: Mola, Goded, Cabanellas, todos se significan, todos menos Franco, que permanecerá agazapado con su habitual tacticismo hasta estar seguro de que el dragon rapide va a trasladarlo desde Canarias, el destino que le preparó el ingenuo Azaña, hasta Marruecos, desde donde dirige todo y pasa en breve a convertirse en generalísimo el primero de octubre, cargo que ostentará, como es sabido, hasta el día de su muerte.

Madrid es atrozmente asediado por los rebeldes. Al igual que en Cartagena, que en todas las zonas que no han caído, la defensa de la legalidad es clara. Pasionaria asegura que la capital será la tumba del fascismo; parece que, junto con el no menos famoso “No pasarán” serán dos frases que den la vuelta al mundo. Las democracias occidentales, con Inglaterra y Francia a la cabeza, dejan al gobierno legítimo a su suerte en un gesto cobarde que en breve el mundo entero pagará con un baño de sangre sin precedentes en los Anales.

Se suceden los combates en la ciudad universitaria. Líster, un comunista de orígenes humildes, se va a convertir en el héroe del Quinto Regimiento, crucial durante toda la contienda en defensa de la legalidad republicana. La represión y los asesinatos se suceden sin medida en la retaguardia de ambos bandos, pero con mucha mayor sinrazón y cobardía por parte de los rebeldes.

Hace mucho calor en esta pequeña ciudad del sureste. Bernardo y Andrés salen los domingos a pasear y tomar una horchata, hay unas horas de permiso. Andrés es muy joven, demasiado para tener novia, escribe casi  a diario a sus padres y por las noches, a ratos perdidos lee a Kant y a Schopenhauer, lecturas recomendadas por sus primos, que estudian filosofía en la Universidad Central a la vez que celosamente combaten con valentía para defender la capital. Ambos han sido alumnos de Besteiro, hombre decente espantado ante tanta barbarie, que sigue de concejal en el ayuntamiento de Madrid, en cuyas propias oficinas hace su vida e incluso duerme.

-Han fusilado a Goded en Montjuich, dice Andrés.

-¿Cómo lo sabes? La censura es aquí igual o peor que en el bando nacional.

-Me lo ha dicho el capitán Contreras, un buen tipo.

-Esto va para largo, tenemos que esforzarnos para salir de aquí con un buen destino. Va en ello nuestra supervivencia.

Sí, el verano del 36 transcurre caluroso y agitado en la península ibérica y por descontado en Ceuta, Melilla y los archipiélagos.

Pero en la madrugada del 19 de agosto se produce el que quizás sea el hecho más luctuoso e injusto de la guerra: Federico García Lorca es asesinado en Alfacar junto a un maestro y dos banderilleros y yace desde entonces en alguna fosa común si no es que alguien lo desenterró y dios sabe dónde se llevó su cuerpo, su cuerpo de Apolo virginal. Todo el mundo civilizado está conmovido, Federico era el español más ilustre de esa España maldita. Sus amigos le dedican elegías muy emotivas, desde la cerebral de Cernuda a la más emotiva de Miguel Hernández o la muy dura de Aleixandre. De adolescente tenía una foto de Federico colgada en la pared de su habitación mi hermano Daniel, un póster comprado en algún puesto donde venía el poema quiero dormir un rato, un rato/ un minuto, un siglo/pero que todos sepan que no  he muerto / que hay un establo de oro en mis labios / que soy el pequeño amigo del viento del oeste/ que soy la sombra inmensa de mis lágrimas” Esas sombras y esas lágrimas de Federico me acompañaban todas las noches de mi primera adolescencia cuando, insomne y angustiado, me asomaba de madrugada al cuarto de mis hermanos para contemplar su plácido sueño, ese sueño a que mí me era negado. Quiero dormir un rato,  dormir ahora mismo,  antes de que el alba se cierna sobre la ciudad y los barrenderos y basureros se dirijan a su casa a cerrar los ojos y descansar, algo que a mí se me niega a menudo desde hace mucho. Esas largas colas de Federico que se mueven en el espejo verde son mis propias pesadillas, mi vida está ligada a su poesía, su teatro, a ese retrato que durante algunos años colgó del cuarto de mi hermano.

Andrés y Bernardo se enteran de la muerte de Federico dos o tres días después de acaecida ésta. Eran grandes admiradores suyos, leían su poesía, veían su teatro representado. Pero hay mucho que hacer en la academia. Se levantan a las seis de la mañana y hacen ejercicio, comen algo ligero y tienen clase hasta la hora del almuerzo. Luego, un rato libre para el café y a estudiar hasta la hora de ir a la cama. Ambos fuman tabaco americano que les consigue el capitán Contreras con el dinero que envía el padre de Andrés, abogado de prestigio.

-Pobre Federico, lo han matado como a un perro.

-Estaba en la flor de la vida. Tenía todas las papeletas, pobre.

Por otra parte, se suceden las ejecuciones en la Modelo, para lo que se usa a trabajadores, pero estas noticias no llegan a casi nadie, apenas a sus familiares.

En la ciudad universitaria se recrudecen los combates a cara de perro. Todos echan una mano, está en juego Madrid y con ella la República. El 19 de noviembre, en una escaramuza, Durruti es herido de gravedad. Le trasladan al Ritz, el hospital de sangre, donde tras una terrible agonía muere la madrugada del 20.

Muere el líder de los anarquistas, el héroe del  pueblo, un hombre tan discutido como admirado, un camarada. Su entierro es multitudinario, todo un acontecimiento: otro mártir, otra víctima de la locura y la sinrazón, un hombre de origen humilde que entregó su vida al servicio de la utopía libertaria y encontró la muerte defendiendo Madrid de las acometidas fascistas. Unos días antes, Miaja había creado la Junta para la defensa de Madrid. Ya están por todas partes los chicos y chicas de las Brigadas Internacionales, que vinieron a luchar en la que seguramente fue la guerra más romántica de la Historia, si es que tal cosa se puede decir.

-¿A quién votaste en Febrero?, pregunta Bernardo.

-A izquierda republicana. Fue la primera vez que voté y no lo hice por el PSOE, nunca me gustó Zafra, es un exaltado, un largocaballerista que ha hecho mucho daño a la República.

-Yo también voté a izquierda republicana y coincido contigo en lo de Zafra. Jodió todo lo que pudo en el Ayuntamiento y no paró hasta ser alcalde. Se dedicó entonces a enchufar a todos sus amigos al tiempo que lanzaba proclamas revolucionarias. Dios sabe lo que estará haciendo ahora.

La situación en Cartagena durante la República fue bastante más tranquila que en la media del país. No se quemó una sola iglesia y apenas hubo desórdenes. Era una ciudad eminentemente socialista, el partido más votado en todas las elecciones fue el PSOE. En las de febrero arrasaron. Zafra fue un hombre muy dañino, autodidacta y activista desde el principio, luego se hizo abogado y participó activamente en la política municipal, donde aparte de radical fue venal y nada honesto. En las elecciones de febrero del 36 fue elegido diputado, la sublevación le pilló en Madrid, ascendió a oficial y murió, eso también se debe señalar, heroicamente en combate.

La oficialidad aquí era básicamente republicana y progresista. El 18 de Julio permanecieron leales casi todos. Giral hizo una purga de gente de la que conocía sus reticencias. Sólo se sublevó el arsenal y pronto fueron reducidos y tuvieron triste final.

Cuando alguien muere quedan sus cosas: su casa, sus pertenencias. Ese caluroso verano del 88 me lo pasé ordenando tus libros, tus cosas, muchos de austral, Ortega, Baroja, Unamuno. Tenía un canario que murió poco después que tú. Hacía un calor tremendo y yo ordenaba libros y documentos y te lloraba, como aún te lloro, como lloro a tanta gente y lo peor, la que me queda por llorar.

Hoy he soñado que huía del ejército franquista junto con Carrillo y Líster rumbo a Francia. Estábamos en casa de una camarada, Franco nos pisaba los talones. Santiago fumaba sin parar, yo me duchaba en un patio y Líster zozobraba. Yo me empeñaba en salvar algunos libros, en llevármelos al exilio.  Al otro lado de la frontera, la Francia ocupada, a otra guerra en la que Líster participó, Carrillo ya no, tuvo bastante. Franqueado por dos viejos comunistas, dos camaradas, de los que Líster siempre me pareció el más honesto, el más valiente. A ti en cambio fue a hacerte una “visita” y te dejó una pésima impresión. Machado le dedicó un poema, nadie se libró de tomar partido. Muy pocos fueron limpios, quizá Machado y Miguel Hernández, Aleixandre, que ya estaba muy enfermo. A Federico no le dieron tiempo, “quiero dormir un rato….”,

Mi encuentro con la literatura fue durante mi temprana niñez, en un viaje a Granada en el año 1977 .Estando allí con mis padres y hermanos le concedieron el premio Nobel de literatura a Aleixandre, el resistente el representante del exilio interior. A la mañana siguiente las paredes de toda la ciudad aparecieron llenas de pintadas con sus poemas. Era una época de efervescencia y la Academia sueca quiso así homenajear y reconocer a la generación del 27 en su quincuagésimo aniversario con el país en el comienzo de su reencuentro con la libertad. Mamá compró entonces el primer tomo de sus poesías completas que abarca hasta 1967. Me paro a menudo en el poema que abre “Nuevos retratos y dedicatorias 3””, concretamente en “El enterrado, a Federico”  Supongo que este poema estaba en aquellas paredes de las calles granadinas, en aquel lejano año del despertar, tras 41 del estallido y la guerra y su cobarde asesinato:

“¿Lloras? ¿cantas? ¿o vives, solo vives sin llanto/ hombre de luz extinta que reposado aguardas/sabio de ti y del mundo, bajo la tierra leve……/….. ¡Ah, ciegos hombres que banales marcháis/ pisando un pecho. ¡Ah ciegos delirantes que un día/ cegasteis una vida poderosa”:

Acabo de ver “Duelo silencioso” de Kurosawa, puro arte y ensayo, como en mi adolescencia en el cine club de la Facultad, donde vi Rashomon y el Perro rabioso. Tú aún vivías, aunque te quedaban sólo un par de años de estar entre los vivos, o unos meses según transcurría el tiempo. Para todos pasa y a todos nos espera el mismo final, la muerte es muy democrática. Pero los muertos abonáis nuestra memoria, las familias se alimentan de los recuerdos de los que se han ido y no sólo en Nochebuena; estáis en todas partes, una vajilla heredada, la forma de cocinar, un sofá, un gesto, las miradas. En este país hay muchos cadáveres de gente que luchó en tu bando dispersos por las cunetas y si lo dices buscas revancha o eres un pelma, un nostálgico, un trasnochado. Los vencedores enterraron con honores a los suyos, se hizo incluso una ley de amnistía pro domo sua para ellos, digan lo que digan, pero muchos queremos dejar testimonio de los que luchasteis por un país mejor sin mensajes ni revanchismos, simplemente por el respeto que merecen los que ya no están con nosotros y eran buenos y justos y no hay por qué enterrar la memoria de un pasado que está ahí y debería guiarnos, como nos guiasteis durante los setenta y los ochenta, ayudando a llevar por fin el país por la senda de la paz y la libertad. Hoy en muchos hogares la gente duerme con las fotos de sus padres, víctimas de la represión y la miseria moral de la posguerra en la mesita de noche y la familia se sienta a comer los domingos y el recuerdo sobrevuela todo el rato, quizá hasta se coma con esa vajilla comprada en los cuarenta a algún buhonero, en algún baratillo, traída incluso de Francia o el Norte de África, sí, el exilio, aunque hoy dé no sé qué cosa decirlo, como si nos diera vergüenza haber perdido pero tener razón.



 La madre habla a los hijos y nietos de sus recuerdos, de la bondad de los abuelos, y se emociona y llora. Esas presencias son muy fuertes y en muchos casos marcan el rumbo de todos. Los muertos marcan el camino a seguir, se aparecen en los sueños, muchas veces tenemos la sensación de que nos protegen, nos guían. Entre Teruel y yo hay un cordón umbilical que no quiero cortar. Y esta noche, mientras la gente duerma, yo veré una peli de Kurosawa y me acordaré de ti de nuevo.

Por alguna parte, en casa de L tengo el Quijote que me regalaste. Cátedra, Letras Hispánicas, tapas negras, anotado por John Jay Allen. Lo he leído un par de veces, la primera durante una larga estancia en Inglaterra, cuando tú ya no estabas entre nosotros. Dejaste una familia disfuncional, pero, ¿cuál no lo es?, llena de extravagancias, originalidades, pero buenas personas. Mientras tú y ella vivíais hicisteis de argamasa, hoy me toca a mí ejercer ese papel. Me gustaría ver el monte Dersa, creo que hoy hay edificios recientes. Vi vuestro chalet, a sus pies, abajo. Mamá se acercó a la verja de entrada y se echó a llorar. No pasa día en que no os eche de menos y todas las Nochebuenas llora al nombraros. Ahora la muerte parece haberse desacralizado un tanto, incluso en un país tan católico como este. Acudo a velatorios de padres y madres de amistades de toda la vida y están muy enteros todos, nadie o casi nadie llora, son normalmente personas de ochenta y muchos años y la vida sigue, hay que trabajar, pagar facturas, colegios, universidad. Nosotros somos demasiado temperamentales, exagerados incluso. Pero eso no quita para que nada ni nadie, por supuesto no yo, pueda llenar vuestro vacío. No he vuelto a releer ese Quijote, me compré otro el año del centenario, barato pero mejor, papel biblia, letra grande. Nadie lo lee ya, al menos en la tierra de don Miguel, no como en aquellos lejanos ochenta, cuando no pasaba semana sin que me trajeras algún libro. “Eres un intelectual”, me espetaste en uno de tus últimos momentos de lucidez, como un “No quiero verte triste”. En el 87 fuimos a Ceuta a la boda, a Tetuán luego, donde unos niños harapientos nos fueron rodeando, a nosotros, varios adultos, y nos terminaron por atracar y quedamos con unos miles de pesetas de menos y mucho miedo. Nos alojamos en un hotel grande, lujoso. Quiero volver al monte Dersa antes de morir, quizá cuando acabe de escribir esto.

Ejercer el vampirismo ha sido una constante en mi vida, quizá de ahí mi temprano amor por las películas de terror, que veía de muy niño con mis hermanos en La Unión al poco de morir Franco, supongo que al albur de la apertura, pues había sexo y sangre en abundancia, eran las coproducciones de La Hammer.

            Recuerdo miedo muy pronto, ir de noche, más bien de madrugada, a mirar dormir a mis hermanos, pensando en una pronta muerte de todos, angustiado, con taquicardia. Les chupaba la sangre. Luego comía lo que cocinaban las mujeres de la familia y contigo, sorbiendo tus experiencias, tus conocimientos, lo que supongo me permite en mi vida adulta sobrevivir y tener equilibrio. Pero, contra lo que pudiera parecer, nunca he dejado el cuerpo muerto sino, muy al contrario, vivo instalado desde siempre en bastantes rigideces; me esfuerzo de manera sobrehumana en lo que me gusta y, algo menos, en lo que detesto y debo decir que no me entusiasma la gente pusilánime por mucho que esté rodeado de ella y nos conllevemos.


            Además, vivo de noche, como la criatura de Bram Stoker y me crezco sobre los demás, cuando voy a terapia o leo o estoy en una reunión social o en el cine o en un concierto, todo lo absorbo como una esponja y me apropio de lo ajeno para alimento propio; pero, ¿no hacemos esos todos?¿no nos erigimos sobre los que ya no están, no ocupamos el lugar de otros, vivos o muertos para señorear la tierra, no tiene que haber hambre en África para que los occidentales tengamos de todo?. Para que uno viva bien ha de explotar a los demás, en eso se basa cualquier sociedad, cualquier sistema. This is a consumation. I should be glad of another death.

Ha muerto Bertoluci y hoy hemos tenido comida familiar con invitados y alguno ha hablado del monte Dersa. Me persiguen fantasmas, como a todos. Fue en el 87, no recuerdo el mes cuando fuimos los tres a ver “El último emperador”. Me conmovió, papá me dijo que le había gustado mucho, aunque no vino a verla con nosotros. Una historia, la de Pu Yi que es la de cualquiera: comienza de niño-emperador y termina de anciano-jardinero, toda una metáfora de la vida, de nuestros sueños no alcanzados, de las quimeras, la infelicidad, la desdicha que nos persigue con saña.



            Bertolucci, que engordó a la sombra del PCI (al que retrató magistralmente en Novecento, su mejor cinta) logró convencer a sus correligionarios chinos para rodar en la ciudad prohibida. Y para mi gusto que




lo rodado entre sus muros encierra lo mejor de la película, sobre todo su relación con el preceptor británico, un gran Peter O’Toole. El infeliz niño Pu Yi, encerrado en su propio palacio, emperador sin corona (antes de morir, en un viaje, a Maurice Pialat un viejo guerrero afgano le dijo que los hombres deberíamos ser “Des royaumes insoumis”) en manos de unos y otros según soplen los vientos políticos en China. La idea de Bertolucci es buena y la peli me gustó muchísimo, en general gustó mucho y se llevó nueve o diez óscar. Chan Kai Sek, Mao, la guerra civil, la segunda guerra mundial, el triunfo de la revolución, la guerra con Japón, etc. El destronamiento de un emperador que en puridad nunca llegó a serlo, como todos.

La infelicidad de Pu Yi es la de cualquiera, de todos son esos anhelos no alcanzados, esa dicha huidiza que sólo conoce cuando de viejito cuida un jardín. Al salir del cine lanzaste un suspiro hondo: Bernardo. Mientras la ciudad duerme reviso “Prizzi’s honor”. Fui a verla con mamá el año que hacía COU. Al salir me dijo que era la película de un genio en decadencia. El maestro dirige con torpeza esta cinta crepuscular sobre una familia de mafiosos italo americanos que anteponen la familia a todo, al amor, a envejecer con dignidad y compañía. Un año después, moribundo y desde una silla de ruedas rodará una obra maestra. La vida de Huston va muy unida a mi peripecia vital. Anjelica está guapísima en el film, mucho más que Kathleen Turner y desde luego es mejor actriz. Poco después lloraría y fumaría en una entrevista tras la muerte de su padre. Siempre ha tenido unas facciones muy duras, pero era una mujer guapísima.

En el aprendizaje adolescente de mi escritura estuvo muy presente Cernuda. Recuerdo las tardes de verano en las que leía con mamá en voz alta “A un poeta muerto”, de las elegías dedicadas a Federico quizá la que encierra mayor perfección formal, sin desdeñar el sentimiento de pérdida de quien fue más que un amigo.



            El hiato que se abre entre la realidad y el deseo es la clave de la obra del poeta sevillano: el deseo sería el afán de amar y ser feliz y la realidad su triste vida de soledad y exilio:



“Así como en la roca nunca vemos/la clara flor abrirse/Entre un pueblo hosco y duro/No brilla hermosamente/El fresco y alto hornato de la vida”.



Luis Cernuda comienza a escribir Las nubes en su exilio británico, humeantes las balas de una guerra que lo partió en dos, como a todo este sufrido pueblo. Mientras tú pasas frío y quizá hambre en Teruel, un amargo poeta andaluz recibe la noticia de la muerte de un niño vasco enviado por el gobierno Negrín a Inglaterra. Le dedicará uno de sus más hermosos y sentidos poemas, Niño muerto, escrito en Londres en Mayo de 1938 con el primer título de “Elegía a un muchacho vasco muerto en Inglaterra”: El propio pueblo británico no tardará mucho en verse envuelto en otra guerra aún más terrible que la nuestra en la que Inglaterra será devastada entera y que no perdió porque quizá Dios es misericordioso. A Cernuda le afectó mucho la muerte de aquel niño. Recuerdo un bello texto que escribió hace ya tiempo un amigo sobre este poema, y os diría aquello de “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”,

Gerta Pohoryllze, más conocida como Gerda Taro, vino a fotografiar nuestra guerra y entre nosotros halló la muerte. De haber sobrevivido habría tenido que seguir huyendo o bien perecer en los infames campos de la muerte nazi, energúmenos de los que salió huyendo nada más alcanzar éstos el poder. Vino con su a menudo amado y a veces odiado Robert Capa, fueron la pareja de fotoperiodistas más mítica del pasado siglo. Ella era mejor fotógrafa así como más osada. Se hizo famosa en Brunete, uno de los escasos triunfos del ejército popular. En esas fechas estáis aún en la Academia, prontos a partir. Luis Cernuda deambula solo y hambriento por Valencia y Barcelona, también a punto de partir a su definitivo exilio. Las tropas nacionales se rehacen y el ejército popular retrocede. Gerda se sube a la camioneta del mítico general Walter y se cae. Un tanque la destripa y muere a las pocas horas. La vida de Robert dejó de tener sentido y todo fue después una loca peregrinación en busca de emociones y riesgos, hasta caer también él, algo que deseaba. Cernuda, muy cercano a su muerte, en San Francisco, escribe uno de sus más sentidos poemas, 1936: 

            “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros/En 1961 y en ciudad extraña/Más de un cuarto de siglo/Después. Trivial la circunstancia, /Forzado tú a pública lectura, /Por ella con aquel hombre conversaste/Un antiguo soldado/ En la Brigada Lincoln.”.

Las chicas de La Unión leen a Luis Antonio de Villena en Visor. Sublime Solarium, Hymnica, Huir del invierno. A ti te parece un marica decadente. Ahora que eres un viejo te gusta aunque lo sigas encontrando igual de decadente, ya no marica, pues los gais se merecen tu respeto, un respeto que quieres creer siempre les has guardado:



            “Oh, tierra, delicadeza, labios de sueño y láudano. Escúchanos porque somos la muerte y la vida, la vida y los vidrios, la voz del hombre, las grimpolas de la muerte…..

Las vírgenes de Safo recordarán tu nombre, tu pobre y gran tristeza, ese cuerpo de corza fustigada que una noche de estío entre magnolios………”

            Las chicas de La Unión te contagian de su modernidad, a Villena, Pessoa, Kavafis, el new british free cinema. Andas colado por una de ellas, que te dejará una marca indeleble y la incapacidad permanente para volver a querer de esa manera.

            

Paseas por las calles con el abrigo manchado de vino y ceniza de ducados, vas a bares de asunto para quitarte la pátina de provinciano, lees a Byron y a Keats en inglés. Todo el mundo lee a Cernuda y hay amor en el aire y macetas en todos los balcones. La gente se manifiesta contra el ingreso en la OTAN, Mario Onaindía se presenta a las europeas y le votas, ilusionado. Mamá trae un reloj de Moscú, con cadena, plateado, los números en rojo y caracteres cirílicos. Lo tendrá a su lado hasta la hora de su muerte, dándole cuerda como hacía con su reloj de cuco en aquel cuarto de estar lleno de piezas de cerámica donde pasabas las tardes de tu niñez. El reloj lo llevaste a un relojero a reparar



            




y el relojero se jubiló antes de que fueras a recogerlo. ¿Dónde andará? Era el tío de un buen amigo tuyo y habrá muerto hace un siglo, ese reloj comprado en el Moscú de Gorby.




Ya va llegando el calor y para intentar mitigarlo escuchas el opus 131 de Beethoven por el cuarteto Tokyo. Se han cumplido justo 80 años desde que terminó el conflicto, mi guerra, nuestra guerra, “Lucharemos en las playas, lucharemos en las colinas, defenderemos nuestra isla”, son palabras de un héroe antifascista que con los nacionales fue, curiosamente, algo benevolente. El opus 131 fue lo último que escuchó Schubert antes de morir, pidió a sus amigos que se lo tocaran, fue su último deseo. Para que yo lo pueda escuchar ahora se tuvo que verter mucha sangre, demasiada, hubo que transigir después, llegar a muchos acuerdos. Tengo la idea de que mucha gente se cree que lo que disfrutamos hoy es gratis, carecen de memoria, o quieren carecer, zambullirse en una estúpida espiral de consumo y vacuidad. “Time past and time present…”. Eliot teoriza en sus four quartets sobre los  últimos cuartetos del gran sordo, su canto del cisne, epítome de la vida de un hombre que luchó como pocos contra la adversidad para legarnos una de las grandes catedrales del arte.


            Paso por tu calle, por vuestra casa, paso por donde pisabas tú hace más de treinta años con tu andar fatigoso, calzados ambos con las esparteñas que comprábamos en las zapaterías de barrio, esas mismas que ya apenas existen. Vengo de una chusca representación sobre el Molinete justo antes del estallido del conflicto. Hace mucho que no leo a Juan Goytisolo, la última debió ser Makbara, en la que viene como cita el proverbio árabe que me tradujo Jamal: “como el viento en una red”. Se debe referir a las palabras vacías, esas que todo el mundo vierte, que todos vertimos: hablamos continuamente sin decir nada, en un vano intento de paliar nuestra soledad.


            Los hijos del Magreb y de más al sur hacen ahora el trayecto inverso al tuyo, cruzan el estrecho en cayucos huyendo del hambre y la guerra, la miseria, las epidemias, los regímenes corruptos y totalitarios que les hacen imposible una vida digna. Te suena, ¿verdad?


            Sé por mamá que tenías justo la edad que yo tengo ahora cuando regresaste a la península con una mano delante y otra detrás con una esposa y tres hijos menores a comenzar de cero. Yo con esa edad estoy más asentado, puede que en el mejor momento de mi vida, en paz conmigo mismo e incluso ilusionado por vivir un amor que de momento no es más que una esperanza, quizá tan vana como todas.


            En otro orden de cosas, los jueces se oponen a que se saquen los restos del caudillo de su panteón y, no contentos con eso, le otorgan legitimidad a su régimen desde el glorioso primero de octubre del 36 y casi nadie se echa las manos a la cabeza.


            Goytisolo deambula por los suburbios de Almería al tiempo que se enamora de una francesa y proyecta vivir entre París y Marrakech. No tuvo mala vida, igual hasta fue feliz.


Hasta aquí he intentado escribir una novela sobre mi abuelo materno, Bernardo Campillo Castillo, en estos inconexos fragmentos perfilados con el mejor de los propósitos, ignoro con qué fortuna. Pero uno no es un novelista, en todo caso un periodista y ensayista con formación de historiador, y quiero creer, cierta facilidad para redactar. Ahora voy a intentar pergeñar unos recuerdos, en primera persona, de alguien que fue importante en mi vida, en la de toda mi familia. Tenía un carisma especial, amor por la cultura, curiosidad intelectual y una bondad innata que le llevó a un enorme sentido de la justicia y lo hacía entrañable. Ocurre que nació en España en 1911, ya terminando el año, el día de los inocentes y eso le empujó a luchar en nuestra guerra incivil. Luchar en una guerra, o en varias, ha sido una constante en la Historia hasta hace digamos que dos días. Mi generación y la de mis padres, los que hemos nacido ya después más o menos de 1940, hemos vivido muy alejados de esa idea de ser movilizados, ese vivir con el miedo a ir al frente a matar o que te maten. Es la primera vez en la Historia en  la que se disfruta de un período de paz de más de setenta años en pleno corazón de Europa, con las tristes excepciones de la guerra de Yugoslavia en los 90 y el conflicto de Crimea ahora mismo (cuando escribía esto no había empezado aún el horror en Ucrania, espero que acaba pronto, no aprendemos), o sea, los resquicios de la guerra fría, los estertores que ha dejado el bloque comunista. Nos enfrentamos a cambios tecnológicos rapidísimos, a la degradación ecológica del planeta, a desagradables fenómenos  populistas…..pero la guerra a cara de perro en el Occidente postindustrial parece ser cosa del pasado, de los libros de historia, y nuestras vidas transcurren sin demasiados sobresaltos, más allá de los económicos y de salud. Este siglo XXI sin duda debe ser el de la mujer,  lo es desde los años sesenta del siglo XX,  pero hay muchos hombres que esto no lo aceptan y las golpean hasta matarlas o dejarlas lelas. En fin, que esta época nuestra de bienestar y paz también encierra muchos problemas y desafíos, no estamos ante el fin de la Historia.



            Pretendo extenderme un poco en la peripecia vital de mi abuelo, tan unida a la mía. Fue la persona que más influyó en mí, en mi forma de enfrentarme a la vida. Me inculcó desde muy niño el amor por los libros y la justicia, la idea de que ser bueno es importante, lo más importante, que hay que querer y saber perdonar. Con su vida y su horrible muerte iluminó mi vida, y estas líneas, que espero lleguen a buen puerto, por su memoria están dictadas y a él y al resto de mi familia, los Meroño Campillo, van dedicadas.



            Bernardo nació en La Unión, entonces un próspero, dentro de lo que cabe, pueblo minero, el 28 de diciembre de 1911. En el país había habido hacía poco elecciones, en las que salió elegido presidente del consejo de ministros Canalejas, quien sería asesinado poco después y sustituido a su vez brevemente por el conde de Romanones: son los estertores de la España de la Restauración,  por la que ya asomaba, aunque sin el peligro que tantos historiadores de derechas nos quieren hacer ver, el partido socialista. Su padre, Bernardo Campillo Ros, hacía el transporte a las minas de material, entonces con carretas. Su madre, a la que conocí de niño, Elvira Castillo, era ama de casa, una mujer que dio a luz a ocho hijos, todos los cuales llegaron a la edad adulta, e incluso una de ellas, mi tía Carmen, acaba de morir centenaria. Bernardo fue un niño normal, estudioso, bueno tanto en letras como en ciencias, lo que le permitió acabar el bachiller con bastante honra y colocarse como contable en unas oficinas, pues era el mayor y toda ayuda, como sabemos, es poca en un hogar humilde con tantas criaturas. Desconozco bastantes detalles de su juventud, mamá no sabe gran cosa, aunque supongo que su sentido de la justicia y sus orígenes humildes le hicieron entrar en contacto con círculos progresistas y republicanos. Desde luego era hombre de café, cigarrillo y tertulia, y supongo que en estas reuniones coincidió con gentes de inquietudes políticas y sociales, que no eran nada raras en la España de los años 30, en la que vivía algo, creo, ocupado en su trabajo y su familia. El advenimiento de la República, el 14 de Abril de 1931 le sorprendió con apenas 19 años, seguramente más centrado en los bailes y los ligues con las chicas que en los avatares que habrían de llevar al país al peor desastre de su historia.



            La casa de la abuela Elvira la recuerdo perfectamente, fui allí hasta que ella murió, contando yo ya seis o siete años. Era una casa de pueblo espaciosa y solariega, con corrales para gallinas y conejos. La cocina era amplia, allí íbamos muchos domingos a comer, exquisitas viandas cocinadas por ella y mi abuela Maruja, excelente cocinera, como veremos. La Unión fue el pueblo donde viví con mis padres y hermanos hasta el año 1972, cuando comencé la escolarización. Por lo tanto coincidieron esos años de mi infancia con los últimos de Franco, el terrible dictador, del que apenas guardo recuerdo y del que sé por estudios y lecturas. Ese pueblo no estaba nada mal, era bonito, había mucha camaradería entre los vecinos y alegría, pese a  que recuerdo bastante  pobreza, en general, un nivel de vida muy bajo, que se extendía en aquella época de los primeros setenta a todo el país. Había una especie de  oasis en aquel pueblo, cruzando las vías del tren y andando un buen trecho monte arriba. Le llamaban el chorrillo, y era una especie de arroyo que bajaba del monte con agua pura y que no era exactamente un curso natural, sino que lo había hecho un albañil que había estado ingresado en un psiquiátrico y dedicó su tiempo al salir a construir dicho paraje, que exactamente en su propósito era una suerte de altar dedicado a la Virgen. Al hombre lo solía ver cuando iba, vestido sencillamente, con pantalones de tela y zapatillas deportivas, siempre con un perrito pequeño. Realmente, guardo muy buenos recuerdos de La Unión.



            Bernardo y Maruja, cuando volvieron de Tetuán en 1962 se fueron a vivir a Linares, un pueblo de Jaén también con economía derivada de las minas. Allí él era el contable y socio de un lavadero de plomo con sus hermanos. En esa casa pasé algunos de los mejores momentos de mi infancia. Aún la recuerdo como si fuera ayer. Estaba en una calle céntrica al lado de un bar donde la gente comía muchas gambas y dejaba el suelo lleno de las pieles, que se amontonaban y olían y estaba todo muy sucio,  pese a estar riquísimas, que bien las probábamos. Era un bajo, grande, frío en invierno, soleado en verano. Al entrar en el recibidor había un perchero para dejar el sombrero (mi abuelo siempre lo llevó), justo enfrente, la habitación de literas en la que dormía con mis hermanos varones. Andando un poco, el salón, enorme y decorado con cuadros ingleses de caza, con una ventana que daba a la calle. Cuando nacieron mis primos se ponían ahí varias camas para ellos, y era en ese salón donde nos ponían los reyes. Siguiendo desde la habitación estaba el cuarto de estar, donde había porcelanas, una biblioteca, la televisión y un reloj de cuco al que Bernardo daba cuerda todas las noches. Delante la cocina y fuera un patio donde en verano mi abuela ponía una balsa portátil en la que me bañaba con mis hermanos. Volviendo hacia atrás, desde la entrada, había una habitación para mis padres, con muñecas de mi tía Tere, muñecas como de obra de Ibsen. Por último, la habitación de Bernardo y Maruja, con cama de matrimonio, como se estilaba antes.



            Iba a esa casa con mis padres y hermanos durante las vacaciones escolares, en Navidad, Semana Santa y verano. En el camino al abrevadero donde trabajaba Bernardo, tras una senda larga y tortuosa, en alto,  se veían toros y olivos. Ese lugar fue para mí de niño lo más  parecido al paraíso en la tierra.



            En una avenida larga, al lado de casa de los padres de mi tía Maribel estaba Montana, un supermercado que a mí me parecía muy moderno porque tenía queso en lonchas, que apenas se veía entonces en provincias, así como bombones y chocolatinas varias. En la puerta había un caballito al que solíamos subir y que si no recuerdo mal costaba un duro. Recuerdo las procesiones de semana santa, que veía muy cerca de la casa de Bernardo y Maruja. No eran tan espectaculares como las de mi ciudad, pero tenían su gracia y me gustaba verlas. Mi abuelo fumaba ducados, a los que les quitaba el filtro. Cuando vivía en Marruecos fumaba camel sin filtro, algo que he fumado yo antes de dejar el tabaco y que puedo asegurar que era fuerte como un demonio.



            No recuerdo si era en Marzo o Septiembre cuando había feria. Era en el paseo, un sitio algo lejano, un paseo muy largo y agradable que terminaba en una pérgola y adonde llegaban restos de vía férrea. Allí se ponían puestos de churros y chocolate, churros que eran largos, como las ruedas y estaban riquísimos. Había también un cine de verano, en el que recuerdo haber visto ¿Qué me pasa doctor?, película que me resultó mortalmente aburrida y que no he vuelto a ver. Durante la feria de Septiembre o Marzo llegaban enanos toreros, que se subían sobre un toro manso o una vaquilla y hacían todo tipo de piruetas y nos hacían reír y disfrutar a los niños y también a los adultos. Los veranos había unos helados riquísimos, con el sabor de entonces. A mi abuelo le gustaban especialmente los de café y turrón, que devoraba con pasión en las tardes de calor. El tío Luis, con su sempiterno puro y sus muchos kilos de más se dejaba caer por allí y también daba buena cuenta de helados de turrón.



            Coleccionaba cajas de cerillas, meticulosamente, hacía de ello todo un ritual. Las recortaba cuidadosamente, luego abría el álbum y las pegaba con un bote de cola que traía un pincel para extender la cola. Tenía varios álbumes y la operación de cortado y pegado la hacía en su sofá, pegado a la ventana que daba al patio.



            Las navidades en Linares eran entrañables. Como digo, al incorporarse mis primos, a los que llevo unos diez años, se ponían más camas en el salón de los cuadros de caza ingleses, donde yo también dormía a menudo. Unas navidades los reyes nos pusieron un escaléxtrix, entonces una pieza muy  codiciada tanto por niños como por no  tan niños. Mi tío Bernardo lo montó, y estuvimos todas las navidades jugando.



            Recuerdo ver allí la televisión y recuerdo especialmente un pato salvaje de Ibsen en estudio uno, quizá ya con la televisión en color. Era la época, supongo, de los primeros años de la UCD, donde en la televisión pública, la única que había, comenzaban los grandes relatos con aquellas cosas de el aventurero simplicissimus o el barón de Munchaussen. En invierno en aquella casa hacía mucho frío y comíamos castañas asadas y batatas y boniatos. Allá por el año 1973 o 74 se casaron Tere y Pepe y se fueron a vivir a Tahal, entonces un remoto y perdido pueblo de la sierra de Filabres donde él fue destinado como médico de pueblo. Entonces comenzamos a alternar las visitas de Navidad, verano y semana santa a Linares con los viajes a Tahal. Para llegar había que cruzar una cantera y recuerdo que una vez nos perdimos y estuvimos a punto de caer con el coche a un precipicio. En Tahal sí que hacía frío, y en la chimenea asábamos patatas con tocino. Era la casa del médico, muy grande, un bajo, ahí sí que hacía un frío del demonio. Mis tíos no tenían televisión, por lo que cuando queríamos ver algo íbamos a casa del maestro, creo recordar que el único del pueblo que tenía junto con el bar. Allí vimos la famosa final de la copa, no recuerdo si la última del generalísimo, la primera del Rey o algo por el estilo entre el casi siempre campeón Athlétic Club y el Betis, que si no recuerdo mal les mojó la oreja a aquellos vascos prepotentes en un partido épico. Esa alternancia entre dos pueblos tan bellos como remotos, Linares y Tahal, marcó indeleblemente los primeros años de mi existencia.



            Perteneciendo a una familia de perdedores de la guerra civil, la figura del dictador Francisco Franco ha estado muy presente en mi vida pese a contar yo sólo con ocho años cuando murió. Personalmente apenas guardo recuerdos suyos más allá de alguna imagen suya ya muy anciano en la televisión en blanco y negro. Pero mi abuelo y varios de sus hermanos, así como mi tío abuelo paterno Pepe lucharon en la guerra en el bando republicano y probaron luego las cárceles franquistas todos ellos y hablaban bastante del caudillo, lo hicieron durante toda su vida, con más o menos acritud e inquino pero lo hicieron y de eso sí guardo recuerdo. Ignoro hasta qué punto mi abuelo Bernardo le guardaba rencor pero a menudo despotricaba contra él y su régimen lo cual es muy normal teniendo en cuenta hasta qué punto le condicionaron la vida. Hoy los políticos  no tienen tanta influencia en nuestras vidas pero la gente no sabe hasta qué punto eso es una suerte, casi una bendición, muy al contrario, muchos idiotas apoyan y votan a ese  partido de extrema derecha que está hasta en la sopa; no sé realmente quién lo financia pero puedo sospecharlo, Putin, Trump, los iraníes, gente que quiere pescar a río revuelto.



            Recuerdo que poco después de la muerte de Franco, debió ser en las Navidades del 75, en Linares, mamá dijo algo así como: “Bueno, ya está, ha hecho cosas buenas y cosas malas pero está muerto” Ignoro lo que quiso decir en ese momento con que Franco había hecho cosas buenas pero estoy casi seguro de que pronunció esas palabras pues se me quedaron muy grababas en la memoria. Hace unos días que el gobierno ha sacado sus restos del Valle de los Caídos con lo que se acaba con una anomalía histórica y no creo exagerar si digo que por fin entramos de pleno derecho en el club de los países con una democracia consolidada, avanzada.



            Bernardo hablaba mucho de su experiencia de la guerra, sobre todo cuando se hizo mayor, lo que se conocería hoy como “chocheo”, aunque tampoco llegó a hacerse muy anciano. Era casi su tema de conversación favorito durante sus últimos años. Recuerdo que una vez papá le preguntó por qué no creía en Dios, pues se confesaba ateo y le respondió que en la guerra había visto cadáveres amontonados y se dio cuenta entonces de que no hay nada tras la muerte. La noche del golpe de Tejero la pasó pegado a su aparato de radio, sin acostarse. No dijo gran cosa, pero sin duda recordaba aquellas aciagas horas de Julio del 36, las largas vacaciones como las llamó Jaime Camino en su famosa película.



            Recordaba haber recibido la visita en el regimiento que mandaba de Líster y el campesino, de los que no tenía precisamente buena opinión. En cambio, yo no la tengo del todo mala de los héroes del quinto regimiento, aunque en mi caso sólo puedo guiarme por mis estudios y lecturas, y por supuesto, por mis filias, fobias y prejuicios. También me habló de los famosos asesores soviéticos, que iban a enseñarles a manejar aquella artillería de cañones llegada, providencialmente, de la patria de Stalin.



            De mi primer viaja a Inglaterra, realmente la primera vez que salía de España, le traje de Camden una chaqueta de chinchilla que luego heredé yo. Recuerdo que también me compré un sombrero negro, como de detective, que usé poco después como disfraz en el carnaval. Llevaba Bernardo aquella chaqueta humilde, comprada en un baratillo londinense con toda su ilusión, con la buena percha que le quedó tras adelgazar debido a su infarto. Siempre tuvo dignidad y porte. Realmente me sigue conmoviendo en el recuerdo la dignidad de la derrota, la postura ética de los vencidos en la guerra civil, de la mayoría, de casi todos.



            Estas tardes-noche de otoño como la de hoy al ir a coger el autobús y mirar el cielo con nubes me da un pequeño pellizco la ansiedad y me acuerdo de que me pasaba eso cuando de niño también lo esperaba para ir a La Unión. Quizá mi infancia no haya sido tan idílica como quiero creer; lo cierto es que al dirigirme a ese pueblo o estando en él, yendo los domingos por la noche al cine a ver aquellas sesiones dobles de películas de miedo me asaltaba una especie de presentimiento de que algo iba mal, y por supuesto ese pellizco de ansiedad que digo, en general me embargaba una sensación de malestar. Esa casa en la calle Alcocer no era tan feliz para mí, en ella había claroscuros, en contraste con la casa de Linares, que sí quiero recordar que significaba la alegría y el optimismo, el ir a por castañas en invierno, el comer helados en la feria en verano, ir a montana a comprar queso en lonchas o comer gambas en aquel bar de la esquina con el suelo tan sucio. Pero es que nada es blanco o negro y nadie ha tenido una infancia del todo feliz, y esta tarde esperando el autobús he mirado al cielo y me he visto asaltado por recuerdos melancólicos y atenazado por la ansiedad.



            Estoy leyendo Teresa, de Rosa Chacel. Lo tuve en esa colección de bruguera de tapas cartoné de colores pero se lo regalé a Tere. Quizá el progre y liberal Espronceda no se portó bien con Teresa Mancha, al menos es lo que nos plantea Rosa Chacel en su gran obra. Los dos estuvieron en el exilio, donde fueron más o menos felices, pero las cosas se torcieron al volver a la pacata y timorata España. Rosa Chacel misma estuvo poco después en el exilio, pues redactó esta obra durante los últimos años de la República. La recuerdo perfectamente, pues fue de los últimos del exilio en morir, ya muy anciana, casi con cien años. Espronceda y Teresa Mancha se distanciaron y ella acabó, como algunos sabemos, muy mal. Él se muestra muy altivo y desdeñoso en su segundo canto, el famoso canto a Teresa. Por otro lado, le han dado hace unas semanas el Nobel a Peter Handke, compartido con una escritora polaca, este año tocaban dos premios Nobel de literatura al no haberlo el año pasado. Hankde ha estado varias veces en Linares, y allí pergeñó el ensayo sobre el cansancio, que también regalé a Tere, con una larga dedicatoria.



            Hace poco vi a Antonio, el hombre que llevaba la pizzería de la calle Palas, en el bajo de casa de los abuelos. No me reconoció y yo tardé en reconocerle, normal cuando llevamos treinta años sin vernos. Esa pizzería era de Torrevieja, ignoro si sigue allí abierta, en la calle Palas estuvo tres o cuatro años. A Pablo le encantaba. Las pizzas estaban bastante buenas, y las ensaladas, que llevaban un tomate y unos trozos de zanahoria riquísimos. Muchas noches, estando él ya muy mal, cenábamos ahí. Ahora hay una especie de cervecería, diría que no muy frecuentada.



            En esa casa de la calle Palas vi con Tere doctor Zhivago, una noche de invierno, estando yo haciendo, supongo, el bachiller. Y en esa casa Bernardo tuvo una agonía horrible entre febrero y julio de 1988, atado a una bombona de oxígeno, con los pulmones encharcados, sin poder respirar. Poco después, o durante su agonía, no recuerdo, vi en el cineclub que entonces estaba en mi Instituto, el Isaac Peral, Dublineses, de Huston, que acababa de morir de un terrible enfisema y que también estuvo encadenado a una bombona de oxígeno de las de antes.



            No sabemos demasiado de la vida de Teresa Mancha, pero desde luego que Rosa Chacel novela estupendamente su decadencia y caída en desgracia. Ay, el progre Espronceda, el liberal, quizá no lo era tanto, al menos no en su trato hacia ella. “¡Oh Teresa, oh dolor, lágrimas mías/ah, ¿dónde estáis que no corréis a mares?/¿Por qué, por qué como en mejores días/no consoláis vosotras mis pesares?/oh, los que no sabéis las agonías/de un corazón, que penas a millares, /¡ay!desgarraron, y que ya no llora/piedad tened de mi tormento ahora”. Desde luego mejor suerte mereció Teresa Mancha, mejor suerte sin duda también mereció su durante mucho tiempo adorado poeta. Y en esta fría tarde de otoño rememoro aquella lejana noche en la que vi por primera vez a Omar Shariff y Julie Christie sufrir los rigores de la revolución bolchevique.



            Mientras dure la guerra no está  nada mal, es más, es la mejor película sobre la guerra civil que haya visto, aunque no sea exactamente una película sobre la guerra civil. Lo es más bien sobre las dudas de Unamuno, un hombre agónico, durante las primeras semanas del conflicto. De cómo don Miguel pasó de apoyar el golpe, pues lo consideraba un mal menor ante los indudables desórdenes de la República, a enfrentarse a los nacionales, pues entre otras cosas fusilaron a sus dos amigos del alma, la única compañía que le quedaba en su triste vejez. Está bien perfilada la personalidad de Unamuno, hombre inquieto, contradictorio y raro, con un concepto muy extraño y ambivalente de la religión católica, algo que lo marcó profundamente durante toda su vida. Mucho me han impactado sus escritos sobre el asunto, “Del sentimiento trágico de la vida”, “La agonía del cristianismo”o “San Manuel Bueno, Mártir”, libro que tuve que leer en el colegio y que me dejó marcado y acabo de releer y comprobar que es una gran “nivola”, muy unamuniana, que con la información que tenemos hoy, con nuestro modelo de vida, puede resultarnos naïve, pero es un gran libro, que retrata con lupa las zozobras de ese cura rural que ha perdido la fe. El film de Amenábar, fantástico, puede ser una buena oportunidad de que la gente, sobre todo los jóvenes, se acerquen al gran pensador vasco y lo lean, algo que merece mucho la pena.

Este verano he visto la forja de un rebelde a la vez que he leído el tercer tomo de las memorias de Barea. La serie, que me ha sorprendido gratamente, tuvo un enorme presupuesto, la ambientación es buena, y el protagonista, Antonio Valero, borda el papel. Lo mejor, tanto en la serie como en el libro, me ha parecido toda la parte dedicada a la guerra civil. Lo que echaba en cara, creo, Mario Camus a Barea era cierto machismo a la hora de tratar a las mujeres, excepto en el caso de Ilsa, su última compañera, una periodista austriaca de izquierdas y liberada que estuvo con él durante su exilio y hasta su muerte. Lo que muestra la serie es lo dura que fue la vida de nuestros abuelos y bisabuelos, que se vieron envueltos en guerras, la de Marruecos y la civil, dos auténticas carnicerías. Supongo que mi abuelo fue a Madrid durante la guerra, puede que se reuniera con Miaja, y por qué no, que coincidiera con Barea, que estaba al cargo de la censura en el Madrid asediado. Realmente fue heroico el pueblo de Madrid durante el asedio de los nacionales. No cayó en sus manos porque no era su hora. Los combates en la ciudad universitaria fueron a cara de perro, esa ciudad universitaria que había diseñado el profesor Negrín, ese hombre duro que planteó la resistencia a ultranza y que a punto estuvo de conseguir sus propósitos, si no ganar, al menos aguantar hasta que se declarara la guerra en Europa. Qué mal juzgado ha sido Negrín, sobre todo por la herencia del franquismo, aunque también por buena parte de la izquierda, de su propio partido.

España no es una anomalía histórica como gustan de decir tantos historiadores que se quieren hacer los originales. Tuvo una época de esplendor imperial, como Inglaterra o Francia, por ejemplo, luego vino la decadencia, los horrores del siglo XX, a los que no escapó nadie, y desde hace ya unos años la normalidad democrática, con progreso y Estado del bienestar, libertades, justicia social, o sea, lo normal, es más, incluso con más libertades y democracia que muchos de los países que nos rodean. Los años treinta fueron un horror en una Europa castigadísima por la crisis del 29, lo que hizo surgir los fascismos, enfrentadas además las democracias que quedaban también al miedo al bolchevismo. Tras la renuncia aquí del dictador Primo de Rivera, se empezó a fraguar entre élites políticas e intelectuales el llamado Pacto de San Sebastián, para traer una República. Formaron parte de él gentes como Maura, Alcalá Zamora, Unamuno, Ortega, Azaña o Prieto, o sea, el margen entre el centro derecha y el centro izquierda. Se convocaron elecciones municipales el 12 de Abril del 31, y en casi todas las provincias ganaron las candidaturas republicanas. El rey Alfonso XIII, que tantos errores había cometido y que, en general, era muy poco querido por el pueblo, abdicó, y el14 de Abril se proclamó la II República española, en principio un proyecto modernizador y regeneracionista que en sus primeros dos años consiguió muchos avances, pero que no fue nada favorecida conforme pasaba el tiempo por los vientos extremos que recorrían Europa y que acabó en el golpe de Mola, Franco y Sanjurjo, felones y traidores que nunca aceptaron que nuestro país se encaminara por la senda de la modernización. Franco fue elegido generalísimo, como se dijo, “mientras dure la guerra”, y se quedó como sabemos hasta el día de su muerte.

En el colegio de los Hermanos Maristas, del que no guardo  precisamente grato recuerdo, recibí la correspondiente educación nacional católica, pues estuve allí desde 1973 hasta 1984, lo que a cualquier persona que tenga al menos mi edad y conocimientos históricos debe sonar a puro adoctrinamiento franquista de principio a fin, y digo de principio a fin y lo voy a detallar. Recuerdo en los primeros años de la EGB, no recuerdo si antes o después de la muerte de Franco, la exaltación del episodio de Moscardó y el Alcázar, sí, toda esa parafernalia fascista, la charla con su hijo, el martirologio de los héroes que dieron su vida por España contra las hordas rojas, etc etc…Pero es que ya entrado 1984, en clase de historia de España, con don Ramón, al explicar el pobre la guerra civil con sus conocimientos, que eran muchos y variados y su loable intento de veracidad, fueron muchos mis compañeros fascistas que se levantaron dando vivas  a España y levantando el brazo, sí, como lo cuento. El pobre Ramón, como represalia, fue expulsado de su puesto de trabajo por una dirección del centro a la que recuerdo como una de las cosas más funestas con las que me he encontrado en la vida.

Otro libro de la colección Bruguera de tapas cartoné color verde, como Teresa, era Laura, de Pío Baroja. Lo leí con catorce años y fue de esas lecturas que dejan un sabor de boca dulzón que dura toda la vida. La primera adolescencia es la época de las lecturas más provechosas, es cuando uno se está abriendo a la vida, va creciendo, en el colegio empiezan los estudios en serio, das tu primer beso, te fumas tu primer cigarrillo, haces todo lo que está en tu mano para imitar a los mayores, con los que entras normalmente en una relación de amor-odio. Y en esa época me enfrenté a esa novela de Baroja, de la que recuerdo a una chica que estudiaba medicina y cuya vida se vio truncada por el estallido de le guerra civil y que, si no recuerdo mal, se va al exilio con sus padres y no recuerdo más, pero sí que recuerdo que me encantó y que seguí con mucho interés las peripecias de esa chica en la España de los años treinta. Y es que la guerra civil me empezó a interesar de muy joven, por aquella época, que fue cuando empecé a leer literatura para adultos, Lorca, Machado, Unamuno, Baroja, normalmente a la generación del 98 y la del 27, era lo que más a mano tenía, mucho más que los clásicos del siglo de oro o los románticos, a los que es ahora cuando leo, no, en aquella época leía obsesivamente el romancero gitano, el poema del cante hondo, campos de Castilla. Recuerdo cuando llegué al mítico Isaac Peral para hacer el COU y María Luisa nos pasó los sonetos del amor oscuro que acababa de publicar Ansón en el cultural del ABC. Estaban prohibidos, era un libro maldito, difícil de encontrar incluso en ediciones de México o Argentina, si es que se publicó en esas editoriales del exilio, lo desconozco. Pero recuerdo, volviendo al tema que me ocupaba, lo mucho que disfruté de esa Laura de Pío Baroja en ese libro de tapas verdes de la editorial Bruguera que me apetece tener y que voy a buscar por Internet o en la feria del libro usado, que sigue poniéndose allá por primavera.

Un recuerdo nítido que tengo de mi abuelo es su exacerbado anticlericalismo, no podía literalmente soportar a los curas y echaba pestes de ellos. Nunca le pregunté el motivo de tal fobia, aunque supongo que venía de sus experiencias durante la República. En una zona como esta de la Región de Murcia el peso del clero era asfixiante y él, sin duda, debió tener malas experiencias con la Iglesia como para abominar de ella de esa manera. Como ya va dicho era ateo, según respondió a papá no podía creer en nada tras haber visto tanto cadáver amontonado. Compartía esa fobia con Azaña, del que leí varias cosas suyas de adolescente, entre ellas el jardín de los frailes, testimonio de su propia experiencia escurialense. Creo que Bernardo no fue a un colegio religioso, pero en aquella época (y también en la mía) eso daba igual pues la escuela pública estaba igualmente en manos de la Iglesia.

Volviendo a mi gusto por la lectura, guardo muchos de los libros de la colección austral de mi abuelo, tenía muchos, los heredé tras su muerte, muchos me los regaló en vida. Generalmente es el 98, mucho Baroja, Unamuno, Azorín, Valle, Ortega, y algunos posteriores como Gómez de la Serna. Normalmente vienen con su firma, BCampillo, en Linares, casi siempre los sesenta. Esa colección me acompaña desde mi primera adolescencia y con ella he disfrutado de muy gratos momentos de lectura.

La segunda República española, otra contribución nuestra a la mitología del siglo XX junto a la guerra civil es un asunto muy complejo de analizar. Nació con muchas esperanzas por parte de grandes sectores de la población, incluso algunos adscritos al conservadurismo republicano, y como decimos, sus dos primeros años, el bienio reformista, trajeron muchos adelantos en materias como la escolarización y alfabetización, sanidad, reforma agraria, derechos de la mujer, cultura, etc. Pero el país estaba muy polarizado, como en general el mundo entero debido a la catástrofe del crash de Wall Street en el 29. España además arrastraba un retraso secular, era un país eminentemente agrario y atrasado, con una pobreza y un analfabetismo muy extendidos, lo que dio mucha fuerza al movimiento anarquista. En esa tesitura, a partir del triunfo de las llamadas derechas a fines del año 33 todo comenzó a torcerse. El PSOE cometió el gran error de organizar la revolución de Asturias, y además entró en juego la Falange de José Antonio, con las sabidas algaradas callejeras entre la izquierda y la derecha, lo que traía muertos casi a diario. Así, cuando ganó el frente popular en febrero del 36 el país ya estaba condenado, Mola, Franco, Cabanellas y todos los demás estaban conspirando hacía tiempo, y el día 17 de Julio hubo un alzamiento en Marruecos que al día siguiente se extendería a la península y daría origen a nuestra internacionalmente famosa guerra civil.

Aquí en Cartagena como es sabido el golpe fracasó, es más, esta ciudad fue literalmente la última en rendirse a los nacionales, y por culpa del golpe de Casado, de lo contrario hubiese resistido a lo menos unas semanas más, no sé si hasta que comenzase la guerra mundial en septiembre. A mi abuelo Bernardo el golpe le pilló trabajando. Supongo que fue movilizado y estuvo haciendo instrucción, no sé cuánto tiempo. Luego ingresó con su amigo Andrés Conesa en la Academia de Artillería de Lorca, aunque tampoco puedo precisar la fecha de ingreso. Pero puedo calcular que fue allá por comienzos del verano del 37 pues entre los documentos que he podido conseguir en el Archivo de la Memoria Histórica me aparece un acta de exámenes de la primera sección de la I Batería, correspondiente a la asignatura de gases del curso preparatorio, donde le dan una buena nota, un siete y pico, entre los diez primeros y la fecha del documento e  quince de agosto del 37. Por otro lado, en otro documento me aparece destinado a la RGA, siglas que responden a Reserva General de Artillería, el 6 de diciembre del 37. Como he podido averiguar que el curso en la escuela popular de guerra de Lorca era de cuatro meses, calculo que debió entrar a principios de verano del 37. También sé que el director de dicha escuela de artillería era entonces el teniente coronel Luis Salinas, un tipo del que dicen que era bastante inestable pero intocable pues había participado en la sublevación de Jaca y se libró de un seguro fusilamiento por las gestiones de su  padre, a la sazón también oficial del ejército. Resulta, ironías del destino, que en dicha academia de Lorca un hijo de Unamuno, José Unamuno Lizarraos, estuvo dando clases casi desde el principio de la guerra, por lo que le debió dar clases a mi abuelo, aunque nunca me lo comentó. Lo que sí nos dijo varias veces es que conoció antes de la guerra a Miguel Hernández en la Lonja, adonde venía a vender patatas. Pobre Miguel¡.

Obra también en mi poder fotocopia del Diario Oficial del Ministerio de Defensa Nacional con fecha de 4 de Enero de 1938, en Barcelona, en el que se resuelve promover al empleo de tenientes en campaña del Arma de Artillería, entre otros, a Bernardo Campillo Castillo, que aparece a disposición de la Inspección General del Arma. Teniendo en cuenta que la batalla de Teruel comenzó el doce de diciembre del 37 y acabó el 22 de Febrero del 38, cuando volvió a caer en manos franquistas tras el breve paréntesis del dominio republicano después del triunfo de Enero del 38, uno de los muy escasos triunfos del ejército popular, me sale que Bernardo estuvo desde principios de Enero del 38  hasta finales de Febrero del mismo año en Teruel, con el grado de teniente y supongo que mandando una batería de artillería. Supongo el frío que debió pasar, las muchas zozobras que lo alcanzaron aquel terrible invierno del 38 en una provincia del noreste de España donde se luchó a cara de perro y donde él vivió su particular infierno, ese infierno que le marcó y del que tanto hablaba.  Allí fue sin duda donde coincidió con Líster, que tuvo un papel esencial en la toma de Teruel por el bando legítimo. Poco después el ejército republicano se partió en dos, y supongo que él fue a parar a la zona Sur, que estaba al mando de Miaja. .Puede que volviera a Cartagena, donde estaría hasta el final, o que fuese destinado dios sabe dónde. El caso es que comandó a unos hombres y le estalló cerca una granada que le dejó parcialmente sordo, y esa fue en suma su experiencia en una cruel guerra que le dejó marcado de por vida.

Ignoro dónde le sorprendió el golpe de Casado, que fue especialmente virulento en Cartagena, la principal zona de combates junto con Madrid. El caso es que él tenía buena opinión de Besteiro, y allá por el año 86 vimos en la televisión una obra de teatro sobre su proceso que me encantó y que he intentado localizar después sin éxito. Una vez de vuelta en Cartagena después de acabado todo, cautivo y desarmado el ejército rojo, se intentó incorporar a la vida civil, pero un compañero de colegio lo denunció, lo denunció por rojo, algo que era muy frecuente entonces y que no era ninguna broma. Fue inmediatamente a parar al castillo de galeras, donde estuvo más o menos preso durante un año. Ignoro si hubo proceso, si hubo expediente de depuración, no encuentro nada. En ese presidio se acumulaban los presos, y por las noches, cómo no, les daban el paseíllo a los que correspondiesen, aunque de eso nunca hablaba. Sí nos contaba que durante todo ese tiempo no comió otra cosa que lentejas con cucos, se juró no volver a probar las lentejas en su vida y a fe mía que lo cumplió a rajatabla.

Por lo tanto, es seguro que Bernardo pasó las Navidades del 38 en el frente, con lo que a él le gustaban las Navidades en familia, con sus padres y hermanos, primero, luego de viejo ya con todos nosotros, hijos y nietos, cuando se tomaba su pata de cabrito con su vaso de vino tinto, y luego en  nochevieja las uvas con sidra el gaitero. Pero en aquel año 38 estaba pendiente en plenas navidades de que los cañones funcionaran correctamente, que dispararan, esa fue su celebración Varias veces nos dijo que nunca pudo saber si esas balas que disparaban los cañones, sus cañones, mataron a alguien, pues en el mano a mano no mató a nadie, nunca entró en el combate cuerpo a cuerpo.

Ahora que quedan justo 27 días para la nochebuena me empiezo a poner triste, pues echo de menos las nochebuenas en las que estábamos todos. Ahora estamos sólo los seis que quedamos vivos y los postizos, que esos vienen y van. Y lloro siempre en un cuarto al final de la cena pensando en el año en el que ya no estemos los seis, que empiecen a faltar  papá o mamá o los dos. Esas nochebuenas sin ellos ignoro con quién las pasaré, no sé si seguirá la unión con mis hermanos, y no tengo pareja, y las personas que más quiero en esta vida son mis padres, como antes lo fueron mis abuelos, y ahora que no están mis abuelos los echo mucho de menos, y cuando no estén mis padres, a no ser que muera yo antes que ellos, no tendré ninguna gana de celebración y esté con quien esté tomaré cualquier cosa, escucharé un rato la radio y me iré temprano a la cama. Qué difícil es todo, cómo jode y pica y duele perder a la gente que quieres, es realmente el mal trago de la vida, junto con las propias enfermedades. El resto de cosas tienen otro pase, las solemos o al menos las debiéramos relativizar más. El cariño es lo más importante de la vida, y dentro del cariño el más importante es el de la familia, eso lo comprendí de muy niño, y sé que quizá sea un pensamiento conservador en alguien como yo, un izquierdista, un liberal, un descreído, pero eso siento y en el mismo momento que escribo esto pienso en mis padres, ya mayores y maltratados por la vida, como todo el mundo, como yo mismo, y me estoy poniendo triste, por lo que voy a dejar de escribir y a tratar dormir, que ya es tarde.

Es ahora cuando empiezo a añorar aquellas Navidades en Linares, que parecían eternas, que eran en blanco y negro, con las exquisiteces que hacía mi abuela en aquella cocina tan fría y desangelada, y comíamos en aquel cuarto de estar tan pequeñito, con aquel brasero que nos calentaba las piernas. Y después veíamos el mensaje del jefe del estado en la tele, primero Franco, luego Juan Carlos. Franco me parecía un tipo triste por lo poco que lo recuerdo, sin duda siempre fue un hombre muy triste y muy cruel y muy acomplejado, nunca le pegó a un país como este, con gente tan alegre y sociable y dicharachera. No nos lo merecíamos, no. Juan Carlos era algo más simpático, aunque ahora, como le pasó a su abuelo, no es muy querido por la gente, que no guardará ya nunca una buena imagen de él, lo que sin ser yo monárquico para nada ni tenerle excesiva simpatía tampoco me parece tan justo. Mi abuelo no creo que fuese nunca un héroe de guerra, ni nunca lo pretendió ni a mí me lo parece ni me lo pareció nunca, simplemente le tocó estar ahí en esa época tan difícil y estuvo. Y los que tenemos ahora cincuenta y pocos años o menos nos beneficiamos de todo lo que esa generación hizo para que nosotros tuviéramos la vida que tenemos, y eso deberíamos tenerlo todos presente.

En aquella Navidades de fines de los setenta aprovechábamos el estar en Linares para acercarnos a la sierra de Cazorla a jugar con la nieve. Éramos un poco como el coronel Aureliano Buendía en aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo en Macondo. Nos abrigábamos hasta el cuello con anoraks, bufandas, guantes y botas de goma y jugábamos y lo pasábamos divinamente. Mi tío Bernardo nos filmaba en aquellas películas de súper 8 que debe tener por alguna parte, es más, creo haber visto alguna ya de adulto. Yo debía tener diez, doce años, mis primos dos o tres, eran unos bebés. Se acerca como decimos la Navidad pero hoy ha hecho un día primaveral y he aprovechado para ir a la piscina, luego tenía clase de francés. Ha sido un día glorioso, he visto a mis padres, a mis tres hermanos, hemos estado los seis, los que quedamos vivos. Hace poco más de treinta años cuando se acercaban estas fechas de fiesta salíamos toda la pandilla de amigos a comer calamares en su tinta en ese bar que había en la calle perpendicular a la calle mayor, donde nos gustaba tanto cenar en aquellos lejanos días. De toda la pandilla los únicos que conservamos a nuestros padres vivos somos Miguel y yo. Con Miguel he perdido el contacto, jamás nos llamamos ni quedamos para tomar nada, aunque hace poco me lo encontré y estuvimos charlando y a los dos nos alegró. Es simplemente la vida, pasa el tiempo y dejas de ver a mucha de la gente que te importó, se trata, como diría Gil de Biedma, de artes de ser maduro.

Releo el pianista, de Vázquez Montalbán, quien siempre me pareció un buen escritor a la par que un señor que se ponía pesadísimo con la política. Pero esta novela, del ochenta y cinco, es una crítica de lo que era entonces una posmodernidad desideologizada a la vez que de la miseria moral del franquismo, de los vencedores de la guerra. La parte que más me gusta es la segunda, ambientada a fines de los cuarenta, en esa misérrima posguerra, habitada en Barcelona por dignos perdedores. 

No sé si todos los actos del hombre tienen cierto significado. No me refiero a los horribles, a las guerras ni el exterminio ni los genocidios, sino a todos los demás, los buenos, los regulares, los neutros. Veo poco la tele, pero me pregunto por el papel de la publicidad. Todos compramos cosas, por poco consumistas que seamos, necesitamos cosas, y algo tan en apariencia banal como la publicidad televisiva nos puede guiar. Hace un rato he visto de reojo un anuncio sobre un limpiador de óxido para la ducha que me puede ser útil. La vida puede ser hasta divertida.

Mi abuelo Bernardo salió del penal de galeras y conoció a Maruja, mi abuela, de la que he hablado poco pero de la que hablaré más a partir de ahora. Debieron tener un noviazgo fugaz en aquellos principios de los años cuarenta de hambre y derrota. Ella se fue algún tiempo nada más terminar la guerra con sus hermanas a Barcelona a casa de unos parientes algo pudientes, pues aquí desfallecían literalmente de hambre, como por otra parte casi todo el país. Ese noviazgo debió ser de pocas alegrías, en la tristeza de aquella época, entre un vencido de la guerra que se asfixiaba en el clima de los vencedores y una mujer muy joven que descollaba por su belleza y a la que en Barcelona tentaron para que se dedicara al cine. El volvió a trabajar en oficinas como contable, pero no, no encontraba su hueco. En 1944 decidieron casarse, y un año después nacía mamá. Ellos vivían entonces en la zona conocida como las casas baratas, donde estaba y está la casa del tío Samuel y la tía Geli, ambos fallecidos, ella hace muy poco, nonagenaria, casa en la que he pasado tan buenos ratos de niño y que de adulto nunca he podido superar que me provocara una gran sensación de tristeza, como de tiempo huido, de cosa perdida, como la sombra que se va que diría Muñoz Molina.

Bernardo se asfixiaba en ese clima de miseria moral y decidió hacer los bártulos. Así, en 1947 comenzó un periplo por Marruecos, primero Tánger, después Tetuán. Al principio se fue solo, yendo de vez en cuando mi abuela con mi madre y mi tío, Tere nacería ya entrados los cincuenta. Más tarde, en 1952, se reunieron todos, ya en Tetuán, en el chalet a las faldas del Monte Dersa, donde vi una vez a mamá llorar en la puerta. Al principio iban todos al hotel de Tetuán, donde coincidieron con María Félix que rodaba una peli, peli que vi hace poco en la dos en historia de nuestro cine y me gustó. A mi abuelo le gustaban María Félix y Pola Negri. La condesa descalza y el tercer hombre fueron de las últimas películas que vimos juntos. Le encantaba la música de Zorba el griego, la del baile con el sirtaki, siempre lo decía, lo mucho que le gustaba esa banda sonora del cambiante Theodorakis, eterno comunista que en su vejez, si no recuerdo mal, se pasó a la derecha. 

Esos años de Marruecos fueron pletóricos para mi familia. Él fue aceptado enseguida en la comunidad española, sin tener nadie en cuenta su pasado político. Sí que me dijo que al principio el cónsul se negaba a darle el visado, pero cuando comprobaron que era normal, que sólo quería trabajar y prosperar en la vida, no hubo mayores problemas. Le ayudó mucho al principio su amigo Luis Mombiedro, alto cargo de la telefónica y hombre cercano al régimen. Mi abuela me contaba que allí iban mucho al cine y a los actos sociales, como bailes o el tiro al pichón y al cabaret y a la revista. Tetuán era entonces un oasis, en aquella zona del protectorado se respiraba otro aire bastante diferente al de la casposa España de Franco, de ahí que ellos se sintiesen tan a gusto y fuesen felices. También me contaba mi abuela que una vez en una revista la actriz principal se encaprichó de mi abuelo, pero él no le  hizo ni caso. Realmente me alegro de que se fueran y de que encajaran allí tan bien. Parte de mi vida está en esas faldas del monte Dersa.

Mamá tiene en su mesilla de noche una foto de ellos, los dos bastante jóvenes y bastante guapos, calculo que allá por 1950. Pasean por una calle cercana a la Medina de Tetuán, esa en la que unos chavales nos atracaron a todos unos adultos en 1987, cuando fuimos a la boda de la prima Pilar y pasamos aquella mañana fría de un incipiente otoño más miedo que vergüenza. Bernardo volvía a la península por sus negocios. Montó dos tiendas de electrodomésticos con un socio, un judío del que se hizo muy amigo, y venía a Barcelona y a Madrid a reuniones, a hacerse cargo de sus cosas, como tenemos que hacer todos. De una de esos viajes a Barcelona tenía fotos que  perdí, en esa foto lo encontré algo grueso, no como en la foto que guarda mamá, donde como digo están los dos muy guapos y delgados.

Ignoro a qué colegio fueron Tere y mamá, supongo que al mismo, aunque con diez años de diferencia, Tere es del 54 y ellos volvieron ya definitivamente a España en el 62, con lo que Tere apenas fue un año al colegio en Tetuán, en todo caso al preescolar, si es que entonces se estilaba eso del preescolar, ella ya se escolarizó en Linares. Lo que sí sé es que mi tío Bernardo fue al colegio del Pilar, algo de lo que él y su padre estaban muy orgullosos, el colegio del Pilar era el de las élites en la España franquista y recuerdo que casi todos los primeros ministros de Felipe González se habían educado allí y ellos dos en aquellos años del cambio lo comentaban.

Tenían allí sus pandillas entre la colonia de españoles, hicieron buenos amigos que aún conservan y de los que cuando se reúne la familia hablan. Bernardo de hecho va a las reuniones de antiguos residentes, que tiraban una revista, Medina si no recuerdo mal, donde solía yo escribir y que a veces me enviaban.

Aunque allí el clima político en general era tranquilo al menos hasta la independencia, recuerdo que por mediados de los cincuenta hubo jaleo, puede que fuera una maniobra del hermano del entonces rey, Mohammed V, no sé, puede que ni siquiera tuviera hermanos, pero el caso es que el primo Míguel me comentó una vez que Bernardo estuvo unos meses en su casa en aquella época, lo envío mi abuelo porque podía correr algún tipo de peligro, no mamá ni Tere, al menos no tanto, pues por lo visto a las mujeres las respetaban más. Mi abuelo siempre decía que Mohammed V era un buen hombre pero que su hijo, el temido y  temible Hassan II era un asesino, que desenchufó a su propio padre de la máquina en el hospital donde agonizaba para que muriese antes, pero no por caridad, para evitarle sufrimientos, sino por la pura codicia de heredar cuanto antes el sufrido reino alauí.

Mis abuelos eran muy aficionados al cine, como toda la familia, como en general lo ha sido siempre el pueblo español, históricamente muy cinéfilo e iban al cine en Tetuán, claro. Pero Maruja vio el puente de Waterloo en España, antes de partir, poco antes de que naciese mamá, quizá durante su embarazo, y de ahí sacó su nombre, el de la bella Vivien Leigh en una peli bélica de mucho amor, de esas de Hollywood que eran las favoritas en la España de la posguerra de todo el mundo, en aquellos años de derrota y pobreza donde la gente se refugiaba en los cines huyendo del frío, de la escasez, y era feliz durante dos horas, dos horas u hora y media de sueño, de escape de la triste realidad. Maruja era una gran cocinera y en Marruecos aprendió a hacer exquisiteces. Nunca olvidaré, olvidaremos, su famoso pollo a la moruna, que solía hacer para celebrar los fines de aquellos interminables veranos de Cabo de Palos, donde tanto ella como Bernardo como todos nosotros fuimos tan felices, tan jóvenes. ¡Qué viejos estamos, qué rápido pasa todo, cómo nos derrota la vida!

La vida en Tetuán transcurría sin demasiados sobresaltos: trabajo, colegio, cine, cocina, vida social. Mi familia allí se integró y durante quince largos años fueron bastante felices. Bernardo se mantuvo alejado de la política, que tampoco fue nunca una pasión en su vida: le tocó hacer la guerra como a tanta y tanta gente y sin duda tomó partido por la libertad y la democracia, pero eso era lo de esperar en una persona sensata, con sensibilidad, con inquietudes. De todas formas se llegó a escribir con Prieto y lamento no haber heredado ese epistolario, sin duda de un valor histórico y personal incalculable. Los negocios iban bien y los tres niños estaban integrados en esa cosmopolita colonia de españoles, donde abundaban los hebreos, los que pudieron escapar a los horrores del Tercer Reich.

Mi abuelo fue fumador toda su vida hasta que sufrió ese infarto en 1982. Lo primero que hacía al levantarse era comerse un plátano, para limpiarse de las impurezas del tabaco y reunir energías, luego tomaba un café con leche y alguna tostada. También solía tomar un tomate a bocados junto con el plátano, una mezcla esa que de niño me llamaba mucho la atención, pero que a él le gustaba y consistía en buena parte en lo que tomaba hasta la hora del almuerzo, pues no era de comer entre horas.

Un par de veces he paseado por Tetuán, por el zoco, por las faldas del monte Dersa, por todas esas calles que pisaron los míos durante todos esos años y que son un habitante agradable de mi vida, parte de mí, memoria. Hoy llueve y he vuelto a ir a la piscina y he merendado y estoy recordando a los míos ahora que se acercan las  navidades, y la vida se convierte en un regocijo en el hombre, como diría el poeta.

En 1962, consumada la independencia del protectorado hacía unos años, mi abuelo decidió volver a la península, y lo hizo a Linares, ese pueblo mágico de mi infancia. Allí estuvieron justo veinte años, hasta el 82, cuando se jubiló. Hicieron poco antes del verano la mudanza a la casa de la calle Palas, mudanza que recuerdo perfectamente lo pesada que fue, con todos esos muebles gigantes que tenían y que los operarios subían como podían, con cuerdas, que era como se hacían entonces las mudanzas. Cuando comenzó el calor nos fuimos todos, como de costumbre, a veranear a cabo de palos. El primo colgati, al que entonces aún no llamábamos así, me llevó a pasar un fin de semana a Mojácar. Dormimos en una cutre pensión a orillas de la carretera, pero lo pasamos bien. Al volver a cabo de palos había junta familiar: Bernardo había sufrido un infarto, justo al jubilarse, también es mala suerte. A la par, había muerto ahogada una sobrina suya que era muy buena nadadora, y él fue al entierro ya infartado, sintiéndose mal y negándose bastante a cuidados médicos, algo que fue una constante en su vida. Hasta que una mañana le repitió el ataque estando en su habitación. Mis padres llamaron a una ambulancia, y hubo que sacarlo de la habitación por la ventana subido encima de la puerta, que a la sazón arrancaron. Nunca olvidaré esas imágenes ni la cara con la que me miró colgati mientras lo sacaban por la ventana. Fue al hospital virgen de la Arrixaca, que entonces tenía muchas camas en los pasillos y del que recuerdo los muchos gitanos que había visitando a sus familiares. El caso es que mejoró, aunque estuvo ingresado unas semanas. Regresó a pasar todavía unos días con nosotros antes de irse a su apenas estrenada casa, y recuerdo que cuando lo recibimos en el ascensor mamá me pidió que sacara una banqueta al portal para que descansara un poco antes de entrar en casa. Realmente estaba muy delgado, muy estropeado.

Pero no todo iban a ser tristezas, poco después, el PSOE de Felipe González ganaba las elecciones con una cómoda mayoría absoluta, volviendo la izquierda al poder después de cincuenta años, de toda una guerra fratricida y casi cuarenta años de terrible dictadura. Esa victoria fue una alegría para mi familia, como para la mayoría del país. Hay que ser muy raro o muy extremista para negar que Felipe modernizó España, nos metió en Europa, en el tren de los países civilizados. Cogió una España recién salida de la noche del franquismo y se fue dejando un país entre los modernos y democráticos. Otra cosa es que le sobraran dos legislaturas, los últimos seis años, que lo fueron de corrupción y descrédito debido al desgaste, no se puede gobernar durante cuatro legislaturas seguidas sin que eso te pase factura. Pero de todos modos, mirándolo con la perspectiva de hoy, Felipe es lo mejor que le pudo pasar a este país en aquellos años, que personalmente recuerdo, por muchas circunstancias, como los mejores de mi vida.

Instalados ellos ya en su casa, mis visitas se hicieron continuas hasta el año de su muerte, cuando mi abuela, de natural alegre y optimista, hizo ploff y se hundió y no volvió a ser ni su sombra y se vino a vivir de alquiler a un apartamento en frente de casa de mis padres. Los que más solíamos ir éramos Luis Miguel y yo, por las tardes, al salir del colegio. Había un bar que tenía unas tapas de magra con tomate y ensaladilla rusa riquísimas, y a menudo las tomábamos para cenar o incluso comer. Mi abuelo llevaba una dieta bastante rígida, sin apenas sal, pero no perdonaba la casquería y la cabeza de cabrito, dos platos que le volvían loco. Por otra parte, yo ya había comenzado el entonces llamado BUP en los Maristas e hice uno de los grandes descubrimientos intelectuales de mi vida con el latín, que nos daba un hermano marista salmantino al que llamábamos el charro, que me tomó mucho cariño y al que a menudo le llevaba tabaco, ducados si no recuerdo mal. Mi abuelo empezó a comprarme por aquella época la colección de literatura de tapas marrones imitación piel de Seix&Barral, donde leí por primera vez a Hemingway, Faulkner, Sartre, Borges o Virginia Woolf y que hoy conservo y de la que me quedan muchos tomos por leer. A menudo suelo hacerme con alguno que me falta en ferias del libro antiguo, pues calculo que salieron más de cien números, y es una de las colecciones de literatura contemporánea más completas que han salido en este país. El precio eran doscientas o trescientas pesetas, que era dinero para la época.

Ahora paseo por las mismas calles que hace treinta y pico de años y siento una sensación extraña, como de que me falta gente, y me falta, toda la que se ha muerto, que es mucha, siempre es mucha. Nadie debería morir, ni pasar hambre ni frío, ni en general sufrir. Por intentar encontrar explicación a tanto sufrimiento gratuito nacen las religiones, que a su vez hacen daño en lugar de repararlo, pero eso es la condición humana.

-Yerno, me has pasado tus males, le espetó un verano a mi padre, que andaba como siempre renqueante de sus problemas de ánimo. Bernardo se recuperaba lentamente de su infarto. Tenía que tomar varias cosas, de las que recuerdo el Isoket retard, del que se quejaba que le provocaba ganas de orinar. De todos modos, en aquel lugar de veraneo todo se relativizaba, y él se bañaba y se daba luego una ducha en el patio, lo hizo hasta sus últimos momentos. Pero uno de esos veranos se veía mal, débil, y le espetó eso a mi padre. El caso es que antes de su infarto presumía de no haber pisado jamás la consulta de un médico, no haberse hecho una analítica ni haberse puesto una inyección, ni siquiera haberse tomado una sola pastilla. Por lo visto sufría de una cardiopatía desde joven, y claro, no se la descubrieron. Pero esto está tomando un cariz muy médico y yo quería hablar de esos largos veranos. Entonces pusieron una patacha para cruzar el paseo del puerto que costaba cinco duros y que llevaban los hijos de los pescadores, tirando de unas cuerdas. Nosotros la cogíamos a menudo, era como un chute de parque de atracciones, y una vez en la otra orilla a través de esa suerte de barca de Caronte tomábamos un helado, él como siempre de turrón y/o café. Al mismo tiempo comenzaban para nosotros las pandillas con chicas, con las que jugábamos a la botella y a las cerillas y ahí dimos y recibimos todos el primer beso con lengua. Eran veranos interminables, del primer cigarrillo y la primera cerveza. Luego esa pandilla fue muy castigada por la droga y los accidentes de coche, lo que siempre digo, el tiempo que nunca nos perdona.

El tiempo pasaba, íbamos creciendo, se sucedían las alegrías y los sinsabores, como en cualquier familia, sea más o menos feliz y más o menos disfuncional. Los inviernos, colegio, estudio, pandilleo con alguna cerveza en los bares que empezaban a estar de moda, como el Koyne o los de la zona del ayuntamiento, los primeros contactos con chicas, las que conocíamos de otras pandillas, pues el colegio seguía sin ser mixto, sólo lo era en tercero de BUP, en letras y ya en COU. Luego, aquellos largos veranos de Cabo de Palos, con los baños en el arco de los reyes, las pandillas luego diezmadas, la patacha, los helados. La casa de la calle palas era un refugio, un sitio donde leía El País, que Bernardo compraba desde que salió, y tomaba esas tapas de magra. De una ley de Felipe a propuesta de Juan Mari Bandrés le dieron la pensión de militar de la República, una ley que fue bien acogida pues reparaba una injusticia histórica a la vez que elevaba el  nivel de vida de más de la mitad de los jubilados, que fueron más o menos los que lucharon en el bando republicano. No recuerdo si dicha pensión fue también para los que lucharon en el bando nacional o si esos la tenían de tiempos del franquismo, no lo sé, el caso es que a Bernardo la pensión le aumentó el doble con esa paga que luego heredaría Maruja y que eran cien mil pesetas de las de entonces, bastante bastante dinero y que si no me equivoco las viudas heredaban íntegra. Además, le enviaron su uniforme, de lo que se envanecía. Y así, así amanece el día que diría Claudio Rodríguez. Enfrente de su casa estaba el Instituto Británico y vivía don Mariano, el profesor de matemáticas. Ahora paso bastante por esa calle y alrededores, realmente casi todos los días voy caminando muy cerca de allí, y me sigue invadiendo una rara, quizá positiva sensación de nostalgia. Dice Manuel Vilas que debemos celebrar el milagro de estar vivos.

Y va llegando el tiempo de ir a la Universidad, algo tan anhelado y que, realmente, en los 80 era algo que merecía la pena. Enseguida contacté con un grupo de buenas amigas muy cultas, con las que hablaba de literatura e iba al cine club a ver pelis de arte y ensayo. Fui tentado a la vez por gente de las juventudes comunistas para afiliarme y todo eso, y aunque no lo hice sí que acudí a algunas reuniones, en las que me aburrí mortalmente. Todo adquiría un tono muy solemne, conspirativo, con el camarada Gorbachov para arriba y para abajo y una revolución pendiente: tonterías. Pero Loli, Ana y las demás sí que me enseñaron cosas, no sólo que Luis Antonio de Villena vale la pena, sino el valor de la amistad, que sacrificarse por cosas que uno desea merece la pena, que con la voluntad se puede conseguir cosas y que vivir mola y hasta se pueden alcanzar ratos de felicidad.

El viaje a Murcia en aquellos años era largo y pesado, lo sigue siendo, pero entonces se estaba justo haciendo la autovía, y la carretera estaba así como de aquella manera y los autobuses tardaban una hora. Pero cuando se es tan joven nada de eso importa, quieres comerte el mundo, no tienes todo el rato al fracaso y la muerte como horizonte y te enamoras y todo, o casi todo, te resulta nuevo, interesante, inquietante incluso.

Un año antes de ir a la universidad ya el Instituto Isaac Peral fue un magnífico entrenamiento. El profesorado era mayoritariamente de izquierdas,  de un nivel bastante alto, y se respiraba un aire de libertad que daba gusto. Leímos mucho, yo hice un COU de letras en el que éramos solamente catorce o quince personas. España en aquella época estaba en ebullición y la educación y la cultura se tomaban por primera vez en serio desde los años treinta y como no se han vuelto a tomar, para desgracia nuestra. Recuerdo las lecturas comentadas de el árbol de la ciencia, crónica de una muerte anunciada o luces de bohemia. A mí en historia me tocó hacer un trabajo sobre el manifiesto comunista y exponerlo antes los compañeros. Se palpaba ya el ambiente de las manifestaciones contra el ingreso en la OTAN; y yo agradecía, tras venir del colegio marista, la presencia de chicas en las aulas, las cuales me parecían todas un misterio, bellas, insondables. De los siete miembros del claustro de profesores cinco eran mujeres, jóvenes, apenas de cuarenta con la excepción de Pepa Baños, pero a mí me parecían mayores, pues eran de la edad de mi madre. Cómo cambia la perspectiva, hoy una mujer de cuarenta años es casi una cría.

Luis Miguel, eterno insatisfecho, comenzó su vida de peregrinaciones yéndose a estudiar periodismo a Madrid. Siempre le preguntaba por su elección de carrera, pues a él no le gusta leer ni escribir, cuando la respuesta es que quería simplemente cambiar de aires y escoger una carrera, como se decía, fácil. La movida madrileña ya empezaba a languidecer, pero la primera vez que fui a verlo a Madrid fui al templo del gato con un compañero de colegio que también estudiaba allí. Lo de saber del templo del gato era por el legendario programa de radio tres tiempos modernos, sí, el de Ferreras y Poblet, mítico programa que nos orientaba en aquellos mediados de los ochenta en la música pop británica, el cine, la literatura, la política. Eran tiempos aquellos del new british free cinema, que realmente pegó muy fuerte, con cintas ya míticas como mi hermosa lavandería, Wish you were here, in another country, Mona Lisa o bailar con un extraño. Qué modernos éramos, qué bien lo pasábamos en aquellos bares de asunto como el madre de dios o el blod, con las chupas que traíamos de Londres, con las botas de plataforma del mismo paraíso anglosajón de la modernidad que llevaban las chicas. Entonces no se llevaba cocinar como ahora y o bien engullías la bazofia del comedor universitario o te zampabas un par de empanadillas con una caña, opción que siempre preferí. Los fines de semana iba a casa de Bernardo y Maruja a tomar esas ricas tapas y leer El País, donde Juan Marsé escribió una magnífica serie titulada señoras y señores que me sorprendió por su increíble manejo del idioma. Han puesto las luces de Navidad y cada vez me veo más retrotraído a aquellas navidades de hace más de treinta años.

Respecto de mis amigas, a todas las amaba, todas me gustaban, sí, pero era una suerte de comunión espiritual, éramos amigos de las mujeres en plan película de Truffaut, sí, estilo el amante del amor. Eran aquellas interminables tardes, tras salir de la facultad, de hablar de literatura en alguno de aquellos cafés tertulias, e ir luego por la noche al cine club de la facultad, y ya muy tarde a los bares de copas de moda, para recogernos, si era jueves, casi al amanecer. Esos tiempos y esas experiencias nunca regresarán, y está muy bien haberlas vivido.

Al volver a Cartagena seguía el juicio que Alfonsín y el fiscal Strassera hacían a esos criminales de la Junta militar argentina. Recuerdo perfectamente unas declaraciones de Strassera, diciendo que no hubo propiamente una lucha contra la subversión sino que fue más exactamente una cacería de conejos. En casa de Bernardo y Maruja leía las crónicas de Martín Prieto desde Buenos Aires, con aquel golpe de los caras pintadas y Alfonsín cogiendo literalmente la pistola para defender la naciente democracia argentina. Martín Prieto le llamó en una de sus crónicas Alfonsón, lo que mereció la burla de Tola en su programa nocturno de radio. Los últimos libros que leyó Bernardo fueron La casa verde y El nombre de la rosa. El primero le pareció una imitación de Cien años de soledad, el segundo, un aburrido tratado de teología. Amaya, de Mocedades, le encantaba, le parecía la mejor voz del país. Y entre esos asuntos giraba mi vida alrededor del año 1986. Ya empezaba a sufrir yo también esos trastornos del ánimo heredados de mi familia paterna, que me azotaron fuerte y me tuvieron apartado de los estudios y de la vida en general durante un tiempo.

Luis Miguel por su parte había comenzado como digo su largo peregrinar, su huida de sí mismo, que lo llevó mientras aún estudiaba a Malta y Londres. Cuando venía en Navidades se tumbaba en el sofá del cuarto de estar durante los quince días de fiesta, levantándose sólo lo imprescindible. Yo me empeñaba en sacarlo, en que se viniera con mi pandilla a tomar esos calamares en su tinta o al cine o a dar simplemente un paseo, pero él seguía y seguía eternamente pegado e ese sofá, al que siempre ha tenido tanta querencia. Bernardo comía su casquería y sus cabezas de cabrito, a las que ponía limón, y la acompañaba con medio vaso de tinto. Yo pasaba ahí casi todo el día los fines de semana y vacaciones, leyendo El País, viendo algo la televisión, charlando con ellos. Entonces hablábamos más de temas culturales que de la guerra propiamente dicha, aunque me repetía que la destitución como presidente de la República de Alcalá Zamora empujó a su yerno y a muchos con él a adherirse a la rebelión de Julio. Yo tenía un canario precioso al que bauticé como Kiki, que María se encontró en el jardín de Cabo de Palos y que se me murió al mismo tiempo de morir Bernardo, el fatídico verano del 88.

En el piso de estudiantes que compartía en Murcia era feliz. Comenzaron las movilizaciones, ya en serio, contra el ingreso de España en la OTAN, para ser más exactos, por el voto NO en el referéndum que convocó Felipe González, un NO que aglutinó a casi todos los sectores progresistas del país, que nos echamos a la calle en una multitudinaria manifestación que fue toda una fiesta. Al final salió el Sí, y permanecimos, afortunadamente, en la NATO. De otra manera, habría sido otra cosa distinta la conquista de nuestras libertades y nuestro bienestar, pero yo de adolescente no lo veía así.

Me compré una cámara de fotos e hice una foto a papá en la cocina, alguien me hizo a mí otra y pegué las dos en la nevera .Esa cámara me la llevé a algunos viajes, a Francia, Inglaterra, pero acabé por perderla. Comenzaba a tener muchos problemas de ansiedad y buscaba tranxilium o Valium donde podía, no sabía lo que me pasaba, pero en general me encontraba muy nervioso y desasosegado, con insomnio, palpitaciones.

Luis Miguel y el malogrado ruso se vinieron al cineclub de la facultad a ver Subway, la bella Adjani y Christopher Lambert patinando por el metro de París en un clásico de la posmodernidad. Luego supongo que se quedaron a dormir con nosotros en el piso, pues a esa hora nunca hay autobuses. Luis Miguel, con esa bondad que tanto le jode mostrar y siempre huyendo de sí mismo. Yo me resistía a acudir a un médico, en esencia no sabía lo que me pasaba, ignoraba que estuviera incubando una depresión, me sentía mal, ansioso, nervioso, insomne, pero con ganas de hacer cosas. Ya empezaba a escribir, sobre todo poesía, poesía amorosa dedicada a las chicas que me gustaban y pensamientos y aforismos al estilo de Nietzsche, un autor al que leía mucho, al que leíamos mucho.

Un día como el de mañana de hace 80 años se estrenaba en Atlanta la película más esperada de la historia, Gone with the wind, con varios directores, cuando el que estaba previsto al principio era Cukor, que llegó a dirigir unos minutos, y con los míticos Vivien Leigh, Clark Gable y Olivia de Havilland, que por increíble que parezca sigue viva y coleando a sus ciento tres años. Uno de los grandes mitos contemporáneos, algo más que una película, toda una historia inmortal. Cuando Calviño, el discutido y discutible director de RTVE durante la primera legislatura de Felipe González dejó el cargo, en el 86, se emitió como despedida. La vi, la vimos en familia, la debimos ver todos, Bernardo, Maruja, papá, mamá, nosotros, ver la tele en familia, una costumbre muy de los ochenta que hoy, cuando en una casa hay varias televisiones, se ha perdido. Entonces no recuerdo que me dejara mucha huella, era mi época fundamentalmente cultureta y la consideraba una película comercial y hasta es posible que me pareciera ñoña. La he vuelto a ver hace poco y he alucinado en colores. Toda la escena de la huida en medio del incendio al final de la primera  parte no tiene desperdicio, como en general no lo tiene nada de las cuatro horas de su metraje. “Francamente cariño, me importa un bledo”.

De las últimas películas que vi con Bernardo y Maruja recuerdo Chinatown, La condesa descalza y Gigante, film este último que encantaba a Maruja y que creo recordar que a mí me pareció una tontuna comercial, la típica blandenguería con Rock Hudson. Ya con Loli en el paraninfo de la universidad vi El imperio de los sentidos, que no me gustó. La que siempre me gustó fue Loli… ¿qué será de ella, quién dormirá a su lado,  pensará de vez en cuando en mí, como yo lo hago a menudo en ella? Y con Luis Miguel y Patricio El último emperador, que ya he dicho lo mucho que me dijo papá que le gustó, esa metáfora de la condición humana, nacer emperador y morir jardinero, nacer dios y morir siervo, eso que un viejo guerrero afgano le dijo a Maurice Pialat que deberíamos ser los hombres, “des royaumes insoumis”. 

A Bernardo le llamaba la atención el “yo soy yo y mi circunstancia” orteguiano, lo repetía mucho. También me decía que La España invertebrada hilaba muy fino sobre nuestra historia. Yo estaba perdidamente enamorado de Lisa Bonet, aquella chica de color de El show de Bill Cosby, que luego hizo El corazón del ángel y desapareció poco después, al menos no la volví a ver en ninguna peli o serie, pero en aquella época me parecía la mujer más guapa del mundo. Me sorprendió Terciopelo azul, que vi con Luis Miguel en Jaén, y que supuso mi descubrimiento del universo Lynchiano, que me sigue interesando.

Comencé a visitar a un médico sofrólogo que me recetaba deanxit y con el que también hacía sesiones de relajación, y la verdad es que sentí algo de alivio. Estudiaba, leía, escribía, iba al cine, hacía bastante vida social. A mi vida no parecía faltarle de nada, debía ser bastante feliz, o al menos así lo veo ahora. No echaba de menos tener una pareja más o menos estable o duradera, como no lo echo de menos ahora. Juraría que eso de la pareja es la cosa más sobrevalorada de la vida, no entiendo que sea el motivo central de la literatura, el cine, de las artes en general y el centro cósmico de todo para tanta gente.

Pero lo que me salvó, lo que a todos nos salva, fue la amistad. Guardo mi ejemplar de Las personas del verbo, edición del 88, año en que leí con interés el finalista del premio Hyperión a Los días laborables. El libro de Gil de Biedma era una biblia entonces, como La realidad y el deseo, de Cernuda, que tengo en edición de FCE. Y las personas del verbo se abre con toda una declaración de intenciones, Amistad a lo largo: “Pasan lentos los días/ y muchas veces estuvimos solos/ Pero luego hay momentos felices/ para dejarse ser en amistad. / Mirad/ somos nosotros/ Un destino condujo diestramente/ las horas, y brotó la compañía./ Llegaban noches. Al amor de ellas/ nosotros encendíamos palabras, / las palabras que luego abandonamos/ para subir a más:/ empezamos a ser los compañeros/ que se conocen/ por encima de la voz o de la seña. / Ahora sí. Pueden alzarse/ las gentiles palabras/ -ésas que ya no dicen cosas-/ flotar ligeramente sobre el aire; / porque estamos nosotros enzarzados/ en mundo, sarmentosos/ de historia acumulada, / y está la compañía que formamos  plena, / frondosa de presencias / Detrás de cada uno/ vela su casa, el campo, la distancia/ Pero callad./ Quiero deciros algo./ Sólo quiero deciros que estamos todos juntos. / A veces, al hablar, alguno olvida/ su brazo sobre el mío/ y yo aunque esté callado doy las gracias/ porque hay paz en los cuerpos y en nosotros. / Quiero deciros cómo todos trajimos/ nuestras vidas aquí, para contarlas./ Largamente, los unos con los otros/ en el rincón hablamos, tantos meses¡/ que nos sabemos bien, y en el recuerdo/ el júbilo es igual a la tristeza. / Para nosotros el dolor es tierno. / Ay el tiempo¡. Ya todo se comprende.”

Pocas descripciones tan certeras de ese sentimiento tan noble, el de la amistad, de alguien capital en la generación de los cincuenta, que la valoró tanto. Apenas quedan vivos ya Brines y ese poeta de Sanlúcar cuyo nombre ahora no recuerdo. Una pena que esa amistad de juventud no tenga esa intensidad para siempre, pero ya sabemos que la vida no es “Bella, ni noble, ni sagrada”.

Siempre tuve libros de Bernardo, heredé muchos tras su muerte y los tuve otros en vida de él. Recuerdo leer en esa circunstancia última dos que me impresionaros vivamente, El idiota y Rojo y negro. Supongo que las traducciones eran flojas, las de Dostoievski, concretamente de círculo de amigos de la historia, no traía el nombre del traductor y supongo que la traducción lo era del francés. Pero yo anduve meses encantado con las andanzas de Nastasha Filipovna y Madame de Renal, dos típicas heroínas de novela del siglo XIX. Por aquel entonces comencé a llevar un diario, donde tomaba notas de la actualidad política, de mis lecturas, de mis amores, en todo un ejercicio de narcisismo que, como diría Gil de Biedma, estaba en consonancia con la edad que tenía.

Nicolás Redondo dimitió como parlamentario del partido socialista, no recuerdo si por desacuerdo con los presupuestos generales del estado o la ley de pensiones. Bernardo comentó que se iba a ir a hacer la huelga con los comunistas, como así ocurriría. De la guerra, los comunistas y socialistas se llevaban a matar, algo que en cierto modo hoy sigue ocurriendo. Yo admiraba profundamente a Redondo, me parecía un hombre honesto y, a diferencia de Felipe González, de convicciones netamente de izquierdas. Las cosas vistas hoy no son tan blancas ni tan negras, aunque no sé, me sigue cayendo mejor Redondo que Felipe.

A Calviño lo sucedió al frente de RTVE la malograda Pilar Miró. Vinieron entonces cuatro años de muy buen cine en la tele, hasta que Alfonso Guerra y los suyos iniciaron la asquerosa caza y captura de la cineasta. Yo no tenía tele en el piso de estudiantes, excepto un año, por lo que veía ese cine (de la UFA. Clásico de Hollywood, clásicos europeos, etc.) en la casa familiar, fines de semana y vacaciones. El verano del 87, estando ya Bernardo muy enfermo, vi con él El tercer hombre, creo que por vez primera, y se me quedó grabada esa famosa escena en la que aparece por primera vez Harry Lime/Orson Welles, cuya cara es iluminada y sonríe y suena la famosa música de melodía de Anton Karas, y me dieron ganas de ponerme a bailar, teniendo además en cuenta que creía estar enamorado, algo de lo que poco después me di cuenta de que no era más que una ilusión óptica. Cada vez que vuelvo a ver la peli de Reed/Welles me embarga mi sempiterna sensación de melancolía.

El día de año nuevo del 86 me levanté a las tantas y daban en la tele Guerra y Paz. Andaba entonces colado por Anabel y no recuerdo si salí con ella esa Nochevieja o nos llamamos, pero el caso es que tengo asociados el día de año nuevo y Guerra y Paz con ella. Ese año se cumplían cincuenta del cobarde asesinato de Federico y TVE encargó a Bardem una serie sobre su vida, Lorca, muerte de un poeta, que emitieron poco después. Adoro a Lorca, creo que se nota, su poesía, su teatro, su duende, me acompañan desde que era un niño y hacen mi vida agradable. Vi esa serie, que emitieron los viernes o los sábados por la noche, y se me quedó grabada la frase que pronuncia al comienzo y al final el actor que hace el doblaje del actor británico que hace de Federico que es el final de La casa de Bernarda Alba, “Y no quiero llantos, la muerte hay que mirarla cara a cara, silencio, a callar he dicho, nos hundiremos en un mar de luto”. Esa frase me la decía en voz alta cada vez que me dirigía a casa de Bernardo a verlo cuando se estaba muriendo….y no quiero llantos….”.

Veo Manifesto, film experimental de Julian Rosefeldt, videoartista, con la Blanchett de maestra de ceremonias, haciendo hasta 12 personajes. Es una suerte de manifiesto dadaísta y situacionista sobre el significado del arte en nuestros días. La diva australiana lee interesantes textos con una impecable dicción inglesa. Con evidentes influencias de Mekas o Akerman, es una propuesta interesante que pese a sus riesgos extremos no cae en la pedantería y ofrece algo diferente al siempre banal cine mainstream.

A principios de otoño del 87 fuimos a Ceuta a la boda de la prima Pilar. Bernardo se había puesto ya muy malo y Maruja se quedó con él. El último viaje que hizo fue poco antes a Jaén, y a la vuelta vomitó y dijo que ya no volvería a viajar, que no podía. Ese viaje lo hicimos con Fidel en el Scorpio. Fue en ese viaje a Ceuta, ya en Tetuán, donde unos niños nos rodearon y nos atracaron. Hacía frío, estábamos en un buen hotel. La comida fue en un buen restaurante, pero apenas recuerdo nada más. Pasaron unos meses y ya Bernardo empeoró muchísimo y en febrero del 88 le pusieron el oxígeno, en aquellas bombonas altas de antes y no se lo quitaba en todo el día. Fue su lenta y horrible agonía. Yo iba a menudo a verlo, y ya digo que por el camino recitaba ese pasaje final de La casa de Bernarda Alba que era el prólogo a los capítulos de la serie de Bardem. La agonía de mi abuelo coincidió con el empeoramiento de mi estado de ánimo, las desgracias nunca vienen solas. Toda la familia estaba desolada y Maruja comenzaba a la vez su lento declive, que la haría zozobrar: nunca fue muy fuerte de carácter. Mis abuelos, ese sueño de mi infancia, se me iban y con ellos una buena parte de mis ilusiones.  Pero eso es la vida, todo se acaba, nada dura para siempre y la felicidad es corta y efímera.

Mamá había abierto a principios de los ochenta con tres amigas una tienda de regalos, acervo, puesta con muy buen gusto y que tuvo mucho éxito. Todas las nochebuenas hacían una caja de un millón de pesetas, lo cual era una barbaridad para hace casi cuarenta años. Yo iba a menudo allí a merendar tras salir del colegio, pues me gustaba mucho el sitio, donde tenían bombones de licor con ciruela, y por qué no decirlo, me gustaban las amigas de mi madre, dos de las cuales eran guapísimas y a mí me encantaba que me mimaran y me invitasen a un zumo con una tostada o a los susodichos bombones de licor. En la tienda había unos cuantos libros a la venta, y recuerdo haber cogido Las afinidades electivas, de Goethe, que al final no leí, ni en ese ejemplar ni en ninguno.

A acervo iban también mis hermanos, pero quizá el que más vinculación tuvo con ella fui yo por tener mayor temperamento artístico. Al principio hubo exposiciones de pintura en la parte de arriba; por allí pululaban muchos artistas, escritores, intelectuales. Era otro de los paraísos de mi infancia. Por otro lado, últimamente veo a una amiga de mi hermana que siempre me gustó, que era una chica monísima y ahora es una mujer madura de gran belleza. Ay el tiempo, como diría Gil de Biedma, ya todo se comprende.

Y Bernardo se moría, era inevitable, cuestión de meses, en medio de una terrible agonía. Ya no podía hablar con él de literatura, ni de la guerra, ni de nada, pues se pasaba el día adormilado, con el oxígeno puesto. Me hubiese gustado hablarle entonces de Machado, de su papel en la guerra, donde fue el intelectual más honesto. Líster, en sus memorias, cita una carta que el enorme poeta y hombre bueno le envió:

“Querido amigo: Recibo su amable carta y su espléndido regalo. Con toda el alma agradecido a sus hombres. Sus palabras me conmueven y me llena de optimismo y esperanza. Disponga siempre de su buen amigo.

Barcelona, 1 de enero de 1939. Antonio Machado.

En esas fechas don Antonio estaba muy enfermo, a punto de morir en Colliure junto a su madre. Dicen que no tenía dinero para pagar la pensión donde madre e hijo agonizaban y que le dijo a la dueña que le podía dar un poema. Añade Líster:

“No, el retrato del Machado de la guerra no es ése que nos pintan ciertos plumíferos y que otros ocultan por conveniencia, sino el del verdadero combatiente antifascista con la pluma y la palabra. Ese espíritu combativo, esa fe en la justeza de nuestra lucha, ese convencimiento en nuestra victoria final es lo fundamental que se desprende del poema que me dedicó durante la batalla del Ebro”. Se refiere al famoso poema A Líster, Jefe en los Ejércitos del Ebro”, que termina “Si mi pluma valiera tu pistola / de capitán, contento moriría”. Ya he dicho aquí el enorme respeto que me merecen Líster y sus combatientes del V Regimiento, pero no es tarea mía hacer un ensayo sobre nuestra guerra, ni juzgar a nadie. Doctores tiene la Iglesia. A lo que no me resisto es a transcribir la elegía que don Antonio dedicó a Federico:1.El crimen “ Se le vio caminando entre fusiles, / por una calle larga / Salir al campo frío / aún con estrellas de la madrugada. / Mataron a Federico / cuando la luz asomaba/ El pelotón de verdugos / no osó mirarle a la cara/ Todos cerraron los ojos. / rezaron ¡ ni Dios te salva! / Muerto cayó Federico/ - sangre en la frente y plomo en las entrañas-/ Que fue en Granada el crimen / sabed - ¡pobre Granada! – en su Granada”.

2. El  poeta y la muerte. “ Se le vio caminar solo con Ella / sin miedo a su guadaña / - Ya el sol en torre y torre, los martillos / en yunque – yunque y yunque de las fraguas. / Hablaba Federico / requebrando a la muerte. Ella escuchaba / Porque ayer en mi verso, compañera / sonaba el golpe de tus secas palmas / y diste el hielo a mi cantar, y el filo / a mi tragedia de tu hoz de plata / te cantaré la carne que no tienes / los ojos que te faltan / tus cabellos que el viento sacudía / los rojos labios donde te besaban… / Hoy como ayer, gitana, muerte mía, / qué bien contigo a solas, / por estos aires de Granada, mi Granada”.

3 “Se le vio caminar…./ Labrad, amigos, / de piedra y sueño en el Alhambra / un túmulo al poeta; / sobre una fuente donde llore el agua, / y eternamente diga: / el crimen fue en Granada, ¡ en su Granada!”.

Imposible decir más con menos ni ser más sentido. Nadie me quitará nunca los buenos ratos que pasé leyendo frenéticamente a nuestros dos poetas cuando tenía catorce, quince años, robando horas al sueño. Era la época de El loco de la colina, que escuchábamos con Bernardo Luis Miguel y yo en la terraza de Cabo de Palos, pese a la hora

. En el bolsillo de su chaqueta, al morir, encontraron estos dos versos: “Estos días azules / y este sol de la infancia”. El poeta, moribundo, claro, se acordaba de su niñez, de sus días azules en Sevilla, en ese huerto claro donde maduraba el limonero y olía a azahar. Es lo que plantea Welles en Ciudadano Kane, Rosebud, el trineo de su niñez.

Pues sí, me quedaron tantas conversaciones con él en el magín. El verano anterior había estado leyendo los diarios de Azaña, que compré en Espartaco en dos tomos de la vieja editorial crítica de tapas amarillas y que no me gustaron. Un poco antes leí otro libro de don Manuel, unos artículos que publicó en Francia ya muy enfermo, titulado “causas de la guerra de España”, en crítica también. Ese libro sí que me gustó, y mucho. Desde entonces tengo la costumbre de leer sobre nuestra guerra, nuestro drama colectivo, nuestra gran aportación a la historia universal. Es más, cuando me encuentro mal, estoy algo deprimido, o desmotivado, bajo de moral, curioseo y compro alguna novedad sobre el asunto, y la leo y quedo reconfortado.

La política de Negrín de resistir siempre me pareció un acierto. Hay que tener en cuenta que para la desproporción entre los dos ejércitos, el legítimo, mal organizado en su mayoría y pobremente armado, y el nacional, bien armado por Hitler y Mussolini y disciplinado, el haber aguantado tres años fue un milagro sólo atribuible al tesón de algunos mandos y a la ilusión, aunque parezca raro decir esto, que tenían muchos de los miembros de la tropa. La batalla del Ebro también creo que estuvo bien planteada, era la única forma de entretener a Franco y que no entrara a saco, primero en Valencia y seguido en Barcelona. Negrín y Rojo lograron ganar un tiempo precioso, aunque con un altísimo coste en vidas, y que después de todo sirvió para bien poco.

Bueno, aguantaron y quedó prácticamente sin moverse el ejército Centro-Sur, donde supongo que estuvo Bernardo esperando destino, pues no estuvo ni en la batalla del Ebro ni en la de Cataluña. Ese ejército desmovilizado, lo sabemos ahora, estuvo en buena parte conspirando con Casado. Cayó Cataluña, y Casado y Besteiro, con Carrillo padre, dieron su golpe en lo que sería una guerra civil dentro de una guerra civil. Cartagena fue uno de los principales puntos del golpe, junto con Madrid. No me voy a extender, pero las tropas leales hundieron el destructor franquista Castillo Olite y hubo, al igual que en Madrid, una lucha a muerte entre los leales comunistas con algunos socialistas contra los sedicentes anarquistas, socialistas y republicanos. Ignoro si Bernardo estaba ya en Cartagena o siguió en otra zona del centro-sur, el caso es que poco después volvió a su pueblo, La Unión, donde un compañero de colegio lo denunció. El golpe llevó a Negrín y lo que quedaba de su gobierno, que estaba en Elda, a huir definitivamente. La guerra estaba perdida, ahora vendría la huida, de los que pudieron, como Andrés Conesa, que estuvo un tiempo preso en Argelés, o los que se tiraban al mar en el puerto de Alicante, y las decenas de miles de valientes fusilados por el general Franco.


Bernardo contaba siempre que había salvado dos vidas .La de un hombre que se estaba ahogando en la playa de Tetuán y al que tuvo que dar un puñetazo para dejarlo inconsciente y llevarlo a la orilla, y la del obispo de Teruel, en el frente, al que querían fusilar y él dio la orden a sus hombres de que lo subieran a un camión y lo depositaran en la frontera francesa. Líster da noticia en sus memorias de algo así, no exactamente. Y sí, la vida de Bernardo tocaba a su fin. Se dormía, apenas se quitaba el oxígeno para hablar, iba a la cama, le costaba dormir, le costaba ducharse, se nos iba, se nos iba para siempre, como nos tenemos que ir todos, estamos invitados a una fiesta que es demasiado corta y llena de guijarros, y en vez de aprovecharla nos ponemos más piedras, nos empeñamos, como dice Gil de Biedma, en ser peores que nosotros mismos.

Yo había vivido un amor imposible, un amor no correspondido que me dejó marcado de por vida, con una chica de mi pueblo, con alguien excepcional que pese a no corresponderme jamás me rechazó, y le estaré eternamente agradecido. La película Memorias de África había puesto de moda a Isak Dinesen y mamá compró un ejemplar de Cuentos de invierno, en la colección Alfaguara de tapas azules. Yo escribí unos versos de Cernuda en la portada para regalárselo a mi diosa: “Sálvame o condéname / mi destino está en tus manos / pero así no me dejes / estar vivo y perderte”. Cernuda, el poeta de moda entonces, junto con Pessoa y Luis Antonio de Villena, entre las chicas cultas hacían furor. Lo medité largamente antes de entregarle ese libro, me estaba poniendo francamente pesado con mis requiebros. Al final no se lo di e hice lo correcto. Hace mucho que no la veo, más de veinte años, pero todos los recuerdos que guardo de ella son entrañables, me gustaría que fuera recíproco.

El libro favorito de Bernardo era El hombrecillo de los gansos, de Wasserman, que compré e intenté leer pero no me gustó y no lo terminé, y cuando dejo un libro a medias es realmente porque no me gusta, no sé. Un verano de hace mucho tiempo me encontré tomando una copa con un amigo de la adolescencia y fuimos un rato a casa a charlar de los viejos tiempos. Estaba haciendo la mili y me comentó muy serio que estaba pensando en coger el cetme y pegarse un tiro, que su abuelo, que se llamaba igual que él, se había suicidado. No supe qué decirle, pero me acordé de que tenía allí el ejemplar de El hombrecillo de los gansos que era de mi abuelo, el que él había leído, se lo conté y se lo regalé, espero que le sirviera. Hasta donde sé, se encuentra bien.

Nunca le pregunté qué prensa leía durante los años de la República, pero conociéndole, supongo que El Sol, lo más parecido a ese tan querido El País para él, que leyó desde que salió hasta que cayó muy enfermo. Mamá tiene otras fotos de ellos en el cuarto de estar. Él está con una camisa de rayas azules y blancas de manga corta, que recuerdo, moreno y con buen aspecto, desde luego era verano y para ser ya de sus últimos años se le ve bien, con esa expresión de nobleza que tenía y esos ojos azules tan brillantes que ha heredado sobre todo Luis Miguel. Ella está en una foto de estudio, muy joven, apenas treinta, tan bella, quizá poco después de que quisieran llevársela para trabajar en el cine.

Mamá compró ese libro de poemas de Borges prácticamente póstumo, Los conjurados, pues salió a la venta allá por las fechas de su muerte. Hace siglos que no lo leo, aunque lo tengo por ahí, y el poema que abre el libro, Cristo en la cruz, puedo asegurar que es igual de conmovedor para un creyente que para cualquier faceta de descreído, como es mi caso, que ni siquiera me molesto en pensar lo que soy, para qué, nos damos mucha importancia, lo mejor es la ataraxia, hay que leer a Marco Aurelio…”de mi abuelo Vero, la virtud”.

La cita, de memoria, no es exacta, sino: “De mi abuelo Vero, el carácter bondadoso y la impasibilidad. De la reputación y recuerdo que tengo del que me engendró, la discreción y la virilidad. De mi madre la veneración a los dioses y la liberalidad, el abstenerme no sólo de obrar mal, sino también de caer en semejante pensamiento. Asimismo, la frugalidad en el régimen de vida y el mantenerme lejos de la vida de los ricos”. Así comienza este maravilloso libro, las meditaciones de Marco Aurelio, escritas en griego en plena campaña contra los partos y los marcomanos. Me fascina el mundo antiguo, y me fascinan los Antoninos, emperadores y filósofos, pero todo según nos he llegado a través de la Yourcennar y gente así, seguro que no fueron más que unos asesinos, como todos los gobernantes de la edad antigua, moderna y contemporánea. Si hoy lo son mucho menos es porque no los dejamos, porque nos hemos dotado de Instituciones que lo impiden.

Mientras Bernardo agonizaba vi una entrevista en la tele a un anciano Tarradellas, que también aparentaba estar muriéndose, como efectivamente sucedió poco después. Compré La Vanguardia, que venía con muchas páginas y el titular de “Ha muerto el president”.

Vengo de la Calle Alcocer. He paseado por la pinada en dirección al chorrillo, he pasado por la maquinita de Levante. He visto, claro, la casa de la abuela. Las casas de Ginés y demás vecinos de enfrente no existen ya. Luego he ido al café mayor. En general, el pueblo está triste, empobrecido, sin vida, o al menos eso me ha parecido. Hace treinta años no era así, no es el recuerdo que guardo.

Al final en el verano del 88 Bernardo se pone muy mal y lo llevan al hospital, donde agoniza. El cura se acerca a hablar con él, a darle la extremaunción. Él le dice que está encantado de charlar y agradece la visita pero que de óleos  (gori gori los llamaba) nada. La noticia corre por el hospital. Voy a verlo, me dice que no esté triste. Tiene convulsiones, y muere, es el final, su final, como el que nos ha de llegar a todos. Luis Miguel está en Canadá haciendo un curso de verano con el primo colgati. A la vuelta vamos a recogerlo y en el coche mamá le dice que tenemos que darle una mala noticia. No dice nada, llora.

Este ha sido el intento de contar la vida de mi abuelo y, por extensión, la mía. Mi abuela Maruja lo sobrevivió 11 años, murió en el otoño del 99, en Jaén, adonde había ido a que le vieran la hernia de hiato, que le molestaba mucho. Al ir a subirse al ascensor cayó muerta. 

El resto de los miembros de la familia estamos vivos, la vida nos va tratando medio bien. Van pasando los años, vamos envejeciendo, entre alegrías, tristezas, problemas, sinsabores, cosas buenas, como en todas las familias. Ya decía Tolstoi que todas las familias felices se parecen y las infelices lo son cada una a su manera. En mi familia hemos sido bastante felices, pese a los muy malos ratos que nos ha deparado la vida, pero los peores están por venir.





 








DUBLINESES
















Corre el año 88, más bien termina. Estás en el cineclub del Instituto donde hiciste COU. Dublineses. Los dos acaban de morir atados a una bombona de oxígeno. Estás triste, hace frío. En ese cine te pusieron Marat Sade. Sólo han pasado tres años, mas te resulta toda una vida. Anjelica Huston llora la muerte de su amigo mientras nieva sobre Dublín, nieva sobre los vivos y los muertos  Aún no has leído Ulises pero sí Dublineses y el retrato. Puede que Joyce plagiara, pero lo que no es traducción es plagio.

Las lágrimas de Anjelica son sinceras, son por su padre, ese bon vivant, ese gigante guapo con chispazos de genio. 

-¿Le importa si fumo como una chimenea? Mi padre acaba de morir de un enfisema, pero necesito fumar.

Creo recordar que la entrevista se la hizo Rosa Montero pero no estoy seguro, se me borran los recuerdos, ha pasado mucho tiempo, recuerdo demasiadas cosas, me gustaría tener menos memoria, ser feliz.

Todos morimos, 76 años era una edad respetable entonces. Una agonía terrible, eso fue lo peor, de Febrero a Julio, un día tras otro, con sus tardes, sus noches, sus madrugadas. Le llegó su uniforme de militar, su paga. Teniente, de academia. Uno, dos y a Teruel, batería de cañones. Pero nadie muere del  todo, nuestros muertos habitan en nuestra memoria, guardamos sus fotos en el cuarto de estar, en la mesilla de noche. A veces seguimos viviendo en su casa, haciendo lo mismo que cuando estaban entre nosotros, pisamos por donde pisaban ellos, desayunamos en el mismo bar, la vida sigue, el mundo seguirá girando hasta el fin de los tiempos.

Anjelica vive sin su padre hace ya treinta años y seguramente sigue fumando y va envejeciendo y ya no es tan extraordinariamente bella como cuando hizo dublineses o el honor de los Prizzi y puede que guarde fotos y llore desconsolada en la cena de nochebuena o en una tarde de otoño, cuando las calles están llenas de gente que compra y pasea y se dirige a alguna parte y recuerda algún viejo amor como hace ella en la inmortal cinta de John Huston.

Hace frío en este salón de actos, te pones el chaquetón mientras en la pantalla nieva y estás paralizado por la angustia. Cerca de ti hay un tipo que estudia filosofía, tiene un muñón y escribe, te lo encuentras en todo tipo de eventos culturales desde hace treinta años, observas cuando lo ves ahora que apenas ha cambiado, no está gordo ni tiene un andar torpe, frecuenta tertulias al aire libre con los pocos intelectuales, ya ancianos, que quedan en tu ciudad.

Has estado en París sin apenas chapurrear francés, nada, ni una palabra, un taxista de color muy simpático se empeña en que pronuncies correctamente Rue Rennes y no te deja bajar hasta que piensa que lo has logrado.

“Para enterrar a los muertos/cualquiera sirve, cualquiera/menos un sepulturero”, le espetas a Tere cuando el ataúd termina de caer a tierra. Te acuerdas de toda la escena del entierro de la condesa descalza, una de las últimas pelis que viste con él antes de morir. Bogart llora a Ava Gardner en medio de una copiosa lluvia. Se aproxima el verano del 36, la primavera viene siendo revuelta, mucho, todo es un caos: Falange, CEDA, PCE, PSOE. CNT, hay disparos, asesinatos, la gente tiene miedo a salir de casa, hay ruido de sables. Azaña está paralizado por el miedo y se dedica a escribir en su diario de tapas rojas. Los militares están a punto de alzarse. El futuro teniente Bernardo trabaja como contable, tiene un buen puesto, pasea, toma café, vive con preocupación los sucesos del país, va al cine, lee los periódicos, la vida sigue.

Pasionaria lanza incendiarios discursos. Mientras, en un cementerio italiano plagado de estatuas de mármol Boggie llora a la bella María Vargas, musa luego de Huston, “nada de Ava”, se quejaría el gran mujeriego, una que no cayó en sus redes. No, nadie muere del todo, ni Ava ni el teniente Campillo, todos viven en el recuerdo de alguien. Dolores advierte a Calvo Sotelo, el teniente Castillo es asesinado, unos guardias de asalto sacan de noche de su cama al prócer advertido por Pasionaria y se lo cargan en libreta. Los rebeldes lo tienen a huevo. El 17 de Julio la guarnición de Melilla se subleva. Pocas horas después sigue la asonada en Canarias y luego en todo el país.

Federico, asustado, se va a Granada. Cae un gobierno tras otro, hasta llegar a Largo Caballero, el famoso y temido Lenin español. Madrid es asediada, se combate a muerte en la ciudad universitaria. Bernardo toma café con su amigo Andrés, un prometedor estudiante de derecho. Ambos simpatizan con Azaña, con su Izquierda Republicana. Leen El Sol, son dos burgueses de provincias inquietos. El financiero Juan March, justamente encarcelado por los jueces de la República ha dado dinero para financiar el golpe. El dragon rapide traslada a Franco a Canarias, el golpe se extiende por todo el país el 18 de Julio: la guerra civil española ha comenzado.

Fue el preludio, el campo de pruebas para el conflicto mundial que se avecinará justo tres años después a la vez que un mito romántico para jóvenes e intelectuales de todo el mundo, que se dirigieron a nuestro pobre pueblo para luchar en el frente o recabar información para los principales periódicos y radios de Occidente. Durante tres años, España será el centro del mundo, por primera y, espero, última vez en su historia.

La noticia de la sublevación pilla a Bernardo y Andrés preparando las vacaciones. Saben que van a ser movilizados, están en la edad ideal para el combate.

-¿Qué hacemos? Tendremos que alistarnos, dice Andrés.

-Deberíamos intentar entrar a la academia, saldríamos de oficiales, con mejor destino y mayores posibilidades de salir con vida, contesta Bernardo.

Está siendo un verano muy caluroso en esta zona del sureste, bueno, en todo el país, pero hay una gran efervescencia: aquí el golpe ha fracasado, es zona obrera, minera y la gente se alista entusiasmada, o al menos esa impresión dan muchos, luego el miedo va por cada uno.

El golpe ha triunfado en la mitad del país, sobre todo en Castilla y parte de Andalucía, donde Queipo de Llano con sus moros siembra un terror brutal que tardará decenios en olvidarse, pobre Sevilla. Mientras Bernardo y Andrés se preparan para ingresar en la academia se suceden los presidentes del consejo de ministros a velocidad de vértigo: Casares Quiroga, Martínez Barrio, Giral y poco después Largo Caballero, en recientes palabras de Paul Preston, el peor presidente del gobierno de la historia de España.

El golpe se venía fraguando desde el 14 de abril del 31, pero el triunfo del Frente Popular lo precipitó todo: Mola, Goded, Cabanellas, todos se significan, todos menos Franco, que permanecerá agazapado con su habitual tacticismo hasta estar seguro de que el dragon rapide va a trasladarlo desde Canarias, el destino que le preparó el ingenuo Azaña, hasta Marruecos, desde donde dirige todo y pasa en breve a convertirse en generalísimo el primero de octubre, cargo que ostentará, como es sabido, hasta el día de su muerte.

Madrid es atrozmente asediado por los rebeldes. Al igual que en Cartagena, que en todas las zonas que no han caído, la defensa de la legalidad es clara. Pasionaria asegura que la capital será la tumba del fascismo; parece que, junto con el no menos famoso “No pasarán” serán dos frases que den la vuelta al mundo. Las democracias occidentales, con Inglaterra y Francia a la cabeza, dejan al gobierno legítimo a su suerte en un gesto cobarde que en breve el mundo entero pagará con un baño de sangre sin precedentes en los Anales.

Se suceden los combates en la ciudad universitaria. Líster, un comunista de orígenes humildes, se va a convertir en el héroe del Quinto Regimiento, crucial durante toda la contienda en defensa de la legalidad republicana. La represión y los asesinatos se suceden sin medida en la retaguardia de ambos bandos, pero con mucha mayor sinrazón y cobardía por parte de los rebeldes.

Hace mucho calor en esta pequeña ciudad del sureste. Bernardo y Andrés salen los domingos a pasear y tomar una horchata, hay unas horas de permiso. Andrés es muy joven, demasiado para tener novia, escribe casi  a diario a sus padres y por las noches, a ratos perdidos lee a Kant y a Schopenhauer, lecturas recomendadas por sus primos, que estudian filosofía en la Universidad Central a la vez que celosamente combaten con valentía para defender la capital. Ambos han sido alumnos de Besteiro, hombre decente espantado ante tanta barbarie, que sigue de concejal en el ayuntamiento de Madrid, en cuyas propias oficinas hace su vida e incluso duerme.

-Han fusilado a Goded en Montjuich, dice Andrés.

-¿Cómo lo sabes? La censura es aquí igual o peor que en el bando nacional.

-Me lo ha dicho el capitán Contreras, un buen tipo.

-Esto va para largo, tenemos que esforzarnos para salir de aquí con un buen destino. Va en ello nuestra supervivencia.

Sí, el verano del 36 transcurre caluroso y agitado en la península ibérica y por descontado en Ceuta, Melilla y los archipiélagos.

Pero en la madrugada del 19 de agosto se produce el que quizás sea el hecho más luctuoso e injusto de la guerra: Federico García Lorca es asesinado en Alfacar junto a un maestro y dos banderilleros y yace desde entonces en alguna fosa común si no es que alguien lo desenterró y dios sabe dónde se llevó su cuerpo, su cuerpo de Apolo virginal. Todo el mundo civilizado está conmovido, Federico era el español más ilustre de esa España maldita. Sus amigos le dedican elegías muy emotivas, desde la cerebral de Cernuda a la más emotiva de Miguel Hernández o la muy dura de Aleixandre. De adolescente tenía una foto de Federico colgada en la pared de su habitación mi hermano Daniel, un póster comprado en algún puesto donde venía el poema quiero dormir un rato, un rato/ un minuto, un siglo/pero que todos sepan que no  he muerto / que hay un establo de oro en mis labios / que soy el pequeño amigo del viento del oeste/ que soy la sombra inmensa de mis lágrimas” Esas sombras y esas lágrimas de Federico me acompañaban todas las noches de mi primera adolescencia cuando, insomne y angustiado, me asomaba de madrugada al cuarto de mis hermanos para contemplar su plácido sueño, ese sueño a que mí me era negado. Quiero dormir un rato,  dormir ahora mismo,  antes de que el alba se cierna sobre la ciudad y los barrenderos y basureros se dirijan a su casa a cerrar los ojos y descansar, algo que a mí se me niega a menudo desde hace mucho. Esas largas colas de Federico que se mueven en el espejo verde son mis propias pesadillas, mi vida está ligada a su poesía, su teatro, a ese retrato que durante algunos años colgó del cuarto de mi hermano.

Andrés y Bernardo se enteran de la muerte de Federico dos o tres días después de acaecida ésta. Eran grandes admiradores suyos, leían su poesía, veían su teatro representado. Pero hay mucho que hacer en la academia. Se levantan a las seis de la mañana y hacen ejercicio, comen algo ligero y tienen clase hasta la hora del almuerzo. Luego, un rato libre para el café y a estudiar hasta la hora de ir a la cama. Ambos fuman tabaco americano que les consigue el capitán Contreras con el dinero que envía el padre de Andrés, abogado de prestigio.

-Pobre Federico, lo han matado como a un perro.

-Estaba en la flor de la vida. Tenía todas las papeletas, pobre.

Por otra parte, se suceden las ejecuciones en la Modelo, para lo que se usa a trabajadores, pero estas noticias no llegan a casi nadie, apenas a sus familiares.

En la ciudad universitaria se recrudecen los combates a cara de perro. Todos echan una mano, está en juego Madrid y con ella la República. El 19 de noviembre, en una escaramuza, Durruti es herido de gravedad. Le trasladan al Ritz, el hospital de sangre, donde tras una terrible agonía muere la madrugada del 20.

Muere el líder de los anarquistas, el héroe del  pueblo, un hombre tan discutido como admirado, un camarada. Su entierro es multitudinario, todo un acontecimiento: otro mártir, otra víctima de la locura y la sinrazón, un hombre de origen humilde que entregó su vida al servicio de la utopía libertaria y encontró la muerte defendiendo Madrid de las acometidas fascistas. Unos días antes, Miaja había creado la Junta para la defensa de Madrid. Ya están por todas partes los chicos y chicas de las Brigadas Internacionales, que vinieron a luchar en la que seguramente fue la guerra más romántica de la Historia, si es que tal cosa se puede decir.

-¿A quién votaste en Febrero?, pregunta Bernardo.

-A izquierda republicana. Fue la primera vez que voté y no lo hice por el PSOE, nunca me gustó Zafra, es un exaltado, un largocaballerista que ha hecho mucho daño a la República.

-Yo también voté a izquierda republicana y coincido contigo en lo de Zafra. Jodió todo lo que pudo en el Ayuntamiento y no paró hasta ser alcalde. Se dedicó entonces a enchufar a todos sus amigos al tiempo que lanzaba proclamas revolucionarias. Dios sabe lo que estará haciendo ahora.

La situación en Cartagena durante la República fue bastante más tranquila que en la media del país. No se quemó una sola iglesia y apenas hubo desórdenes. Era una ciudad eminentemente socialista, el partido más votado en todas las elecciones fue el PSOE. En las de febrero arrasaron. Zafra fue un hombre muy dañino, autodidacta y activista desde el principio, luego se hizo abogado y participó activamente en la política municipal, donde aparte de radical fue venal y nada honesto. En las elecciones de febrero del 36 fue elegido diputado, la sublevación le pilló en Madrid, ascendió a oficial y murió, eso también se debe señalar, heroicamente en combate.

La oficialidad aquí era básicamente republicana y progresista. El 18 de Julio permanecieron leales casi todos. Giral hizo una purga de gente de la que conocía sus reticencias. Sólo se sublevó el arsenal y pronto fueron reducidos y tuvieron triste final.

Cuando alguien muere quedan sus cosas: su casa, sus pertenencias. Ese caluroso verano del 88 me lo pasé ordenando tus libros, tus cosas, muchos de austral, Ortega, Baroja, Unamuno. Tenía un canario que murió poco después que tú. Hacía un calor tremendo y yo ordenaba libros y documentos y te lloraba, como aún te lloro, como lloro a tanta gente y lo peor, la que me queda por llorar.

Hoy he soñado que huía del ejército franquista junto con Carrillo y Líster rumbo a Francia. Estábamos en casa de una camarada, Franco nos pisaba los talones. Santiago fumaba sin parar, yo me duchaba en un patio y Líster zozobraba. Yo me empeñaba en salvar algunos libros, en llevármelos al exilio.  Al otro lado de la frontera, la Francia ocupada, a otra guerra en la que Líster participó, Carrillo ya no, tuvo bastante. Franqueado por dos viejos comunistas, dos camaradas, de los que Líster siempre me pareció el más honesto, el más valiente. A ti en cambio fue a hacerte una “visita” y te dejó una pésima impresión. Machado le dedicó un poema, nadie se libró de tomar partido. Muy pocos fueron limpios, quizá Machado y Miguel Hernández, Aleixandre, que ya estaba muy enfermo. A Federico no le dieron tiempo, “quiero dormir un rato….”,

Mi encuentro con la literatura fue durante mi temprana niñez, en un viaje a Granada en el año 1977 .Estando allí con mis padres y hermanos le concedieron el premio Nobel de literatura a Aleixandre, el resistente el representante del exilio interior. A la mañana siguiente las paredes de toda la ciudad aparecieron llenas de pintadas con sus poemas. Era una época de efervescencia y la Academia sueca quiso así homenajear y reconocer a la generación del 27 en su quincuagésimo aniversario con el país en el comienzo de su reencuentro con la libertad. Mamá compró entonces el primer tomo de sus poesías completas que abarca hasta 1967. Me paro a menudo en el poema que abre “Nuevos retratos y dedicatorias 3””, concretamente en “El enterrado, a Federico”  Supongo que este poema estaba en aquellas paredes de las calles granadinas, en aquel lejano año del despertar, tras 41 del estallido y la guerra y su cobarde asesinato:

“¿Lloras? ¿cantas? ¿o vives, solo vives sin llanto/ hombre de luz extinta que reposado aguardas/sabio de ti y del mundo, bajo la tierra leve……/….. ¡Ah, ciegos hombres que banales marcháis/ pisando un pecho. ¡Ah ciegos delirantes que un día/ cegasteis una vida poderosa”:

Acabo de ver “Duelo silencioso” de Kurosawa, puro arte y ensayo, como en mi adolescencia en el cine club de la Facultad, donde vi Rashomon y el Perro rabioso. Tú aún vivías, aunque te quedaban sólo un par de años de estar entre los vivos, o unos meses según transcurría el tiempo. Para todos pasa y a todos nos espera el mismo final, la muerte es muy democrática. Pero los muertos abonáis nuestra memoria, las familias se alimentan de los recuerdos de los que se han ido y no sólo en Nochebuena; estáis en todas partes, una vajilla heredada, la forma de cocinar, un sofá, un gesto, las miradas. En este país hay muchos cadáveres de gente que luchó en tu bando dispersos por las cunetas y si lo dices buscas revancha o eres un pelma, un nostálgico, un trasnochado. Los vencedores enterraron con honores a los suyos, se hizo incluso una ley de amnistía pro domo sua para ellos, digan lo que digan, pero muchos queremos dejar testimonio de los que luchasteis por un país mejor sin mensajes ni revanchismos, simplemente por el respeto que merecen los que ya no están con nosotros y eran buenos y justos y no hay por qué enterrar la memoria de un pasado que está ahí y debería guiarnos, como nos guiasteis durante los setenta y los ochenta, ayudando a llevar por fin el país por la senda de la paz y la libertad. Hoy en muchos hogares la gente duerme con las fotos de sus padres, víctimas de la represión y la miseria moral de la posguerra en la mesita de noche y la familia se sienta a comer los domingos y el recuerdo sobrevuela todo el rato, quizá hasta se coma con esa vajilla comprada en los cuarenta a algún buhonero, en algún baratillo, traída incluso de Francia o el Norte de África, sí, el exilio, aunque hoy dé no sé qué cosa decirlo, como si nos diera vergüenza haber perdido pero tener razón.



 La madre habla a los hijos y nietos de sus recuerdos, de la bondad de los abuelos, y se emociona y llora. Esas presencias son muy fuertes y en muchos casos marcan el rumbo de todos. Los muertos marcan el camino a seguir, se aparecen en los sueños, muchas veces tenemos la sensación de que nos protegen, nos guían. Entre Teruel y yo hay un cordón umbilical que no quiero cortar. Y esta noche, mientras la gente duerma, yo veré una peli de Kurosawa y me acordaré de ti de nuevo.

Por alguna parte, en casa de L tengo el Quijote que me regalaste. Cátedra, Letras Hispánicas, tapas negras, anotado por John Jay Allen. Lo he leído un par de veces, la primera durante una larga estancia en Inglaterra, cuando tú ya no estabas entre nosotros. Dejaste una familia disfuncional, pero, ¿cuál no lo es?, llena de extravagancias, originalidades, pero buenas personas. Mientras tú y ella vivíais hicisteis de argamasa, hoy me toca a mí ejercer ese papel. Me gustaría ver el monte Dersa, creo que hoy hay edificios recientes. Vi vuestro chalet, a sus pies, abajo. Mamá se acercó a la verja de entrada y se echó a llorar. No pasa día en que no os eche de menos y todas las Nochebuenas llora al nombraros. Ahora la muerte parece haberse desacralizado un tanto, incluso en un país tan católico como este. Acudo a velatorios de padres y madres de amistades de toda la vida y están muy enteros todos, nadie o casi nadie llora, son normalmente personas de ochenta y muchos años y la vida sigue, hay que trabajar, pagar facturas, colegios, universidad. Nosotros somos demasiado temperamentales, exagerados incluso. Pero eso no quita para que nada ni nadie, por supuesto no yo, pueda llenar vuestro vacío. No he vuelto a releer ese Quijote, me compré otro el año del centenario, barato pero mejor, papel biblia, letra grande. Nadie lo lee ya, al menos en la tierra de don Miguel, no como en aquellos lejanos ochenta, cuando no pasaba semana sin que me trajeras algún libro. “Eres un intelectual”, me espetaste en uno de tus últimos momentos de lucidez, como un “No quiero verte triste”. En el 87 fuimos a Ceuta a la boda, a Tetuán luego, donde unos niños harapientos nos fueron rodeando, a nosotros, varios adultos, y nos terminaron por atracar y quedamos con unos miles de pesetas de menos y mucho miedo. Nos alojamos en un hotel grande, lujoso. Quiero volver al monte Dersa antes de morir, quizá cuando acabe de escribir esto.

Ejercer el vampirismo ha sido una constante en mi vida, quizá de ahí mi temprano amor por las películas de terror, que veía de muy niño con mis hermanos en La Unión al poco de morir Franco, supongo que al albur de la apertura, pues había sexo y sangre en abundancia, eran las coproducciones de La Hammer.

            Recuerdo miedo muy pronto, ir de noche, más bien de madrugada, a mirar dormir a mis hermanos, pensando en una pronta muerte de todos, angustiado, con taquicardia. Les chupaba la sangre. Luego comía lo que cocinaban las mujeres de la familia y contigo, sorbiendo tus experiencias, tus conocimientos, lo que supongo me permite en mi vida adulta sobrevivir y tener equilibrio. Pero, contra lo que pudiera parecer, nunca he dejado el cuerpo muerto sino, muy al contrario, vivo instalado desde siempre en bastantes rigideces; me esfuerzo de manera sobrehumana en lo que me gusta y, algo menos, en lo que detesto y debo decir que no me entusiasma la gente pusilánime por mucho que esté rodeado de ella y nos conllevemos.


            Además, vivo de noche, como la criatura de Bram Stoker y me crezco sobre los demás, cuando voy a terapia o leo o estoy en una reunión social o en el cine o en un concierto, todo lo absorbo como una esponja y me apropio de lo ajeno para alimento propio; pero, ¿no hacemos esos todos?¿no nos erigimos sobre los que ya no están, no ocupamos el lugar de otros, vivos o muertos para señorear la tierra, no tiene que haber hambre en África para que los occidentales tengamos de todo?. Para que uno viva bien ha de explotar a los demás, en eso se basa cualquier sociedad, cualquier sistema. This is a consumation. I should be glad of another death.

Ha muerto Bertoluci y hoy hemos tenido comida familiar con invitados y alguno ha hablado del monte Dersa. Me persiguen fantasmas, como a todos. Fue en el 87, no recuerdo el mes cuando fuimos los tres a ver “El último emperador”. Me conmovió, papá me dijo que le había gustado mucho, aunque no vino a verla con nosotros. Una historia, la de Pu Yi que es la de cualquiera: comienza de niño-emperador y termina de anciano-jardinero, toda una metáfora de la vida, de nuestros sueños no alcanzados, de las quimeras, la infelicidad, la desdicha que nos persigue con saña.



            Bertolucci, que engordó a la sombra del PCI (al que retrató magistralmente en Novecento, su mejor cinta) logró convencer a sus correligionarios chinos para rodar en la ciudad prohibida. Y para mi gusto que




lo rodado entre sus muros encierra lo mejor de la película, sobre todo su relación con el preceptor británico, un gran Peter O’Toole. El infeliz niño Pu Yi, encerrado en su propio palacio, emperador sin corona (antes de morir, en un viaje, a Maurice Pialat un viejo guerrero afgano le dijo que los hombres deberíamos ser “Des royaumes insoumis”) en manos de unos y otros según soplen los vientos políticos en China. La idea de Bertolucci es buena y la peli me gustó muchísimo, en general gustó mucho y se llevó nueve o diez óscar. Chan Kai Sek, Mao, la guerra civil, la segunda guerra mundial, el triunfo de la revolución, la guerra con Japón, etc. El destronamiento de un emperador que en puridad nunca llegó a serlo, como todos.

La infelicidad de Pu Yi es la de cualquiera, de todos son esos anhelos no alcanzados, esa dicha huidiza que sólo conoce cuando de viejito cuida un jardín. Al salir del cine lanzaste un suspiro hondo: Bernardo. Mientras la ciudad duerme reviso “Prizzi’s honor”. Fui a verla con mamá el año que hacía COU. Al salir me dijo que era la película de un genio en decadencia. El maestro dirige con torpeza esta cinta crepuscular sobre una familia de mafiosos italo americanos que anteponen la familia a todo, al amor, a envejecer con dignidad y compañía. Un año después, moribundo y desde una silla de ruedas rodará una obra maestra. La vida de Huston va muy unida a mi peripecia vital. Anjelica está guapísima en el film, mucho más que Kathleen Turner y desde luego es mejor actriz. Poco después lloraría y fumaría en una entrevista tras la muerte de su padre. Siempre ha tenido unas facciones muy duras, pero era una mujer guapísima.

En el aprendizaje adolescente de mi escritura estuvo muy presente Cernuda. Recuerdo las tardes de verano en las que leía con mamá en voz alta “A un poeta muerto”, de las elegías dedicadas a Federico quizá la que encierra mayor perfección formal, sin desdeñar el sentimiento de pérdida de quien fue más que un amigo.



            El hiato que se abre entre la realidad y el deseo es la clave de la obra del poeta sevillano: el deseo sería el afán de amar y ser feliz y la realidad su triste vida de soledad y exilio:



“Así como en la roca nunca vemos/la clara flor abrirse/Entre un pueblo hosco y duro/No brilla hermosamente/El fresco y alto hornato de la vida”.



Luis Cernuda comienza a escribir Las nubes en su exilio británico, humeantes las balas de una guerra que lo partió en dos, como a todo este sufrido pueblo. Mientras tú pasas frío y quizá hambre en Teruel, un amargo poeta andaluz recibe la noticia de la muerte de un niño vasco enviado por el gobierno Negrín a Inglaterra. Le dedicará uno de sus más hermosos y sentidos poemas, Niño muerto, escrito en Londres en Mayo de 1938 con el primer título de “Elegía a un muchacho vasco muerto en Inglaterra”: El propio pueblo británico no tardará mucho en verse envuelto en otra guerra aún más terrible que la nuestra en la que Inglaterra será devastada entera y que no perdió porque quizá Dios es misericordioso. A Cernuda le afectó mucho la muerte de aquel niño. Recuerdo un bello texto que escribió hace ya tiempo un amigo sobre este poema, y os diría aquello de “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”,

Gerta Pohoryllze, más conocida como Gerda Taro, vino a fotografiar nuestra guerra y entre nosotros halló la muerte. De haber sobrevivido habría tenido que seguir huyendo o bien perecer en los infames campos de la muerte nazi, energúmenos de los que salió huyendo nada más alcanzar éstos el poder. Vino con su a menudo amado y a veces odiado Robert Capa, fueron la pareja de fotoperiodistas más mítica del pasado siglo. Ella era mejor fotógrafa así como más osada. Se hizo famosa en Brunete, uno de los escasos triunfos del ejército popular. En esas fechas estáis aún en la Academia, prontos a partir. Luis Cernuda deambula solo y hambriento por Valencia y Barcelona, también a punto de partir a su definitivo exilio. Las tropas nacionales se rehacen y el ejército popular retrocede. Gerda se sube a la camioneta del mítico general Walter y se cae. Un tanque la destripa y muere a las pocas horas. La vida de Robert dejó de tener sentido y todo fue después una loca peregrinación en busca de emociones y riesgos, hasta caer también él, algo que deseaba. Cernuda, muy cercano a su muerte, en San Francisco, escribe uno de sus más sentidos poemas, 1936: 

            “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros/En 1961 y en ciudad extraña/Más de un cuarto de siglo/Después. Trivial la circunstancia, /Forzado tú a pública lectura, /Por ella con aquel hombre conversaste/Un antiguo soldado/ En la Brigada Lincoln.”.

Las chicas de La Unión leen a Luis Antonio de Villena en Visor. Sublime Solarium, Hymnica, Huir del invierno. A ti te parece un marica decadente. Ahora que eres un viejo te gusta aunque lo sigas encontrando igual de decadente, ya no marica, pues los gais se merecen tu respeto, un respeto que quieres creer siempre les has guardado:



            “Oh, tierra, delicadeza, labios de sueño y láudano. Escúchanos porque somos la muerte y la vida, la vida y los vidrios, la voz del hombre, las grimpolas de la muerte…..

Las vírgenes de Safo recordarán tu nombre, tu pobre y gran tristeza, ese cuerpo de corza fustigada que una noche de estío entre magnolios………”

            Las chicas de La Unión te contagian de su modernidad, a Villena, Pessoa, Kavafis, el new british free cinema. Andas colado por una de ellas, que te dejará una marca indeleble y la incapacidad permanente para volver a querer de esa manera.

            

Paseas por las calles con el abrigo manchado de vino y ceniza de ducados, vas a bares de asunto para quitarte la pátina de provinciano, lees a Byron y a Keats en inglés. Todo el mundo lee a Cernuda y hay amor en el aire y macetas en todos los balcones. La gente se manifiesta contra el ingreso en la OTAN, Mario Onaindía se presenta a las europeas y le votas, ilusionado. Mamá trae un reloj de Moscú, con cadena, plateado, los números en rojo y caracteres cirílicos. Lo tendrá a su lado hasta la hora de su muerte, dándole cuerda como hacía con su reloj de cuco en aquel cuarto de estar lleno de piezas de cerámica donde pasabas las tardes de tu niñez. El reloj lo llevaste a un relojero a reparar



            




y el relojero se jubiló antes de que fueras a recogerlo. ¿Dónde andará? Era el tío de un buen amigo tuyo y habrá muerto hace un siglo, ese reloj comprado en el Moscú de Gorby.




Ya va llegando el calor y para intentar mitigarlo escuchas el opus 131 de Beethoven por el cuarteto Tokyo. Se han cumplido justo 80 años desde que terminó el conflicto, mi guerra, nuestra guerra, “Lucharemos en las playas, lucharemos en las colinas, defenderemos nuestra isla”, son palabras de un héroe antifascista que con los nacionales fue, curiosamente, algo benevolente. El opus 131 fue lo último que escuchó Schubert antes de morir, pidió a sus amigos que se lo tocaran, fue su último deseo. Para que yo lo pueda escuchar ahora se tuvo que verter mucha sangre, demasiada, hubo que transigir después, llegar a muchos acuerdos. Tengo la idea de que mucha gente se cree que lo que disfrutamos hoy es gratis, carecen de memoria, o quieren carecer, zambullirse en una estúpida espiral de consumo y vacuidad. “Time past and time present…”. Eliot teoriza en sus four quartets sobre los  últimos cuartetos del gran sordo, su canto del cisne, epítome de la vida de un hombre que luchó como pocos contra la adversidad para legarnos una de las grandes catedrales del arte.


            Paso por tu calle, por vuestra casa, paso por donde pisabas tú hace más de treinta años con tu andar fatigoso, calzados ambos con las esparteñas que comprábamos en las zapaterías de barrio, esas mismas que ya apenas existen. Vengo de una chusca representación sobre el Molinete justo antes del estallido del conflicto. Hace mucho que no leo a Juan Goytisolo, la última debió ser Makbara, en la que viene como cita el proverbio árabe que me tradujo Jamal: “como el viento en una red”. Se debe referir a las palabras vacías, esas que todo el mundo vierte, que todos vertimos: hablamos continuamente sin decir nada, en un vano intento de paliar nuestra soledad.


            Los hijos del Magreb y de más al sur hacen ahora el trayecto inverso al tuyo, cruzan el estrecho en cayucos huyendo del hambre y la guerra, la miseria, las epidemias, los regímenes corruptos y totalitarios que les hacen imposible una vida digna. Te suena, ¿verdad?


            Sé por mamá que tenías justo la edad que yo tengo ahora cuando regresaste a la península con una mano delante y otra detrás con una esposa y tres hijos menores a comenzar de cero. Yo con esa edad estoy más asentado, puede que en el mejor momento de mi vida, en paz conmigo mismo e incluso ilusionado por vivir un amor que de momento no es más que una esperanza, quizá tan vana como todas.


            En otro orden de cosas, los jueces se oponen a que se saquen los restos del caudillo de su panteón y, no contentos con eso, le otorgan legitimidad a su régimen desde el glorioso primero de octubre del 36 y casi nadie se echa las manos a la cabeza.


            Goytisolo deambula por los suburbios de Almería al tiempo que se enamora de una francesa y proyecta vivir entre París y Marrakech. No tuvo mala vida, igual hasta fue feliz.


Hasta aquí he intentado escribir una novela sobre mi abuelo materno, Bernardo Campillo Castillo, en estos inconexos fragmentos perfilados con el mejor de los propósitos, ignoro con qué fortuna. Pero uno no es un novelista, en todo caso un periodista y ensayista con formación de historiador, y quiero creer, cierta facilidad para redactar. Ahora voy a intentar pergeñar unos recuerdos, en primera persona, de alguien que fue importante en mi vida, en la de toda mi familia. Tenía un carisma especial, amor por la cultura, curiosidad intelectual y una bondad innata que le llevó a un enorme sentido de la justicia y lo hacía entrañable. Ocurre que nació en España en 1911, ya terminando el año, el día de los inocentes y eso le empujó a luchar en nuestra guerra incivil. Luchar en una guerra, o en varias, ha sido una constante en la Historia hasta hace digamos que dos días. Mi generación y la de mis padres, los que hemos nacido ya después más o menos de 1940, hemos vivido muy alejados de esa idea de ser movilizados, ese vivir con el miedo a ir al frente a matar o que te maten. Es la primera vez en la Historia en  la que se disfruta de un período de paz de más de setenta años en pleno corazón de Europa, con las tristes excepciones de la guerra de Yugoslavia en los 90 y el conflicto de Crimea ahora mismo (cuando escribía esto no había empezado aún el horror en Ucrania, espero que acaba pronto, no aprendemos), o sea, los resquicios de la guerra fría, los estertores que ha dejado el bloque comunista. Nos enfrentamos a cambios tecnológicos rapidísimos, a la degradación ecológica del planeta, a desagradables fenómenos  populistas…..pero la guerra a cara de perro en el Occidente postindustrial parece ser cosa del pasado, de los libros de historia, y nuestras vidas transcurren sin demasiados sobresaltos, más allá de los económicos y de salud. Este siglo XXI sin duda debe ser el de la mujer,  lo es desde los años sesenta del siglo XX,  pero hay muchos hombres que esto no lo aceptan y las golpean hasta matarlas o dejarlas lelas. En fin, que esta época nuestra de bienestar y paz también encierra muchos problemas y desafíos, no estamos ante el fin de la Historia.



            Pretendo extenderme un poco en la peripecia vital de mi abuelo, tan unida a la mía. Fue la persona que más influyó en mí, en mi forma de enfrentarme a la vida. Me inculcó desde muy niño el amor por los libros y la justicia, la idea de que ser bueno es importante, lo más importante, que hay que querer y saber perdonar. Con su vida y su horrible muerte iluminó mi vida, y estas líneas, que espero lleguen a buen puerto, por su memoria están dictadas y a él y al resto de mi familia, los Meroño Campillo, van dedicadas.



            Bernardo nació en La Unión, entonces un próspero, dentro de lo que cabe, pueblo minero, el 28 de diciembre de 1911. En el país había habido hacía poco elecciones, en las que salió elegido presidente del consejo de ministros Canalejas, quien sería asesinado poco después y sustituido a su vez brevemente por el conde de Romanones: son los estertores de la España de la Restauración,  por la que ya asomaba, aunque sin el peligro que tantos historiadores de derechas nos quieren hacer ver, el partido socialista. Su padre, Bernardo Campillo Ros, hacía el transporte a las minas de material, entonces con carretas. Su madre, a la que conocí de niño, Elvira Castillo, era ama de casa, una mujer que dio a luz a ocho hijos, todos los cuales llegaron a la edad adulta, e incluso una de ellas, mi tía Carmen, acaba de morir centenaria. Bernardo fue un niño normal, estudioso, bueno tanto en letras como en ciencias, lo que le permitió acabar el bachiller con bastante honra y colocarse como contable en unas oficinas, pues era el mayor y toda ayuda, como sabemos, es poca en un hogar humilde con tantas criaturas. Desconozco bastantes detalles de su juventud, mamá no sabe gran cosa, aunque supongo que su sentido de la justicia y sus orígenes humildes le hicieron entrar en contacto con círculos progresistas y republicanos. Desde luego era hombre de café, cigarrillo y tertulia, y supongo que en estas reuniones coincidió con gentes de inquietudes políticas y sociales, que no eran nada raras en la España de los años 30, en la que vivía algo, creo, ocupado en su trabajo y su familia. El advenimiento de la República, el 14 de Abril de 1931 le sorprendió con apenas 19 años, seguramente más centrado en los bailes y los ligues con las chicas que en los avatares que habrían de llevar al país al peor desastre de su historia.



            La casa de la abuela Elvira la recuerdo perfectamente, fui allí hasta que ella murió, contando yo ya seis o siete años. Era una casa de pueblo espaciosa y solariega, con corrales para gallinas y conejos. La cocina era amplia, allí íbamos muchos domingos a comer, exquisitas viandas cocinadas por ella y mi abuela Maruja, excelente cocinera, como veremos. La Unión fue el pueblo donde viví con mis padres y hermanos hasta el año 1972, cuando comencé la escolarización. Por lo tanto coincidieron esos años de mi infancia con los últimos de Franco, el terrible dictador, del que apenas guardo recuerdo y del que sé por estudios y lecturas. Ese pueblo no estaba nada mal, era bonito, había mucha camaradería entre los vecinos y alegría, pese a  que recuerdo bastante  pobreza, en general, un nivel de vida muy bajo, que se extendía en aquella época de los primeros setenta a todo el país. Había una especie de  oasis en aquel pueblo, cruzando las vías del tren y andando un buen trecho monte arriba. Le llamaban el chorrillo, y era una especie de arroyo que bajaba del monte con agua pura y que no era exactamente un curso natural, sino que lo había hecho un albañil que había estado ingresado en un psiquiátrico y dedicó su tiempo al salir a construir dicho paraje, que exactamente en su propósito era una suerte de altar dedicado a la Virgen. Al hombre lo solía ver cuando iba, vestido sencillamente, con pantalones de tela y zapatillas deportivas, siempre con un perrito pequeño. Realmente, guardo muy buenos recuerdos de La Unión.



            Bernardo y Maruja, cuando volvieron de Tetuán en 1962 se fueron a vivir a Linares, un pueblo de Jaén también con economía derivada de las minas. Allí él era el contable y socio de un lavadero de plomo con sus hermanos. En esa casa pasé algunos de los mejores momentos de mi infancia. Aún la recuerdo como si fuera ayer. Estaba en una calle céntrica al lado de un bar donde la gente comía muchas gambas y dejaba el suelo lleno de las pieles, que se amontonaban y olían y estaba todo muy sucio,  pese a estar riquísimas, que bien las probábamos. Era un bajo, grande, frío en invierno, soleado en verano. Al entrar en el recibidor había un perchero para dejar el sombrero (mi abuelo siempre lo llevó), justo enfrente, la habitación de literas en la que dormía con mis hermanos varones. Andando un poco, el salón, enorme y decorado con cuadros ingleses de caza, con una ventana que daba a la calle. Cuando nacieron mis primos se ponían ahí varias camas para ellos, y era en ese salón donde nos ponían los reyes. Siguiendo desde la habitación estaba el cuarto de estar, donde había porcelanas, una biblioteca, la televisión y un reloj de cuco al que Bernardo daba cuerda todas las noches. Delante la cocina y fuera un patio donde en verano mi abuela ponía una balsa portátil en la que me bañaba con mis hermanos. Volviendo hacia atrás, desde la entrada, había una habitación para mis padres, con muñecas de mi tía Tere, muñecas como de obra de Ibsen. Por último, la habitación de Bernardo y Maruja, con cama de matrimonio, como se estilaba antes.



            Iba a esa casa con mis padres y hermanos durante las vacaciones escolares, en Navidad, Semana Santa y verano. En el camino al abrevadero donde trabajaba Bernardo, tras una senda larga y tortuosa, en alto,  se veían toros y olivos. Ese lugar fue para mí de niño lo más  parecido al paraíso en la tierra.



            En una avenida larga, al lado de casa de los padres de mi tía Maribel estaba Montana, un supermercado que a mí me parecía muy moderno porque tenía queso en lonchas, que apenas se veía entonces en provincias, así como bombones y chocolatinas varias. En la puerta había un caballito al que solíamos subir y que si no recuerdo mal costaba un duro. Recuerdo las procesiones de semana santa, que veía muy cerca de la casa de Bernardo y Maruja. No eran tan espectaculares como las de mi ciudad, pero tenían su gracia y me gustaba verlas. Mi abuelo fumaba ducados, a los que les quitaba el filtro. Cuando vivía en Marruecos fumaba camel sin filtro, algo que he fumado yo antes de dejar el tabaco y que puedo asegurar que era fuerte como un demonio.



            No recuerdo si era en Marzo o Septiembre cuando había feria. Era en el paseo, un sitio algo lejano, un paseo muy largo y agradable que terminaba en una pérgola y adonde llegaban restos de vía férrea. Allí se ponían puestos de churros y chocolate, churros que eran largos, como las ruedas y estaban riquísimos. Había también un cine de verano, en el que recuerdo haber visto ¿Qué me pasa doctor?, película que me resultó mortalmente aburrida y que no he vuelto a ver. Durante la feria de Septiembre o Marzo llegaban enanos toreros, que se subían sobre un toro manso o una vaquilla y hacían todo tipo de piruetas y nos hacían reír y disfrutar a los niños y también a los adultos. Los veranos había unos helados riquísimos, con el sabor de entonces. A mi abuelo le gustaban especialmente los de café y turrón, que devoraba con pasión en las tardes de calor. El tío Luis, con su sempiterno puro y sus muchos kilos de más se dejaba caer por allí y también daba buena cuenta de helados de turrón.



            Coleccionaba cajas de cerillas, meticulosamente, hacía de ello todo un ritual. Las recortaba cuidadosamente, luego abría el álbum y las pegaba con un bote de cola que traía un pincel para extender la cola. Tenía varios álbumes y la operación de cortado y pegado la hacía en su sofá, pegado a la ventana que daba al patio.



            Las navidades en Linares eran entrañables. Como digo, al incorporarse mis primos, a los que llevo unos diez años, se ponían más camas en el salón de los cuadros de caza ingleses, donde yo también dormía a menudo. Unas navidades los reyes nos pusieron un escaléxtrix, entonces una pieza muy  codiciada tanto por niños como por no  tan niños. Mi tío Bernardo lo montó, y estuvimos todas las navidades jugando.



            Recuerdo ver allí la televisión y recuerdo especialmente un pato salvaje de Ibsen en estudio uno, quizá ya con la televisión en color. Era la época, supongo, de los primeros años de la UCD, donde en la televisión pública, la única que había, comenzaban los grandes relatos con aquellas cosas de el aventurero simplicissimus o el barón de Munchaussen. En invierno en aquella casa hacía mucho frío y comíamos castañas asadas y batatas y boniatos. Allá por el año 1973 o 74 se casaron Tere y Pepe y se fueron a vivir a Tahal, entonces un remoto y perdido pueblo de la sierra de Filabres donde él fue destinado como médico de pueblo. Entonces comenzamos a alternar las visitas de Navidad, verano y semana santa a Linares con los viajes a Tahal. Para llegar había que cruzar una cantera y recuerdo que una vez nos perdimos y estuvimos a punto de caer con el coche a un precipicio. En Tahal sí que hacía frío, y en la chimenea asábamos patatas con tocino. Era la casa del médico, muy grande, un bajo, ahí sí que hacía un frío del demonio. Mis tíos no tenían televisión, por lo que cuando queríamos ver algo íbamos a casa del maestro, creo recordar que el único del pueblo que tenía junto con el bar. Allí vimos la famosa final de la copa, no recuerdo si la última del generalísimo, la primera del Rey o algo por el estilo entre el casi siempre campeón Athlétic Club y el Betis, que si no recuerdo mal les mojó la oreja a aquellos vascos prepotentes en un partido épico. Esa alternancia entre dos pueblos tan bellos como remotos, Linares y Tahal, marcó indeleblemente los primeros años de mi existencia.



            Perteneciendo a una familia de perdedores de la guerra civil, la figura del dictador Francisco Franco ha estado muy presente en mi vida pese a contar yo sólo con ocho años cuando murió. Personalmente apenas guardo recuerdos suyos más allá de alguna imagen suya ya muy anciano en la televisión en blanco y negro. Pero mi abuelo y varios de sus hermanos, así como mi tío abuelo paterno Pepe lucharon en la guerra en el bando republicano y probaron luego las cárceles franquistas todos ellos y hablaban bastante del caudillo, lo hicieron durante toda su vida, con más o menos acritud e inquino pero lo hicieron y de eso sí guardo recuerdo. Ignoro hasta qué punto mi abuelo Bernardo le guardaba rencor pero a menudo despotricaba contra él y su régimen lo cual es muy normal teniendo en cuenta hasta qué punto le condicionaron la vida. Hoy los políticos  no tienen tanta influencia en nuestras vidas pero la gente no sabe hasta qué punto eso es una suerte, casi una bendición, muy al contrario, muchos idiotas apoyan y votan a ese  partido de extrema derecha que está hasta en la sopa; no sé realmente quién lo financia pero puedo sospecharlo, Putin, Trump, los iraníes, gente que quiere pescar a río revuelto.



            Recuerdo que poco después de la muerte de Franco, debió ser en las Navidades del 75, en Linares, mamá dijo algo así como: “Bueno, ya está, ha hecho cosas buenas y cosas malas pero está muerto” Ignoro lo que quiso decir en ese momento con que Franco había hecho cosas buenas pero estoy casi seguro de que pronunció esas palabras pues se me quedaron muy grababas en la memoria. Hace unos días que el gobierno ha sacado sus restos del Valle de los Caídos con lo que se acaba con una anomalía histórica y no creo exagerar si digo que por fin entramos de pleno derecho en el club de los países con una democracia consolidada, avanzada.



            Bernardo hablaba mucho de su experiencia de la guerra, sobre todo cuando se hizo mayor, lo que se conocería hoy como “chocheo”, aunque tampoco llegó a hacerse muy anciano. Era casi su tema de conversación favorito durante sus últimos años. Recuerdo que una vez papá le preguntó por qué no creía en Dios, pues se confesaba ateo y le respondió que en la guerra había visto cadáveres amontonados y se dio cuenta entonces de que no hay nada tras la muerte. La noche del golpe de Tejero la pasó pegado a su aparato de radio, sin acostarse. No dijo gran cosa, pero sin duda recordaba aquellas aciagas horas de Julio del 36, las largas vacaciones como las llamó Jaime Camino en su famosa película.



            Recordaba haber recibido la visita en el regimiento que mandaba de Líster y el campesino, de los que no tenía precisamente buena opinión. En cambio, yo no la tengo del todo mala de los héroes del quinto regimiento, aunque en mi caso sólo puedo guiarme por mis estudios y lecturas, y por supuesto, por mis filias, fobias y prejuicios. También me habló de los famosos asesores soviéticos, que iban a enseñarles a manejar aquella artillería de cañones llegada, providencialmente, de la patria de Stalin.



            De mi primer viaja a Inglaterra, realmente la primera vez que salía de España, le traje de Camden una chaqueta de chinchilla que luego heredé yo. Recuerdo que también me compré un sombrero negro, como de detective, que usé poco después como disfraz en el carnaval. Llevaba Bernardo aquella chaqueta humilde, comprada en un baratillo londinense con toda su ilusión, con la buena percha que le quedó tras adelgazar debido a su infarto. Siempre tuvo dignidad y porte. Realmente me sigue conmoviendo en el recuerdo la dignidad de la derrota, la postura ética de los vencidos en la guerra civil, de la mayoría, de casi todos.



            Estas tardes-noche de otoño como la de hoy al ir a coger el autobús y mirar el cielo con nubes me da un pequeño pellizco la ansiedad y me acuerdo de que me pasaba eso cuando de niño también lo esperaba para ir a La Unión. Quizá mi infancia no haya sido tan idílica como quiero creer; lo cierto es que al dirigirme a ese pueblo o estando en él, yendo los domingos por la noche al cine a ver aquellas sesiones dobles de películas de miedo me asaltaba una especie de presentimiento de que algo iba mal, y por supuesto ese pellizco de ansiedad que digo, en general me embargaba una sensación de malestar. Esa casa en la calle Alcocer no era tan feliz para mí, en ella había claroscuros, en contraste con la casa de Linares, que sí quiero recordar que significaba la alegría y el optimismo, el ir a por castañas en invierno, el comer helados en la feria en verano, ir a montana a comprar queso en lonchas o comer gambas en aquel bar de la esquina con el suelo tan sucio. Pero es que nada es blanco o negro y nadie ha tenido una infancia del todo feliz, y esta tarde esperando el autobús he mirado al cielo y me he visto asaltado por recuerdos melancólicos y atenazado por la ansiedad.



            Estoy leyendo Teresa, de Rosa Chacel. Lo tuve en esa colección de bruguera de tapas cartoné de colores pero se lo regalé a Tere. Quizá el progre y liberal Espronceda no se portó bien con Teresa Mancha, al menos es lo que nos plantea Rosa Chacel en su gran obra. Los dos estuvieron en el exilio, donde fueron más o menos felices, pero las cosas se torcieron al volver a la pacata y timorata España. Rosa Chacel misma estuvo poco después en el exilio, pues redactó esta obra durante los últimos años de la República. La recuerdo perfectamente, pues fue de los últimos del exilio en morir, ya muy anciana, casi con cien años. Espronceda y Teresa Mancha se distanciaron y ella acabó, como algunos sabemos, muy mal. Él se muestra muy altivo y desdeñoso en su segundo canto, el famoso canto a Teresa. Por otro lado, le han dado hace unas semanas el Nobel a Peter Handke, compartido con una escritora polaca, este año tocaban dos premios Nobel de literatura al no haberlo el año pasado. Hankde ha estado varias veces en Linares, y allí pergeñó el ensayo sobre el cansancio, que también regalé a Tere, con una larga dedicatoria.



            Hace poco vi a Antonio, el hombre que llevaba la pizzería de la calle Palas, en el bajo de casa de los abuelos. No me reconoció y yo tardé en reconocerle, normal cuando llevamos treinta años sin vernos. Esa pizzería era de Torrevieja, ignoro si sigue allí abierta, en la calle Palas estuvo tres o cuatro años. A Pablo le encantaba. Las pizzas estaban bastante buenas, y las ensaladas, que llevaban un tomate y unos trozos de zanahoria riquísimos. Muchas noches, estando él ya muy mal, cenábamos ahí. Ahora hay una especie de cervecería, diría que no muy frecuentada.



            En esa casa de la calle Palas vi con Tere doctor Zhivago, una noche de invierno, estando yo haciendo, supongo, el bachiller. Y en esa casa Bernardo tuvo una agonía horrible entre febrero y julio de 1988, atado a una bombona de oxígeno, con los pulmones encharcados, sin poder respirar. Poco después, o durante su agonía, no recuerdo, vi en el cineclub que entonces estaba en mi Instituto, el Isaac Peral, Dublineses, de Huston, que acababa de morir de un terrible enfisema y que también estuvo encadenado a una bombona de oxígeno de las de antes.



            No sabemos demasiado de la vida de Teresa Mancha, pero desde luego que Rosa Chacel novela estupendamente su decadencia y caída en desgracia. Ay, el progre Espronceda, el liberal, quizá no lo era tanto, al menos no en su trato hacia ella. “¡Oh Teresa, oh dolor, lágrimas mías/ah, ¿dónde estáis que no corréis a mares?/¿Por qué, por qué como en mejores días/no consoláis vosotras mis pesares?/oh, los que no sabéis las agonías/de un corazón, que penas a millares, /¡ay!desgarraron, y que ya no llora/piedad tened de mi tormento ahora”. Desde luego mejor suerte mereció Teresa Mancha, mejor suerte sin duda también mereció su durante mucho tiempo adorado poeta. Y en esta fría tarde de otoño rememoro aquella lejana noche en la que vi por primera vez a Omar Shariff y Julie Christie sufrir los rigores de la revolución bolchevique.



            Mientras dure la guerra no está  nada mal, es más, es la mejor película sobre la guerra civil que haya visto, aunque no sea exactamente una película sobre la guerra civil. Lo es más bien sobre las dudas de Unamuno, un hombre agónico, durante las primeras semanas del conflicto. De cómo don Miguel pasó de apoyar el golpe, pues lo consideraba un mal menor ante los indudables desórdenes de la República, a enfrentarse a los nacionales, pues entre otras cosas fusilaron a sus dos amigos del alma, la única compañía que le quedaba en su triste vejez. Está bien perfilada la personalidad de Unamuno, hombre inquieto, contradictorio y raro, con un concepto muy extraño y ambivalente de la religión católica, algo que lo marcó profundamente durante toda su vida. Mucho me han impactado sus escritos sobre el asunto, “Del sentimiento trágico de la vida”, “La agonía del cristianismo”o “San Manuel Bueno, Mártir”, libro que tuve que leer en el colegio y que me dejó marcado y acabo de releer y comprobar que es una gran “nivola”, muy unamuniana, que con la información que tenemos hoy, con nuestro modelo de vida, puede resultarnos naïve, pero es un gran libro, que retrata con lupa las zozobras de ese cura rural que ha perdido la fe. El film de Amenábar, fantástico, puede ser una buena oportunidad de que la gente, sobre todo los jóvenes, se acerquen al gran pensador vasco y lo lean, algo que merece mucho la pena.

Este verano he visto la forja de un rebelde a la vez que he leído el tercer tomo de las memorias de Barea. La serie, que me ha sorprendido gratamente, tuvo un enorme presupuesto, la ambientación es buena, y el protagonista, Antonio Valero, borda el papel. Lo mejor, tanto en la serie como en el libro, me ha parecido toda la parte dedicada a la guerra civil. Lo que echaba en cara, creo, Mario Camus a Barea era cierto machismo a la hora de tratar a las mujeres, excepto en el caso de Ilsa, su última compañera, una periodista austriaca de izquierdas y liberada que estuvo con él durante su exilio y hasta su muerte. Lo que muestra la serie es lo dura que fue la vida de nuestros abuelos y bisabuelos, que se vieron envueltos en guerras, la de Marruecos y la civil, dos auténticas carnicerías. Supongo que mi abuelo fue a Madrid durante la guerra, puede que se reuniera con Miaja, y por qué no, que coincidiera con Barea, que estaba al cargo de la censura en el Madrid asediado. Realmente fue heroico el pueblo de Madrid durante el asedio de los nacionales. No cayó en sus manos porque no era su hora. Los combates en la ciudad universitaria fueron a cara de perro, esa ciudad universitaria que había diseñado el profesor Negrín, ese hombre duro que planteó la resistencia a ultranza y que a punto estuvo de conseguir sus propósitos, si no ganar, al menos aguantar hasta que se declarara la guerra en Europa. Qué mal juzgado ha sido Negrín, sobre todo por la herencia del franquismo, aunque también por buena parte de la izquierda, de su propio partido.

España no es una anomalía histórica como gustan de decir tantos historiadores que se quieren hacer los originales. Tuvo una época de esplendor imperial, como Inglaterra o Francia, por ejemplo, luego vino la decadencia, los horrores del siglo XX, a los que no escapó nadie, y desde hace ya unos años la normalidad democrática, con progreso y Estado del bienestar, libertades, justicia social, o sea, lo normal, es más, incluso con más libertades y democracia que muchos de los países que nos rodean. Los años treinta fueron un horror en una Europa castigadísima por la crisis del 29, lo que hizo surgir los fascismos, enfrentadas además las democracias que quedaban también al miedo al bolchevismo. Tras la renuncia aquí del dictador Primo de Rivera, se empezó a fraguar entre élites políticas e intelectuales el llamado Pacto de San Sebastián, para traer una República. Formaron parte de él gentes como Maura, Alcalá Zamora, Unamuno, Ortega, Azaña o Prieto, o sea, el margen entre el centro derecha y el centro izquierda. Se convocaron elecciones municipales el 12 de Abril del 31, y en casi todas las provincias ganaron las candidaturas republicanas. El rey Alfonso XIII, que tantos errores había cometido y que, en general, era muy poco querido por el pueblo, abdicó, y el14 de Abril se proclamó la II República española, en principio un proyecto modernizador y regeneracionista que en sus primeros dos años consiguió muchos avances, pero que no fue nada favorecida conforme pasaba el tiempo por los vientos extremos que recorrían Europa y que acabó en el golpe de Mola, Franco y Sanjurjo, felones y traidores que nunca aceptaron que nuestro país se encaminara por la senda de la modernización. Franco fue elegido generalísimo, como se dijo, “mientras dure la guerra”, y se quedó como sabemos hasta el día de su muerte.

En el colegio de los Hermanos Maristas, del que no guardo  precisamente grato recuerdo, recibí la correspondiente educación nacional católica, pues estuve allí desde 1973 hasta 1984, lo que a cualquier persona que tenga al menos mi edad y conocimientos históricos debe sonar a puro adoctrinamiento franquista de principio a fin, y digo de principio a fin y lo voy a detallar. Recuerdo en los primeros años de la EGB, no recuerdo si antes o después de la muerte de Franco, la exaltación del episodio de Moscardó y el Alcázar, sí, toda esa parafernalia fascista, la charla con su hijo, el martirologio de los héroes que dieron su vida por España contra las hordas rojas, etc etc…Pero es que ya entrado 1984, en clase de historia de España, con don Ramón, al explicar el pobre la guerra civil con sus conocimientos, que eran muchos y variados y su loable intento de veracidad, fueron muchos mis compañeros fascistas que se levantaron dando vivas  a España y levantando el brazo, sí, como lo cuento. El pobre Ramón, como represalia, fue expulsado de su puesto de trabajo por una dirección del centro a la que recuerdo como una de las cosas más funestas con las que me he encontrado en la vida.

Otro libro de la colección Bruguera de tapas cartoné color verde, como Teresa, era Laura, de Pío Baroja. Lo leí con catorce años y fue de esas lecturas que dejan un sabor de boca dulzón que dura toda la vida. La primera adolescencia es la época de las lecturas más provechosas, es cuando uno se está abriendo a la vida, va creciendo, en el colegio empiezan los estudios en serio, das tu primer beso, te fumas tu primer cigarrillo, haces todo lo que está en tu mano para imitar a los mayores, con los que entras normalmente en una relación de amor-odio. Y en esa época me enfrenté a esa novela de Baroja, de la que recuerdo a una chica que estudiaba medicina y cuya vida se vio truncada por el estallido de le guerra civil y que, si no recuerdo mal, se va al exilio con sus padres y no recuerdo más, pero sí que recuerdo que me encantó y que seguí con mucho interés las peripecias de esa chica en la España de los años treinta. Y es que la guerra civil me empezó a interesar de muy joven, por aquella época, que fue cuando empecé a leer literatura para adultos, Lorca, Machado, Unamuno, Baroja, normalmente a la generación del 98 y la del 27, era lo que más a mano tenía, mucho más que los clásicos del siglo de oro o los románticos, a los que es ahora cuando leo, no, en aquella época leía obsesivamente el romancero gitano, el poema del cante hondo, campos de Castilla. Recuerdo cuando llegué al mítico Isaac Peral para hacer el COU y María Luisa nos pasó los sonetos del amor oscuro que acababa de publicar Ansón en el cultural del ABC. Estaban prohibidos, era un libro maldito, difícil de encontrar incluso en ediciones de México o Argentina, si es que se publicó en esas editoriales del exilio, lo desconozco. Pero recuerdo, volviendo al tema que me ocupaba, lo mucho que disfruté de esa Laura de Pío Baroja en ese libro de tapas verdes de la editorial Bruguera que me apetece tener y que voy a buscar por Internet o en la feria del libro usado, que sigue poniéndose allá por primavera.

Un recuerdo nítido que tengo de mi abuelo es su exacerbado anticlericalismo, no podía literalmente soportar a los curas y echaba pestes de ellos. Nunca le pregunté el motivo de tal fobia, aunque supongo que venía de sus experiencias durante la República. En una zona como esta de la Región de Murcia el peso del clero era asfixiante y él, sin duda, debió tener malas experiencias con la Iglesia como para abominar de ella de esa manera. Como ya va dicho era ateo, según respondió a papá no podía creer en nada tras haber visto tanto cadáver amontonado. Compartía esa fobia con Azaña, del que leí varias cosas suyas de adolescente, entre ellas el jardín de los frailes, testimonio de su propia experiencia escurialense. Creo que Bernardo no fue a un colegio religioso, pero en aquella época (y también en la mía) eso daba igual pues la escuela pública estaba igualmente en manos de la Iglesia.

Volviendo a mi gusto por la lectura, guardo muchos de los libros de la colección austral de mi abuelo, tenía muchos, los heredé tras su muerte, muchos me los regaló en vida. Generalmente es el 98, mucho Baroja, Unamuno, Azorín, Valle, Ortega, y algunos posteriores como Gómez de la Serna. Normalmente vienen con su firma, BCampillo, en Linares, casi siempre los sesenta. Esa colección me acompaña desde mi primera adolescencia y con ella he disfrutado de muy gratos momentos de lectura.

La segunda República española, otra contribución nuestra a la mitología del siglo XX junto a la guerra civil es un asunto muy complejo de analizar. Nació con muchas esperanzas por parte de grandes sectores de la población, incluso algunos adscritos al conservadurismo republicano, y como decimos, sus dos primeros años, el bienio reformista, trajeron muchos adelantos en materias como la escolarización y alfabetización, sanidad, reforma agraria, derechos de la mujer, cultura, etc. Pero el país estaba muy polarizado, como en general el mundo entero debido a la catástrofe del crash de Wall Street en el 29. España además arrastraba un retraso secular, era un país eminentemente agrario y atrasado, con una pobreza y un analfabetismo muy extendidos, lo que dio mucha fuerza al movimiento anarquista. En esa tesitura, a partir del triunfo de las llamadas derechas a fines del año 33 todo comenzó a torcerse. El PSOE cometió el gran error de organizar la revolución de Asturias, y además entró en juego la Falange de José Antonio, con las sabidas algaradas callejeras entre la izquierda y la derecha, lo que traía muertos casi a diario. Así, cuando ganó el frente popular en febrero del 36 el país ya estaba condenado, Mola, Franco, Cabanellas y todos los demás estaban conspirando hacía tiempo, y el día 17 de Julio hubo un alzamiento en Marruecos que al día siguiente se extendería a la península y daría origen a nuestra internacionalmente famosa guerra civil.

Aquí en Cartagena como es sabido el golpe fracasó, es más, esta ciudad fue literalmente la última en rendirse a los nacionales, y por culpa del golpe de Casado, de lo contrario hubiese resistido a lo menos unas semanas más, no sé si hasta que comenzase la guerra mundial en septiembre. A mi abuelo Bernardo el golpe le pilló trabajando. Supongo que fue movilizado y estuvo haciendo instrucción, no sé cuánto tiempo. Luego ingresó con su amigo Andrés Conesa en la Academia de Artillería de Lorca, aunque tampoco puedo precisar la fecha de ingreso. Pero puedo calcular que fue allá por comienzos del verano del 37 pues entre los documentos que he podido conseguir en el Archivo de la Memoria Histórica me aparece un acta de exámenes de la primera sección de la I Batería, correspondiente a la asignatura de gases del curso preparatorio, donde le dan una buena nota, un siete y pico, entre los diez primeros y la fecha del documento e  quince de agosto del 37. Por otro lado, en otro documento me aparece destinado a la RGA, siglas que responden a Reserva General de Artillería, el 6 de diciembre del 37. Como he podido averiguar que el curso en la escuela popular de guerra de Lorca era de cuatro meses, calculo que debió entrar a principios de verano del 37. También sé que el director de dicha escuela de artillería era entonces el teniente coronel Luis Salinas, un tipo del que dicen que era bastante inestable pero intocable pues había participado en la sublevación de Jaca y se libró de un seguro fusilamiento por las gestiones de su  padre, a la sazón también oficial del ejército. Resulta, ironías del destino, que en dicha academia de Lorca un hijo de Unamuno, José Unamuno Lizarraos, estuvo dando clases casi desde el principio de la guerra, por lo que le debió dar clases a mi abuelo, aunque nunca me lo comentó. Lo que sí nos dijo varias veces es que conoció antes de la guerra a Miguel Hernández en la Lonja, adonde venía a vender patatas. Pobre Miguel¡.

Obra también en mi poder fotocopia del Diario Oficial del Ministerio de Defensa Nacional con fecha de 4 de Enero de 1938, en Barcelona, en el que se resuelve promover al empleo de tenientes en campaña del Arma de Artillería, entre otros, a Bernardo Campillo Castillo, que aparece a disposición de la Inspección General del Arma. Teniendo en cuenta que la batalla de Teruel comenzó el doce de diciembre del 37 y acabó el 22 de Febrero del 38, cuando volvió a caer en manos franquistas tras el breve paréntesis del dominio republicano después del triunfo de Enero del 38, uno de los muy escasos triunfos del ejército popular, me sale que Bernardo estuvo desde principios de Enero del 38  hasta finales de Febrero del mismo año en Teruel, con el grado de teniente y supongo que mandando una batería de artillería. Supongo el frío que debió pasar, las muchas zozobras que lo alcanzaron aquel terrible invierno del 38 en una provincia del noreste de España donde se luchó a cara de perro y donde él vivió su particular infierno, ese infierno que le marcó y del que tanto hablaba.  Allí fue sin duda donde coincidió con Líster, que tuvo un papel esencial en la toma de Teruel por el bando legítimo. Poco después el ejército republicano se partió en dos, y supongo que él fue a parar a la zona Sur, que estaba al mando de Miaja. .Puede que volviera a Cartagena, donde estaría hasta el final, o que fuese destinado dios sabe dónde. El caso es que comandó a unos hombres y le estalló cerca una granada que le dejó parcialmente sordo, y esa fue en suma su experiencia en una cruel guerra que le dejó marcado de por vida.

Ignoro dónde le sorprendió el golpe de Casado, que fue especialmente virulento en Cartagena, la principal zona de combates junto con Madrid. El caso es que él tenía buena opinión de Besteiro, y allá por el año 86 vimos en la televisión una obra de teatro sobre su proceso que me encantó y que he intentado localizar después sin éxito. Una vez de vuelta en Cartagena después de acabado todo, cautivo y desarmado el ejército rojo, se intentó incorporar a la vida civil, pero un compañero de colegio lo denunció, lo denunció por rojo, algo que era muy frecuente entonces y que no era ninguna broma. Fue inmediatamente a parar al castillo de galeras, donde estuvo más o menos preso durante un año. Ignoro si hubo proceso, si hubo expediente de depuración, no encuentro nada. En ese presidio se acumulaban los presos, y por las noches, cómo no, les daban el paseíllo a los que correspondiesen, aunque de eso nunca hablaba. Sí nos contaba que durante todo ese tiempo no comió otra cosa que lentejas con cucos, se juró no volver a probar las lentejas en su vida y a fe mía que lo cumplió a rajatabla.

Por lo tanto, es seguro que Bernardo pasó las Navidades del 38 en el frente, con lo que a él le gustaban las Navidades en familia, con sus padres y hermanos, primero, luego de viejo ya con todos nosotros, hijos y nietos, cuando se tomaba su pata de cabrito con su vaso de vino tinto, y luego en  nochevieja las uvas con sidra el gaitero. Pero en aquel año 38 estaba pendiente en plenas navidades de que los cañones funcionaran correctamente, que dispararan, esa fue su celebración Varias veces nos dijo que nunca pudo saber si esas balas que disparaban los cañones, sus cañones, mataron a alguien, pues en el mano a mano no mató a nadie, nunca entró en el combate cuerpo a cuerpo.

Ahora que quedan justo 27 días para la nochebuena me empiezo a poner triste, pues echo de menos las nochebuenas en las que estábamos todos. Ahora estamos sólo los seis que quedamos vivos y los postizos, que esos vienen y van. Y lloro siempre en un cuarto al final de la cena pensando en el año en el que ya no estemos los seis, que empiecen a faltar  papá o mamá o los dos. Esas nochebuenas sin ellos ignoro con quién las pasaré, no sé si seguirá la unión con mis hermanos, y no tengo pareja, y las personas que más quiero en esta vida son mis padres, como antes lo fueron mis abuelos, y ahora que no están mis abuelos los echo mucho de menos, y cuando no estén mis padres, a no ser que muera yo antes que ellos, no tendré ninguna gana de celebración y esté con quien esté tomaré cualquier cosa, escucharé un rato la radio y me iré temprano a la cama. Qué difícil es todo, cómo jode y pica y duele perder a la gente que quieres, es realmente el mal trago de la vida, junto con las propias enfermedades. El resto de cosas tienen otro pase, las solemos o al menos las debiéramos relativizar más. El cariño es lo más importante de la vida, y dentro del cariño el más importante es el de la familia, eso lo comprendí de muy niño, y sé que quizá sea un pensamiento conservador en alguien como yo, un izquierdista, un liberal, un descreído, pero eso siento y en el mismo momento que escribo esto pienso en mis padres, ya mayores y maltratados por la vida, como todo el mundo, como yo mismo, y me estoy poniendo triste, por lo que voy a dejar de escribir y a tratar dormir, que ya es tarde.

Es ahora cuando empiezo a añorar aquellas Navidades en Linares, que parecían eternas, que eran en blanco y negro, con las exquisiteces que hacía mi abuela en aquella cocina tan fría y desangelada, y comíamos en aquel cuarto de estar tan pequeñito, con aquel brasero que nos calentaba las piernas. Y después veíamos el mensaje del jefe del estado en la tele, primero Franco, luego Juan Carlos. Franco me parecía un tipo triste por lo poco que lo recuerdo, sin duda siempre fue un hombre muy triste y muy cruel y muy acomplejado, nunca le pegó a un país como este, con gente tan alegre y sociable y dicharachera. No nos lo merecíamos, no. Juan Carlos era algo más simpático, aunque ahora, como le pasó a su abuelo, no es muy querido por la gente, que no guardará ya nunca una buena imagen de él, lo que sin ser yo monárquico para nada ni tenerle excesiva simpatía tampoco me parece tan justo. Mi abuelo no creo que fuese nunca un héroe de guerra, ni nunca lo pretendió ni a mí me lo parece ni me lo pareció nunca, simplemente le tocó estar ahí en esa época tan difícil y estuvo. Y los que tenemos ahora cincuenta y pocos años o menos nos beneficiamos de todo lo que esa generación hizo para que nosotros tuviéramos la vida que tenemos, y eso deberíamos tenerlo todos presente.

En aquella Navidades de fines de los setenta aprovechábamos el estar en Linares para acercarnos a la sierra de Cazorla a jugar con la nieve. Éramos un poco como el coronel Aureliano Buendía en aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo en Macondo. Nos abrigábamos hasta el cuello con anoraks, bufandas, guantes y botas de goma y jugábamos y lo pasábamos divinamente. Mi tío Bernardo nos filmaba en aquellas películas de súper 8 que debe tener por alguna parte, es más, creo haber visto alguna ya de adulto. Yo debía tener diez, doce años, mis primos dos o tres, eran unos bebés. Se acerca como decimos la Navidad pero hoy ha hecho un día primaveral y he aprovechado para ir a la piscina, luego tenía clase de francés. Ha sido un día glorioso, he visto a mis padres, a mis tres hermanos, hemos estado los seis, los que quedamos vivos. Hace poco más de treinta años cuando se acercaban estas fechas de fiesta salíamos toda la pandilla de amigos a comer calamares en su tinta en ese bar que había en la calle perpendicular a la calle mayor, donde nos gustaba tanto cenar en aquellos lejanos días. De toda la pandilla los únicos que conservamos a nuestros padres vivos somos Miguel y yo. Con Miguel he perdido el contacto, jamás nos llamamos ni quedamos para tomar nada, aunque hace poco me lo encontré y estuvimos charlando y a los dos nos alegró. Es simplemente la vida, pasa el tiempo y dejas de ver a mucha de la gente que te importó, se trata, como diría Gil de Biedma, de artes de ser maduro.

Releo el pianista, de Vázquez Montalbán, quien siempre me pareció un buen escritor a la par que un señor que se ponía pesadísimo con la política. Pero esta novela, del ochenta y cinco, es una crítica de lo que era entonces una posmodernidad desideologizada a la vez que de la miseria moral del franquismo, de los vencedores de la guerra. La parte que más me gusta es la segunda, ambientada a fines de los cuarenta, en esa misérrima posguerra, habitada en Barcelona por dignos perdedores. 

No sé si todos los actos del hombre tienen cierto significado. No me refiero a los horribles, a las guerras ni el exterminio ni los genocidios, sino a todos los demás, los buenos, los regulares, los neutros. Veo poco la tele, pero me pregunto por el papel de la publicidad. Todos compramos cosas, por poco consumistas que seamos, necesitamos cosas, y algo tan en apariencia banal como la publicidad televisiva nos puede guiar. Hace un rato he visto de reojo un anuncio sobre un limpiador de óxido para la ducha que me puede ser útil. La vida puede ser hasta divertida.

Mi abuelo Bernardo salió del penal de galeras y conoció a Maruja, mi abuela, de la que he hablado poco pero de la que hablaré más a partir de ahora. Debieron tener un noviazgo fugaz en aquellos principios de los años cuarenta de hambre y derrota. Ella se fue algún tiempo nada más terminar la guerra con sus hermanas a Barcelona a casa de unos parientes algo pudientes, pues aquí desfallecían literalmente de hambre, como por otra parte casi todo el país. Ese noviazgo debió ser de pocas alegrías, en la tristeza de aquella época, entre un vencido de la guerra que se asfixiaba en el clima de los vencedores y una mujer muy joven que descollaba por su belleza y a la que en Barcelona tentaron para que se dedicara al cine. El volvió a trabajar en oficinas como contable, pero no, no encontraba su hueco. En 1944 decidieron casarse, y un año después nacía mamá. Ellos vivían entonces en la zona conocida como las casas baratas, donde estaba y está la casa del tío Samuel y la tía Geli, ambos fallecidos, ella hace muy poco, nonagenaria, casa en la que he pasado tan buenos ratos de niño y que de adulto nunca he podido superar que me provocara una gran sensación de tristeza, como de tiempo huido, de cosa perdida, como la sombra que se va que diría Muñoz Molina.

Bernardo se asfixiaba en ese clima de miseria moral y decidió hacer los bártulos. Así, en 1947 comenzó un periplo por Marruecos, primero Tánger, después Tetuán. Al principio se fue solo, yendo de vez en cuando mi abuela con mi madre y mi tío, Tere nacería ya entrados los cincuenta. Más tarde, en 1952, se reunieron todos, ya en Tetuán, en el chalet a las faldas del Monte Dersa, donde vi una vez a mamá llorar en la puerta. Al principio iban todos al hotel de Tetuán, donde coincidieron con María Félix que rodaba una peli, peli que vi hace poco en la dos en historia de nuestro cine y me gustó. A mi abuelo le gustaban María Félix y Pola Negri. La condesa descalza y el tercer hombre fueron de las últimas películas que vimos juntos. Le encantaba la música de Zorba el griego, la del baile con el sirtaki, siempre lo decía, lo mucho que le gustaba esa banda sonora del cambiante Theodorakis, eterno comunista que en su vejez, si no recuerdo mal, se pasó a la derecha. 

Esos años de Marruecos fueron pletóricos para mi familia. Él fue aceptado enseguida en la comunidad española, sin tener nadie en cuenta su pasado político. Sí que me dijo que al principio el cónsul se negaba a darle el visado, pero cuando comprobaron que era normal, que sólo quería trabajar y prosperar en la vida, no hubo mayores problemas. Le ayudó mucho al principio su amigo Luis Mombiedro, alto cargo de la telefónica y hombre cercano al régimen. Mi abuela me contaba que allí iban mucho al cine y a los actos sociales, como bailes o el tiro al pichón y al cabaret y a la revista. Tetuán era entonces un oasis, en aquella zona del protectorado se respiraba otro aire bastante diferente al de la casposa España de Franco, de ahí que ellos se sintiesen tan a gusto y fuesen felices. También me contaba mi abuela que una vez en una revista la actriz principal se encaprichó de mi abuelo, pero él no le  hizo ni caso. Realmente me alegro de que se fueran y de que encajaran allí tan bien. Parte de mi vida está en esas faldas del monte Dersa.

Mamá tiene en su mesilla de noche una foto de ellos, los dos bastante jóvenes y bastante guapos, calculo que allá por 1950. Pasean por una calle cercana a la Medina de Tetuán, esa en la que unos chavales nos atracaron a todos unos adultos en 1987, cuando fuimos a la boda de la prima Pilar y pasamos aquella mañana fría de un incipiente otoño más miedo que vergüenza. Bernardo volvía a la península por sus negocios. Montó dos tiendas de electrodomésticos con un socio, un judío del que se hizo muy amigo, y venía a Barcelona y a Madrid a reuniones, a hacerse cargo de sus cosas, como tenemos que hacer todos. De una de esos viajes a Barcelona tenía fotos que  perdí, en esa foto lo encontré algo grueso, no como en la foto que guarda mamá, donde como digo están los dos muy guapos y delgados.

Ignoro a qué colegio fueron Tere y mamá, supongo que al mismo, aunque con diez años de diferencia, Tere es del 54 y ellos volvieron ya definitivamente a España en el 62, con lo que Tere apenas fue un año al colegio en Tetuán, en todo caso al preescolar, si es que entonces se estilaba eso del preescolar, ella ya se escolarizó en Linares. Lo que sí sé es que mi tío Bernardo fue al colegio del Pilar, algo de lo que él y su padre estaban muy orgullosos, el colegio del Pilar era el de las élites en la España franquista y recuerdo que casi todos los primeros ministros de Felipe González se habían educado allí y ellos dos en aquellos años del cambio lo comentaban.

Tenían allí sus pandillas entre la colonia de españoles, hicieron buenos amigos que aún conservan y de los que cuando se reúne la familia hablan. Bernardo de hecho va a las reuniones de antiguos residentes, que tiraban una revista, Medina si no recuerdo mal, donde solía yo escribir y que a veces me enviaban.

Aunque allí el clima político en general era tranquilo al menos hasta la independencia, recuerdo que por mediados de los cincuenta hubo jaleo, puede que fuera una maniobra del hermano del entonces rey, Mohammed V, no sé, puede que ni siquiera tuviera hermanos, pero el caso es que el primo Míguel me comentó una vez que Bernardo estuvo unos meses en su casa en aquella época, lo envío mi abuelo porque podía correr algún tipo de peligro, no mamá ni Tere, al menos no tanto, pues por lo visto a las mujeres las respetaban más. Mi abuelo siempre decía que Mohammed V era un buen hombre pero que su hijo, el temido y  temible Hassan II era un asesino, que desenchufó a su propio padre de la máquina en el hospital donde agonizaba para que muriese antes, pero no por caridad, para evitarle sufrimientos, sino por la pura codicia de heredar cuanto antes el sufrido reino alauí.

Mis abuelos eran muy aficionados al cine, como toda la familia, como en general lo ha sido siempre el pueblo español, históricamente muy cinéfilo e iban al cine en Tetuán, claro. Pero Maruja vio el puente de Waterloo en España, antes de partir, poco antes de que naciese mamá, quizá durante su embarazo, y de ahí sacó su nombre, el de la bella Vivien Leigh en una peli bélica de mucho amor, de esas de Hollywood que eran las favoritas en la España de la posguerra de todo el mundo, en aquellos años de derrota y pobreza donde la gente se refugiaba en los cines huyendo del frío, de la escasez, y era feliz durante dos horas, dos horas u hora y media de sueño, de escape de la triste realidad. Maruja era una gran cocinera y en Marruecos aprendió a hacer exquisiteces. Nunca olvidaré, olvidaremos, su famoso pollo a la moruna, que solía hacer para celebrar los fines de aquellos interminables veranos de Cabo de Palos, donde tanto ella como Bernardo como todos nosotros fuimos tan felices, tan jóvenes. ¡Qué viejos estamos, qué rápido pasa todo, cómo nos derrota la vida!

La vida en Tetuán transcurría sin demasiados sobresaltos: trabajo, colegio, cine, cocina, vida social. Mi familia allí se integró y durante quince largos años fueron bastante felices. Bernardo se mantuvo alejado de la política, que tampoco fue nunca una pasión en su vida: le tocó hacer la guerra como a tanta y tanta gente y sin duda tomó partido por la libertad y la democracia, pero eso era lo de esperar en una persona sensata, con sensibilidad, con inquietudes. De todas formas se llegó a escribir con Prieto y lamento no haber heredado ese epistolario, sin duda de un valor histórico y personal incalculable. Los negocios iban bien y los tres niños estaban integrados en esa cosmopolita colonia de españoles, donde abundaban los hebreos, los que pudieron escapar a los horrores del Tercer Reich.

Mi abuelo fue fumador toda su vida hasta que sufrió ese infarto en 1982. Lo primero que hacía al levantarse era comerse un plátano, para limpiarse de las impurezas del tabaco y reunir energías, luego tomaba un café con leche y alguna tostada. También solía tomar un tomate a bocados junto con el plátano, una mezcla esa que de niño me llamaba mucho la atención, pero que a él le gustaba y consistía en buena parte en lo que tomaba hasta la hora del almuerzo, pues no era de comer entre horas.

Un par de veces he paseado por Tetuán, por el zoco, por las faldas del monte Dersa, por todas esas calles que pisaron los míos durante todos esos años y que son un habitante agradable de mi vida, parte de mí, memoria. Hoy llueve y he vuelto a ir a la piscina y he merendado y estoy recordando a los míos ahora que se acercan las  navidades, y la vida se convierte en un regocijo en el hombre, como diría el poeta.

En 1962, consumada la independencia del protectorado hacía unos años, mi abuelo decidió volver a la península, y lo hizo a Linares, ese pueblo mágico de mi infancia. Allí estuvieron justo veinte años, hasta el 82, cuando se jubiló. Hicieron poco antes del verano la mudanza a la casa de la calle Palas, mudanza que recuerdo perfectamente lo pesada que fue, con todos esos muebles gigantes que tenían y que los operarios subían como podían, con cuerdas, que era como se hacían entonces las mudanzas. Cuando comenzó el calor nos fuimos todos, como de costumbre, a veranear a cabo de palos. El primo colgati, al que entonces aún no llamábamos así, me llevó a pasar un fin de semana a Mojácar. Dormimos en una cutre pensión a orillas de la carretera, pero lo pasamos bien. Al volver a cabo de palos había junta familiar: Bernardo había sufrido un infarto, justo al jubilarse, también es mala suerte. A la par, había muerto ahogada una sobrina suya que era muy buena nadadora, y él fue al entierro ya infartado, sintiéndose mal y negándose bastante a cuidados médicos, algo que fue una constante en su vida. Hasta que una mañana le repitió el ataque estando en su habitación. Mis padres llamaron a una ambulancia, y hubo que sacarlo de la habitación por la ventana subido encima de la puerta, que a la sazón arrancaron. Nunca olvidaré esas imágenes ni la cara con la que me miró colgati mientras lo sacaban por la ventana. Fue al hospital virgen de la Arrixaca, que entonces tenía muchas camas en los pasillos y del que recuerdo los muchos gitanos que había visitando a sus familiares. El caso es que mejoró, aunque estuvo ingresado unas semanas. Regresó a pasar todavía unos días con nosotros antes de irse a su apenas estrenada casa, y recuerdo que cuando lo recibimos en el ascensor mamá me pidió que sacara una banqueta al portal para que descansara un poco antes de entrar en casa. Realmente estaba muy delgado, muy estropeado.

Pero no todo iban a ser tristezas, poco después, el PSOE de Felipe González ganaba las elecciones con una cómoda mayoría absoluta, volviendo la izquierda al poder después de cincuenta años, de toda una guerra fratricida y casi cuarenta años de terrible dictadura. Esa victoria fue una alegría para mi familia, como para la mayoría del país. Hay que ser muy raro o muy extremista para negar que Felipe modernizó España, nos metió en Europa, en el tren de los países civilizados. Cogió una España recién salida de la noche del franquismo y se fue dejando un país entre los modernos y democráticos. Otra cosa es que le sobraran dos legislaturas, los últimos seis años, que lo fueron de corrupción y descrédito debido al desgaste, no se puede gobernar durante cuatro legislaturas seguidas sin que eso te pase factura. Pero de todos modos, mirándolo con la perspectiva de hoy, Felipe es lo mejor que le pudo pasar a este país en aquellos años, que personalmente recuerdo, por muchas circunstancias, como los mejores de mi vida.

Instalados ellos ya en su casa, mis visitas se hicieron continuas hasta el año de su muerte, cuando mi abuela, de natural alegre y optimista, hizo ploff y se hundió y no volvió a ser ni su sombra y se vino a vivir de alquiler a un apartamento en frente de casa de mis padres. Los que más solíamos ir éramos Luis Miguel y yo, por las tardes, al salir del colegio. Había un bar que tenía unas tapas de magra con tomate y ensaladilla rusa riquísimas, y a menudo las tomábamos para cenar o incluso comer. Mi abuelo llevaba una dieta bastante rígida, sin apenas sal, pero no perdonaba la casquería y la cabeza de cabrito, dos platos que le volvían loco. Por otra parte, yo ya había comenzado el entonces llamado BUP en los Maristas e hice uno de los grandes descubrimientos intelectuales de mi vida con el latín, que nos daba un hermano marista salmantino al que llamábamos el charro, que me tomó mucho cariño y al que a menudo le llevaba tabaco, ducados si no recuerdo mal. Mi abuelo empezó a comprarme por aquella época la colección de literatura de tapas marrones imitación piel de Seix&Barral, donde leí por primera vez a Hemingway, Faulkner, Sartre, Borges o Virginia Woolf y que hoy conservo y de la que me quedan muchos tomos por leer. A menudo suelo hacerme con alguno que me falta en ferias del libro antiguo, pues calculo que salieron más de cien números, y es una de las colecciones de literatura contemporánea más completas que han salido en este país. El precio eran doscientas o trescientas pesetas, que era dinero para la época.

Ahora paseo por las mismas calles que hace treinta y pico de años y siento una sensación extraña, como de que me falta gente, y me falta, toda la que se ha muerto, que es mucha, siempre es mucha. Nadie debería morir, ni pasar hambre ni frío, ni en general sufrir. Por intentar encontrar explicación a tanto sufrimiento gratuito nacen las religiones, que a su vez hacen daño en lugar de repararlo, pero eso es la condición humana.

-Yerno, me has pasado tus males, le espetó un verano a mi padre, que andaba como siempre renqueante de sus problemas de ánimo. Bernardo se recuperaba lentamente de su infarto. Tenía que tomar varias cosas, de las que recuerdo el Isoket retard, del que se quejaba que le provocaba ganas de orinar. De todos modos, en aquel lugar de veraneo todo se relativizaba, y él se bañaba y se daba luego una ducha en el patio, lo hizo hasta sus últimos momentos. Pero uno de esos veranos se veía mal, débil, y le espetó eso a mi padre. El caso es que antes de su infarto presumía de no haber pisado jamás la consulta de un médico, no haberse hecho una analítica ni haberse puesto una inyección, ni siquiera haberse tomado una sola pastilla. Por lo visto sufría de una cardiopatía desde joven, y claro, no se la descubrieron. Pero esto está tomando un cariz muy médico y yo quería hablar de esos largos veranos. Entonces pusieron una patacha para cruzar el paseo del puerto que costaba cinco duros y que llevaban los hijos de los pescadores, tirando de unas cuerdas. Nosotros la cogíamos a menudo, era como un chute de parque de atracciones, y una vez en la otra orilla a través de esa suerte de barca de Caronte tomábamos un helado, él como siempre de turrón y/o café. Al mismo tiempo comenzaban para nosotros las pandillas con chicas, con las que jugábamos a la botella y a las cerillas y ahí dimos y recibimos todos el primer beso con lengua. Eran veranos interminables, del primer cigarrillo y la primera cerveza. Luego esa pandilla fue muy castigada por la droga y los accidentes de coche, lo que siempre digo, el tiempo que nunca nos perdona.

El tiempo pasaba, íbamos creciendo, se sucedían las alegrías y los sinsabores, como en cualquier familia, sea más o menos feliz y más o menos disfuncional. Los inviernos, colegio, estudio, pandilleo con alguna cerveza en los bares que empezaban a estar de moda, como el Koyne o los de la zona del ayuntamiento, los primeros contactos con chicas, las que conocíamos de otras pandillas, pues el colegio seguía sin ser mixto, sólo lo era en tercero de BUP, en letras y ya en COU. Luego, aquellos largos veranos de Cabo de Palos, con los baños en el arco de los reyes, las pandillas luego diezmadas, la patacha, los helados. La casa de la calle palas era un refugio, un sitio donde leía El País, que Bernardo compraba desde que salió, y tomaba esas tapas de magra. De una ley de Felipe a propuesta de Juan Mari Bandrés le dieron la pensión de militar de la República, una ley que fue bien acogida pues reparaba una injusticia histórica a la vez que elevaba el  nivel de vida de más de la mitad de los jubilados, que fueron más o menos los que lucharon en el bando republicano. No recuerdo si dicha pensión fue también para los que lucharon en el bando nacional o si esos la tenían de tiempos del franquismo, no lo sé, el caso es que a Bernardo la pensión le aumentó el doble con esa paga que luego heredaría Maruja y que eran cien mil pesetas de las de entonces, bastante bastante dinero y que si no me equivoco las viudas heredaban íntegra. Además, le enviaron su uniforme, de lo que se envanecía. Y así, así amanece el día que diría Claudio Rodríguez. Enfrente de su casa estaba el Instituto Británico y vivía don Mariano, el profesor de matemáticas. Ahora paso bastante por esa calle y alrededores, realmente casi todos los días voy caminando muy cerca de allí, y me sigue invadiendo una rara, quizá positiva sensación de nostalgia. Dice Manuel Vilas que debemos celebrar el milagro de estar vivos.

Y va llegando el tiempo de ir a la Universidad, algo tan anhelado y que, realmente, en los 80 era algo que merecía la pena. Enseguida contacté con un grupo de buenas amigas muy cultas, con las que hablaba de literatura e iba al cine club a ver pelis de arte y ensayo. Fui tentado a la vez por gente de las juventudes comunistas para afiliarme y todo eso, y aunque no lo hice sí que acudí a algunas reuniones, en las que me aburrí mortalmente. Todo adquiría un tono muy solemne, conspirativo, con el camarada Gorbachov para arriba y para abajo y una revolución pendiente: tonterías. Pero Loli, Ana y las demás sí que me enseñaron cosas, no sólo que Luis Antonio de Villena vale la pena, sino el valor de la amistad, que sacrificarse por cosas que uno desea merece la pena, que con la voluntad se puede conseguir cosas y que vivir mola y hasta se pueden alcanzar ratos de felicidad.

El viaje a Murcia en aquellos años era largo y pesado, lo sigue siendo, pero entonces se estaba justo haciendo la autovía, y la carretera estaba así como de aquella manera y los autobuses tardaban una hora. Pero cuando se es tan joven nada de eso importa, quieres comerte el mundo, no tienes todo el rato al fracaso y la muerte como horizonte y te enamoras y todo, o casi todo, te resulta nuevo, interesante, inquietante incluso.

Un año antes de ir a la universidad ya el Instituto Isaac Peral fue un magnífico entrenamiento. El profesorado era mayoritariamente de izquierdas,  de un nivel bastante alto, y se respiraba un aire de libertad que daba gusto. Leímos mucho, yo hice un COU de letras en el que éramos solamente catorce o quince personas. España en aquella época estaba en ebullición y la educación y la cultura se tomaban por primera vez en serio desde los años treinta y como no se han vuelto a tomar, para desgracia nuestra. Recuerdo las lecturas comentadas de el árbol de la ciencia, crónica de una muerte anunciada o luces de bohemia. A mí en historia me tocó hacer un trabajo sobre el manifiesto comunista y exponerlo antes los compañeros. Se palpaba ya el ambiente de las manifestaciones contra el ingreso en la OTAN; y yo agradecía, tras venir del colegio marista, la presencia de chicas en las aulas, las cuales me parecían todas un misterio, bellas, insondables. De los siete miembros del claustro de profesores cinco eran mujeres, jóvenes, apenas de cuarenta con la excepción de Pepa Baños, pero a mí me parecían mayores, pues eran de la edad de mi madre. Cómo cambia la perspectiva, hoy una mujer de cuarenta años es casi una cría.

Luis Miguel, eterno insatisfecho, comenzó su vida de peregrinaciones yéndose a estudiar periodismo a Madrid. Siempre le preguntaba por su elección de carrera, pues a él no le gusta leer ni escribir, cuando la respuesta es que quería simplemente cambiar de aires y escoger una carrera, como se decía, fácil. La movida madrileña ya empezaba a languidecer, pero la primera vez que fui a verlo a Madrid fui al templo del gato con un compañero de colegio que también estudiaba allí. Lo de saber del templo del gato era por el legendario programa de radio tres tiempos modernos, sí, el de Ferreras y Poblet, mítico programa que nos orientaba en aquellos mediados de los ochenta en la música pop británica, el cine, la literatura, la política. Eran tiempos aquellos del new british free cinema, que realmente pegó muy fuerte, con cintas ya míticas como mi hermosa lavandería, Wish you were here, in another country, Mona Lisa o bailar con un extraño. Qué modernos éramos, qué bien lo pasábamos en aquellos bares de asunto como el madre de dios o el blod, con las chupas que traíamos de Londres, con las botas de plataforma del mismo paraíso anglosajón de la modernidad que llevaban las chicas. Entonces no se llevaba cocinar como ahora y o bien engullías la bazofia del comedor universitario o te zampabas un par de empanadillas con una caña, opción que siempre preferí. Los fines de semana iba a casa de Bernardo y Maruja a tomar esas ricas tapas y leer El País, donde Juan Marsé escribió una magnífica serie titulada señoras y señores que me sorprendió por su increíble manejo del idioma. Han puesto las luces de Navidad y cada vez me veo más retrotraído a aquellas navidades de hace más de treinta años.

Respecto de mis amigas, a todas las amaba, todas me gustaban, sí, pero era una suerte de comunión espiritual, éramos amigos de las mujeres en plan película de Truffaut, sí, estilo el amante del amor. Eran aquellas interminables tardes, tras salir de la facultad, de hablar de literatura en alguno de aquellos cafés tertulias, e ir luego por la noche al cine club de la facultad, y ya muy tarde a los bares de copas de moda, para recogernos, si era jueves, casi al amanecer. Esos tiempos y esas experiencias nunca regresarán, y está muy bien haberlas vivido.

Al volver a Cartagena seguía el juicio que Alfonsín y el fiscal Strassera hacían a esos criminales de la Junta militar argentina. Recuerdo perfectamente unas declaraciones de Strassera, diciendo que no hubo propiamente una lucha contra la subversión sino que fue más exactamente una cacería de conejos. En casa de Bernardo y Maruja leía las crónicas de Martín Prieto desde Buenos Aires, con aquel golpe de los caras pintadas y Alfonsín cogiendo literalmente la pistola para defender la naciente democracia argentina. Martín Prieto le llamó en una de sus crónicas Alfonsón, lo que mereció la burla de Tola en su programa nocturno de radio. Los últimos libros que leyó Bernardo fueron La casa verde y El nombre de la rosa. El primero le pareció una imitación de Cien años de soledad, el segundo, un aburrido tratado de teología. Amaya, de Mocedades, le encantaba, le parecía la mejor voz del país. Y entre esos asuntos giraba mi vida alrededor del año 1986. Ya empezaba a sufrir yo también esos trastornos del ánimo heredados de mi familia paterna, que me azotaron fuerte y me tuvieron apartado de los estudios y de la vida en general durante un tiempo.

Luis Miguel por su parte había comenzado como digo su largo peregrinar, su huida de sí mismo, que lo llevó mientras aún estudiaba a Malta y Londres. Cuando venía en Navidades se tumbaba en el sofá del cuarto de estar durante los quince días de fiesta, levantándose sólo lo imprescindible. Yo me empeñaba en sacarlo, en que se viniera con mi pandilla a tomar esos calamares en su tinta o al cine o a dar simplemente un paseo, pero él seguía y seguía eternamente pegado e ese sofá, al que siempre ha tenido tanta querencia. Bernardo comía su casquería y sus cabezas de cabrito, a las que ponía limón, y la acompañaba con medio vaso de tinto. Yo pasaba ahí casi todo el día los fines de semana y vacaciones, leyendo El País, viendo algo la televisión, charlando con ellos. Entonces hablábamos más de temas culturales que de la guerra propiamente dicha, aunque me repetía que la destitución como presidente de la República de Alcalá Zamora empujó a su yerno y a muchos con él a adherirse a la rebelión de Julio. Yo tenía un canario precioso al que bauticé como Kiki, que María se encontró en el jardín de Cabo de Palos y que se me murió al mismo tiempo de morir Bernardo, el fatídico verano del 88.

En el piso de estudiantes que compartía en Murcia era feliz. Comenzaron las movilizaciones, ya en serio, contra el ingreso de España en la OTAN, para ser más exactos, por el voto NO en el referéndum que convocó Felipe González, un NO que aglutinó a casi todos los sectores progresistas del país, que nos echamos a la calle en una multitudinaria manifestación que fue toda una fiesta. Al final salió el Sí, y permanecimos, afortunadamente, en la NATO. De otra manera, habría sido otra cosa distinta la conquista de nuestras libertades y nuestro bienestar, pero yo de adolescente no lo veía así.

Me compré una cámara de fotos e hice una foto a papá en la cocina, alguien me hizo a mí otra y pegué las dos en la nevera .Esa cámara me la llevé a algunos viajes, a Francia, Inglaterra, pero acabé por perderla. Comenzaba a tener muchos problemas de ansiedad y buscaba tranxilium o Valium donde podía, no sabía lo que me pasaba, pero en general me encontraba muy nervioso y desasosegado, con insomnio, palpitaciones.

Luis Miguel y el malogrado ruso se vinieron al cineclub de la facultad a ver Subway, la bella Adjani y Christopher Lambert patinando por el metro de París en un clásico de la posmodernidad. Luego supongo que se quedaron a dormir con nosotros en el piso, pues a esa hora nunca hay autobuses. Luis Miguel, con esa bondad que tanto le jode mostrar y siempre huyendo de sí mismo. Yo me resistía a acudir a un médico, en esencia no sabía lo que me pasaba, ignoraba que estuviera incubando una depresión, me sentía mal, ansioso, nervioso, insomne, pero con ganas de hacer cosas. Ya empezaba a escribir, sobre todo poesía, poesía amorosa dedicada a las chicas que me gustaban y pensamientos y aforismos al estilo de Nietzsche, un autor al que leía mucho, al que leíamos mucho.

Un día como el de mañana de hace 80 años se estrenaba en Atlanta la película más esperada de la historia, Gone with the wind, con varios directores, cuando el que estaba previsto al principio era Cukor, que llegó a dirigir unos minutos, y con los míticos Vivien Leigh, Clark Gable y Olivia de Havilland, que por increíble que parezca sigue viva y coleando a sus ciento tres años. Uno de los grandes mitos contemporáneos, algo más que una película, toda una historia inmortal. Cuando Calviño, el discutido y discutible director de RTVE durante la primera legislatura de Felipe González dejó el cargo, en el 86, se emitió como despedida. La vi, la vimos en familia, la debimos ver todos, Bernardo, Maruja, papá, mamá, nosotros, ver la tele en familia, una costumbre muy de los ochenta que hoy, cuando en una casa hay varias televisiones, se ha perdido. Entonces no recuerdo que me dejara mucha huella, era mi época fundamentalmente cultureta y la consideraba una película comercial y hasta es posible que me pareciera ñoña. La he vuelto a ver hace poco y he alucinado en colores. Toda la escena de la huida en medio del incendio al final de la primera  parte no tiene desperdicio, como en general no lo tiene nada de las cuatro horas de su metraje. “Francamente cariño, me importa un bledo”.

De las últimas películas que vi con Bernardo y Maruja recuerdo Chinatown, La condesa descalza y Gigante, film este último que encantaba a Maruja y que creo recordar que a mí me pareció una tontuna comercial, la típica blandenguería con Rock Hudson. Ya con Loli en el paraninfo de la universidad vi El imperio de los sentidos, que no me gustó. La que siempre me gustó fue Loli… ¿qué será de ella, quién dormirá a su lado,  pensará de vez en cuando en mí, como yo lo hago a menudo en ella? Y con Luis Miguel y Patricio El último emperador, que ya he dicho lo mucho que me dijo papá que le gustó, esa metáfora de la condición humana, nacer emperador y morir jardinero, nacer dios y morir siervo, eso que un viejo guerrero afgano le dijo a Maurice Pialat que deberíamos ser los hombres, “des royaumes insoumis”. 

A Bernardo le llamaba la atención el “yo soy yo y mi circunstancia” orteguiano, lo repetía mucho. También me decía que La España invertebrada hilaba muy fino sobre nuestra historia. Yo estaba perdidamente enamorado de Lisa Bonet, aquella chica de color de El show de Bill Cosby, que luego hizo El corazón del ángel y desapareció poco después, al menos no la volví a ver en ninguna peli o serie, pero en aquella época me parecía la mujer más guapa del mundo. Me sorprendió Terciopelo azul, que vi con Luis Miguel en Jaén, y que supuso mi descubrimiento del universo Lynchiano, que me sigue interesando.

Comencé a visitar a un médico sofrólogo que me recetaba deanxit y con el que también hacía sesiones de relajación, y la verdad es que sentí algo de alivio. Estudiaba, leía, escribía, iba al cine, hacía bastante vida social. A mi vida no parecía faltarle de nada, debía ser bastante feliz, o al menos así lo veo ahora. No echaba de menos tener una pareja más o menos estable o duradera, como no lo echo de menos ahora. Juraría que eso de la pareja es la cosa más sobrevalorada de la vida, no entiendo que sea el motivo central de la literatura, el cine, de las artes en general y el centro cósmico de todo para tanta gente.

Pero lo que me salvó, lo que a todos nos salva, fue la amistad. Guardo mi ejemplar de Las personas del verbo, edición del 88, año en que leí con interés el finalista del premio Hyperión a Los días laborables. El libro de Gil de Biedma era una biblia entonces, como La realidad y el deseo, de Cernuda, que tengo en edición de FCE. Y las personas del verbo se abre con toda una declaración de intenciones, Amistad a lo largo: “Pasan lentos los días/ y muchas veces estuvimos solos/ Pero luego hay momentos felices/ para dejarse ser en amistad. / Mirad/ somos nosotros/ Un destino condujo diestramente/ las horas, y brotó la compañía./ Llegaban noches. Al amor de ellas/ nosotros encendíamos palabras, / las palabras que luego abandonamos/ para subir a más:/ empezamos a ser los compañeros/ que se conocen/ por encima de la voz o de la seña. / Ahora sí. Pueden alzarse/ las gentiles palabras/ -ésas que ya no dicen cosas-/ flotar ligeramente sobre el aire; / porque estamos nosotros enzarzados/ en mundo, sarmentosos/ de historia acumulada, / y está la compañía que formamos  plena, / frondosa de presencias / Detrás de cada uno/ vela su casa, el campo, la distancia/ Pero callad./ Quiero deciros algo./ Sólo quiero deciros que estamos todos juntos. / A veces, al hablar, alguno olvida/ su brazo sobre el mío/ y yo aunque esté callado doy las gracias/ porque hay paz en los cuerpos y en nosotros. / Quiero deciros cómo todos trajimos/ nuestras vidas aquí, para contarlas./ Largamente, los unos con los otros/ en el rincón hablamos, tantos meses¡/ que nos sabemos bien, y en el recuerdo/ el júbilo es igual a la tristeza. / Para nosotros el dolor es tierno. / Ay el tiempo¡. Ya todo se comprende.”

Pocas descripciones tan certeras de ese sentimiento tan noble, el de la amistad, de alguien capital en la generación de los cincuenta, que la valoró tanto. Apenas quedan vivos ya Brines y ese poeta de Sanlúcar cuyo nombre ahora no recuerdo. Una pena que esa amistad de juventud no tenga esa intensidad para siempre, pero ya sabemos que la vida no es “Bella, ni noble, ni sagrada”.

Siempre tuve libros de Bernardo, heredé muchos tras su muerte y los tuve otros en vida de él. Recuerdo leer en esa circunstancia última dos que me impresionaros vivamente, El idiota y Rojo y negro. Supongo que las traducciones eran flojas, las de Dostoievski, concretamente de círculo de amigos de la historia, no traía el nombre del traductor y supongo que la traducción lo era del francés. Pero yo anduve meses encantado con las andanzas de Nastasha Filipovna y Madame de Renal, dos típicas heroínas de novela del siglo XIX. Por aquel entonces comencé a llevar un diario, donde tomaba notas de la actualidad política, de mis lecturas, de mis amores, en todo un ejercicio de narcisismo que, como diría Gil de Biedma, estaba en consonancia con la edad que tenía.

Nicolás Redondo dimitió como parlamentario del partido socialista, no recuerdo si por desacuerdo con los presupuestos generales del estado o la ley de pensiones. Bernardo comentó que se iba a ir a hacer la huelga con los comunistas, como así ocurriría. De la guerra, los comunistas y socialistas se llevaban a matar, algo que en cierto modo hoy sigue ocurriendo. Yo admiraba profundamente a Redondo, me parecía un hombre honesto y, a diferencia de Felipe González, de convicciones netamente de izquierdas. Las cosas vistas hoy no son tan blancas ni tan negras, aunque no sé, me sigue cayendo mejor Redondo que Felipe.

A Calviño lo sucedió al frente de RTVE la malograda Pilar Miró. Vinieron entonces cuatro años de muy buen cine en la tele, hasta que Alfonso Guerra y los suyos iniciaron la asquerosa caza y captura de la cineasta. Yo no tenía tele en el piso de estudiantes, excepto un año, por lo que veía ese cine (de la UFA. Clásico de Hollywood, clásicos europeos, etc.) en la casa familiar, fines de semana y vacaciones. El verano del 87, estando ya Bernardo muy enfermo, vi con él El tercer hombre, creo que por vez primera, y se me quedó grabada esa famosa escena en la que aparece por primera vez Harry Lime/Orson Welles, cuya cara es iluminada y sonríe y suena la famosa música de melodía de Anton Karas, y me dieron ganas de ponerme a bailar, teniendo además en cuenta que creía estar enamorado, algo de lo que poco después me di cuenta de que no era más que una ilusión óptica. Cada vez que vuelvo a ver la peli de Reed/Welles me embarga mi sempiterna sensación de melancolía.

El día de año nuevo del 86 me levanté a las tantas y daban en la tele Guerra y Paz. Andaba entonces colado por Anabel y no recuerdo si salí con ella esa Nochevieja o nos llamamos, pero el caso es que tengo asociados el día de año nuevo y Guerra y Paz con ella. Ese año se cumplían cincuenta del cobarde asesinato de Federico y TVE encargó a Bardem una serie sobre su vida, Lorca, muerte de un poeta, que emitieron poco después. Adoro a Lorca, creo que se nota, su poesía, su teatro, su duende, me acompañan desde que era un niño y hacen mi vida agradable. Vi esa serie, que emitieron los viernes o los sábados por la noche, y se me quedó grabada la frase que pronuncia al comienzo y al final el actor que hace el doblaje del actor británico que hace de Federico que es el final de La casa de Bernarda Alba, “Y no quiero llantos, la muerte hay que mirarla cara a cara, silencio, a callar he dicho, nos hundiremos en un mar de luto”. Esa frase me la decía en voz alta cada vez que me dirigía a casa de Bernardo a verlo cuando se estaba muriendo….y no quiero llantos….”.

Veo Manifesto, film experimental de Julian Rosefeldt, videoartista, con la Blanchett de maestra de ceremonias, haciendo hasta 12 personajes. Es una suerte de manifiesto dadaísta y situacionista sobre el significado del arte en nuestros días. La diva australiana lee interesantes textos con una impecable dicción inglesa. Con evidentes influencias de Mekas o Akerman, es una propuesta interesante que pese a sus riesgos extremos no cae en la pedantería y ofrece algo diferente al siempre banal cine mainstream.

A principios de otoño del 87 fuimos a Ceuta a la boda de la prima Pilar. Bernardo se había puesto ya muy malo y Maruja se quedó con él. El último viaje que hizo fue poco antes a Jaén, y a la vuelta vomitó y dijo que ya no volvería a viajar, que no podía. Ese viaje lo hicimos con Fidel en el Scorpio. Fue en ese viaje a Ceuta, ya en Tetuán, donde unos niños nos rodearon y nos atracaron. Hacía frío, estábamos en un buen hotel. La comida fue en un buen restaurante, pero apenas recuerdo nada más. Pasaron unos meses y ya Bernardo empeoró muchísimo y en febrero del 88 le pusieron el oxígeno, en aquellas bombonas altas de antes y no se lo quitaba en todo el día. Fue su lenta y horrible agonía. Yo iba a menudo a verlo, y ya digo que por el camino recitaba ese pasaje final de La casa de Bernarda Alba que era el prólogo a los capítulos de la serie de Bardem. La agonía de mi abuelo coincidió con el empeoramiento de mi estado de ánimo, las desgracias nunca vienen solas. Toda la familia estaba desolada y Maruja comenzaba a la vez su lento declive, que la haría zozobrar: nunca fue muy fuerte de carácter. Mis abuelos, ese sueño de mi infancia, se me iban y con ellos una buena parte de mis ilusiones.  Pero eso es la vida, todo se acaba, nada dura para siempre y la felicidad es corta y efímera.

Mamá había abierto a principios de los ochenta con tres amigas una tienda de regalos, acervo, puesta con muy buen gusto y que tuvo mucho éxito. Todas las nochebuenas hacían una caja de un millón de pesetas, lo cual era una barbaridad para hace casi cuarenta años. Yo iba a menudo allí a merendar tras salir del colegio, pues me gustaba mucho el sitio, donde tenían bombones de licor con ciruela, y por qué no decirlo, me gustaban las amigas de mi madre, dos de las cuales eran guapísimas y a mí me encantaba que me mimaran y me invitasen a un zumo con una tostada o a los susodichos bombones de licor. En la tienda había unos cuantos libros a la venta, y recuerdo haber cogido Las afinidades electivas, de Goethe, que al final no leí, ni en ese ejemplar ni en ninguno.

A acervo iban también mis hermanos, pero quizá el que más vinculación tuvo con ella fui yo por tener mayor temperamento artístico. Al principio hubo exposiciones de pintura en la parte de arriba; por allí pululaban muchos artistas, escritores, intelectuales. Era otro de los paraísos de mi infancia. Por otro lado, últimamente veo a una amiga de mi hermana que siempre me gustó, que era una chica monísima y ahora es una mujer madura de gran belleza. Ay el tiempo, como diría Gil de Biedma, ya todo se comprende.

Y Bernardo se moría, era inevitable, cuestión de meses, en medio de una terrible agonía. Ya no podía hablar con él de literatura, ni de la guerra, ni de nada, pues se pasaba el día adormilado, con el oxígeno puesto. Me hubiese gustado hablarle entonces de Machado, de su papel en la guerra, donde fue el intelectual más honesto. Líster, en sus memorias, cita una carta que el enorme poeta y hombre bueno le envió:

“Querido amigo: Recibo su amable carta y su espléndido regalo. Con toda el alma agradecido a sus hombres. Sus palabras me conmueven y me llena de optimismo y esperanza. Disponga siempre de su buen amigo.

Barcelona, 1 de enero de 1939. Antonio Machado.

En esas fechas don Antonio estaba muy enfermo, a punto de morir en Colliure junto a su madre. Dicen que no tenía dinero para pagar la pensión donde madre e hijo agonizaban y que le dijo a la dueña que le podía dar un poema. Añade Líster:

“No, el retrato del Machado de la guerra no es ése que nos pintan ciertos plumíferos y que otros ocultan por conveniencia, sino el del verdadero combatiente antifascista con la pluma y la palabra. Ese espíritu combativo, esa fe en la justeza de nuestra lucha, ese convencimiento en nuestra victoria final es lo fundamental que se desprende del poema que me dedicó durante la batalla del Ebro”. Se refiere al famoso poema A Líster, Jefe en los Ejércitos del Ebro”, que termina “Si mi pluma valiera tu pistola / de capitán, contento moriría”. Ya he dicho aquí el enorme respeto que me merecen Líster y sus combatientes del V Regimiento, pero no es tarea mía hacer un ensayo sobre nuestra guerra, ni juzgar a nadie. Doctores tiene la Iglesia. A lo que no me resisto es a transcribir la elegía que don Antonio dedicó a Federico:1.El crimen “ Se le vio caminando entre fusiles, / por una calle larga / Salir al campo frío / aún con estrellas de la madrugada. / Mataron a Federico / cuando la luz asomaba/ El pelotón de verdugos / no osó mirarle a la cara/ Todos cerraron los ojos. / rezaron ¡ ni Dios te salva! / Muerto cayó Federico/ - sangre en la frente y plomo en las entrañas-/ Que fue en Granada el crimen / sabed - ¡pobre Granada! – en su Granada”.

2. El  poeta y la muerte. “ Se le vio caminar solo con Ella / sin miedo a su guadaña / - Ya el sol en torre y torre, los martillos / en yunque – yunque y yunque de las fraguas. / Hablaba Federico / requebrando a la muerte. Ella escuchaba / Porque ayer en mi verso, compañera / sonaba el golpe de tus secas palmas / y diste el hielo a mi cantar, y el filo / a mi tragedia de tu hoz de plata / te cantaré la carne que no tienes / los ojos que te faltan / tus cabellos que el viento sacudía / los rojos labios donde te besaban… / Hoy como ayer, gitana, muerte mía, / qué bien contigo a solas, / por estos aires de Granada, mi Granada”.

3 “Se le vio caminar…./ Labrad, amigos, / de piedra y sueño en el Alhambra / un túmulo al poeta; / sobre una fuente donde llore el agua, / y eternamente diga: / el crimen fue en Granada, ¡ en su Granada!”.

Imposible decir más con menos ni ser más sentido. Nadie me quitará nunca los buenos ratos que pasé leyendo frenéticamente a nuestros dos poetas cuando tenía catorce, quince años, robando horas al sueño. Era la época de El loco de la colina, que escuchábamos con Bernardo Luis Miguel y yo en la terraza de Cabo de Palos, pese a la hora

. En el bolsillo de su chaqueta, al morir, encontraron estos dos versos: “Estos días azules / y este sol de la infancia”. El poeta, moribundo, claro, se acordaba de su niñez, de sus días azules en Sevilla, en ese huerto claro donde maduraba el limonero y olía a azahar. Es lo que plantea Welles en Ciudadano Kane, Rosebud, el trineo de su niñez.

Pues sí, me quedaron tantas conversaciones con él en el magín. El verano anterior había estado leyendo los diarios de Azaña, que compré en Espartaco en dos tomos de la vieja editorial crítica de tapas amarillas y que no me gustaron. Un poco antes leí otro libro de don Manuel, unos artículos que publicó en Francia ya muy enfermo, titulado “causas de la guerra de España”, en crítica también. Ese libro sí que me gustó, y mucho. Desde entonces tengo la costumbre de leer sobre nuestra guerra, nuestro drama colectivo, nuestra gran aportación a la historia universal. Es más, cuando me encuentro mal, estoy algo deprimido, o desmotivado, bajo de moral, curioseo y compro alguna novedad sobre el asunto, y la leo y quedo reconfortado.

La política de Negrín de resistir siempre me pareció un acierto. Hay que tener en cuenta que para la desproporción entre los dos ejércitos, el legítimo, mal organizado en su mayoría y pobremente armado, y el nacional, bien armado por Hitler y Mussolini y disciplinado, el haber aguantado tres años fue un milagro sólo atribuible al tesón de algunos mandos y a la ilusión, aunque parezca raro decir esto, que tenían muchos de los miembros de la tropa. La batalla del Ebro también creo que estuvo bien planteada, era la única forma de entretener a Franco y que no entrara a saco, primero en Valencia y seguido en Barcelona. Negrín y Rojo lograron ganar un tiempo precioso, aunque con un altísimo coste en vidas, y que después de todo sirvió para bien poco.

Bueno, aguantaron y quedó prácticamente sin moverse el ejército Centro-Sur, donde supongo que estuvo Bernardo esperando destino, pues no estuvo ni en la batalla del Ebro ni en la de Cataluña. Ese ejército desmovilizado, lo sabemos ahora, estuvo en buena parte conspirando con Casado. Cayó Cataluña, y Casado y Besteiro, con Carrillo padre, dieron su golpe en lo que sería una guerra civil dentro de una guerra civil. Cartagena fue uno de los principales puntos del golpe, junto con Madrid. No me voy a extender, pero las tropas leales hundieron el destructor franquista Castillo Olite y hubo, al igual que en Madrid, una lucha a muerte entre los leales comunistas con algunos socialistas contra los sedicentes anarquistas, socialistas y republicanos. Ignoro si Bernardo estaba ya en Cartagena o siguió en otra zona del centro-sur, el caso es que poco después volvió a su pueblo, La Unión, donde un compañero de colegio lo denunció. El golpe llevó a Negrín y lo que quedaba de su gobierno, que estaba en Elda, a huir definitivamente. La guerra estaba perdida, ahora vendría la huida, de los que pudieron, como Andrés Conesa, que estuvo un tiempo preso en Argelés, o los que se tiraban al mar en el puerto de Alicante, y las decenas de miles de valientes fusilados por el general Franco.


Bernardo contaba siempre que había salvado dos vidas .La de un hombre que se estaba ahogando en la playa de Tetuán y al que tuvo que dar un puñetazo para dejarlo inconsciente y llevarlo a la orilla, y la del obispo de Teruel, en el frente, al que querían fusilar y él dio la orden a sus hombres de que lo subieran a un camión y lo depositaran en la frontera francesa. Líster da noticia en sus memorias de algo así, no exactamente. Y sí, la vida de Bernardo tocaba a su fin. Se dormía, apenas se quitaba el oxígeno para hablar, iba a la cama, le costaba dormir, le costaba ducharse, se nos iba, se nos iba para siempre, como nos tenemos que ir todos, estamos invitados a una fiesta que es demasiado corta y llena de guijarros, y en vez de aprovecharla nos ponemos más piedras, nos empeñamos, como dice Gil de Biedma, en ser peores que nosotros mismos.

Yo había vivido un amor imposible, un amor no correspondido que me dejó marcado de por vida, con una chica de mi pueblo, con alguien excepcional que pese a no corresponderme jamás me rechazó, y le estaré eternamente agradecido. La película Memorias de África había puesto de moda a Isak Dinesen y mamá compró un ejemplar de Cuentos de invierno, en la colección Alfaguara de tapas azules. Yo escribí unos versos de Cernuda en la portada para regalárselo a mi diosa: “Sálvame o condéname / mi destino está en tus manos / pero así no me dejes / estar vivo y perderte”. Cernuda, el poeta de moda entonces, junto con Pessoa y Luis Antonio de Villena, entre las chicas cultas hacían furor. Lo medité largamente antes de entregarle ese libro, me estaba poniendo francamente pesado con mis requiebros. Al final no se lo di e hice lo correcto. Hace mucho que no la veo, más de veinte años, pero todos los recuerdos que guardo de ella son entrañables, me gustaría que fuera recíproco.

El libro favorito de Bernardo era El hombrecillo de los gansos, de Wasserman, que compré e intenté leer pero no me gustó y no lo terminé, y cuando dejo un libro a medias es realmente porque no me gusta, no sé. Un verano de hace mucho tiempo me encontré tomando una copa con un amigo de la adolescencia y fuimos un rato a casa a charlar de los viejos tiempos. Estaba haciendo la mili y me comentó muy serio que estaba pensando en coger el cetme y pegarse un tiro, que su abuelo, que se llamaba igual que él, se había suicidado. No supe qué decirle, pero me acordé de que tenía allí el ejemplar de El hombrecillo de los gansos que era de mi abuelo, el que él había leído, se lo conté y se lo regalé, espero que le sirviera. Hasta donde sé, se encuentra bien.

Nunca le pregunté qué prensa leía durante los años de la República, pero conociéndole, supongo que El Sol, lo más parecido a ese tan querido El País para él, que leyó desde que salió hasta que cayó muy enfermo. Mamá tiene otras fotos de ellos en el cuarto de estar. Él está con una camisa de rayas azules y blancas de manga corta, que recuerdo, moreno y con buen aspecto, desde luego era verano y para ser ya de sus últimos años se le ve bien, con esa expresión de nobleza que tenía y esos ojos azules tan brillantes que ha heredado sobre todo Luis Miguel. Ella está en una foto de estudio, muy joven, apenas treinta, tan bella, quizá poco después de que quisieran llevársela para trabajar en el cine.

Mamá compró ese libro de poemas de Borges prácticamente póstumo, Los conjurados, pues salió a la venta allá por las fechas de su muerte. Hace siglos que no lo leo, aunque lo tengo por ahí, y el poema que abre el libro, Cristo en la cruz, puedo asegurar que es igual de conmovedor para un creyente que para cualquier faceta de descreído, como es mi caso, que ni siquiera me molesto en pensar lo que soy, para qué, nos damos mucha importancia, lo mejor es la ataraxia, hay que leer a Marco Aurelio…”de mi abuelo Vero, la virtud”.

La cita, de memoria, no es exacta, sino: “De mi abuelo Vero, el carácter bondadoso y la impasibilidad. De la reputación y recuerdo que tengo del que me engendró, la discreción y la virilidad. De mi madre la veneración a los dioses y la liberalidad, el abstenerme no sólo de obrar mal, sino también de caer en semejante pensamiento. Asimismo, la frugalidad en el régimen de vida y el mantenerme lejos de la vida de los ricos”. Así comienza este maravilloso libro, las meditaciones de Marco Aurelio, escritas en griego en plena campaña contra los partos y los marcomanos. Me fascina el mundo antiguo, y me fascinan los Antoninos, emperadores y filósofos, pero todo según nos he llegado a través de la Yourcennar y gente así, seguro que no fueron más que unos asesinos, como todos los gobernantes de la edad antigua, moderna y contemporánea. Si hoy lo son mucho menos es porque no los dejamos, porque nos hemos dotado de Instituciones que lo impiden.

Mientras Bernardo agonizaba vi una entrevista en la tele a un anciano Tarradellas, que también aparentaba estar muriéndose, como efectivamente sucedió poco después. Compré La Vanguardia, que venía con muchas páginas y el titular de “Ha muerto el president”.

Vengo de la Calle Alcocer. He paseado por la pinada en dirección al chorrillo, he pasado por la maquinita de Levante. He visto, claro, la casa de la abuela. Las casas de Ginés y demás vecinos de enfrente no existen ya. Luego he ido al café mayor. En general, el pueblo está triste, empobrecido, sin vida, o al menos eso me ha parecido. Hace treinta años no era así, no es el recuerdo que guardo.

Al final en el verano del 88 Bernardo se pone muy mal y lo llevan al hospital, donde agoniza. El cura se acerca a hablar con él, a darle la extremaunción. Él le dice que está encantado de charlar y agradece la visita pero que de óleos  (gori gori los llamaba) nada. La noticia corre por el hospital. Voy a verlo, me dice que no esté triste. Tiene convulsiones, y muere, es el final, su final, como el que nos ha de llegar a todos. Luis Miguel está en Canadá haciendo un curso de verano con el primo colgati. A la vuelta vamos a recogerlo y en el coche mamá le dice que tenemos que darle una mala noticia. No dice nada, llora.

Este ha sido el intento de contar la vida de mi abuelo y, por extensión, la mía. Mi abuela Maruja lo sobrevivió 11 años, murió en el otoño del 99, en Jaén, adonde había ido a que le vieran la hernia de hiato, que le molestaba mucho. Al ir a subirse al ascensor cayó muerta. 

El resto de los miembros de la familia estamos vivos, la vida nos va tratando medio bien. Van pasando los años, vamos envejeciendo, entre alegrías, tristezas, problemas, sinsabores, cosas buenas, como en todas las familias. Ya decía Tolstoi que todas las familias felices se parecen y las infelices lo son cada una a su manera. En mi familia hemos sido bastante felices, pese a los muy malos ratos que nos ha deparado la vida, pero los peores están por venir.





 

































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