Federico, el enterrado, y III






Federico García Lorca: el enterrado.



            Los restos de Federico reposan en alguna cuneta, entre Víznar y Alfacar. Pasolini fue asesinado hace cuarenta años y nadie llena su vacío. Leo los “diarios” de Kafka. Los asesinos de palomas matan a poetas incómodos. “Quiero dormir un rato/un rato, un minuto, un siglo/pero que todos sepan que no he muerto/que hay un establo de oro en mis labios/que soy el pequeño amigo del viento del oeste/que soy la sombra inmensa de mis lágrimas”. Este poema del poeta de Fuente Vaqueros estaba colgado en la habitación de mi hermano Daniel cuando éramos niños. Lo debió comprar en algún puesto callejero Era un dibujo de su juventud, con su flequillo y su cara aniñada. Lo contemplaba extasiado, a la vez que leía su poesía casi todas las noches.



            Las cunetas de nuestra doliente patria están llenas de cadáveres: militantes de partidos de izquierda, maestros de escuela, intelectuales. Sus huesos infectan nuestros campos, están por todas partes. Algunos idealistas se empeñan en desenterrarlos, topándose no sólo con la derecha, sino con buena parte de una sociedad que no quiere hacer cuentas con su pasado.

            Federico volvió de su estancia en Nueva York muy cambiado. En los años de la República era toda una celebridad, su teatro era representado, la gente acudía a sus estrenos. Recorrió España con “La barraca”, llevando nuestro teatro clásico a las gentes más humildes. Le gustaba estar con la gente del pueblo, con los gitanos. Se atrevió a amar y ser amado, a ser libre. Su cobarde asesinato a manos de los sublevados, el 18 de agosto de hace 79 años, fue toda una declaración de principios: Franco y los suyos no sólo estaban contra toda idea de libertad y progreso, sino contra el arte, la inteligencia. No tardará ese tullido de Millán Astray en dar su grito de “viva la muerte” en presencia de Unamuno.

            Federico fue la víctima más significativa de esa guerra fratricida, de la crueldad sin límites del fascismo. Su gran amigo, Vicente Aleixandre, lo llora así en su poema “el enterrado”:”¿Lloras?¿Cantas?¿O vives, solo vives sin llanto, /hombre de luz extinta que reposado aguardas,/ sabio de ti y del mundo, bajo la tierra leve”/.

            Su elegía, junto con la de Cernuda, es la que más me conmueve de todas las que se escribieron a raíz de su asesinato. Aleixandre, al final del poema, condena sin paliativos a los verdugos. “¡Ah, ciegos hombres que banales marcháis/pisando un pecho!¡Ah, ciegos delirantes, que un día/segasteis una vida poderosa”/.

            Federico reposa en una cuneta entre Víznar y Alfacar. Su propia familia se opone a que se le busque: por lo visto, no podemos enterrar en paz a nuestros muertos. Nuestros políticos lo ignoran, la mayoría ni lo han leído. Pero sigue vivo en los corazones de muchos, es estudiado en las universidades de medio mundo. Dijo su también amigo Pablo Neruda: “Podréis cortar todas las flores, pero nunca podréis detener la primavera”.






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