El vértigo
Evgenia Ginzburg.
“El vértigo”. Galaxia Gutenberg, 2005.
La historia de las purgas
estalinistas del 37-38, toda la represión, el gulag, figura por derecho propio
en la historia universal de la infamia. El tirano georgiano, víctima de una
paranoia casi sin precedentes, desató un genocidio atroz contra su propio
pueblo, apoyado en criminales como el fiscal Vichinsky, Yagoda, Beria y toda su
cohorte de verdugos, muchos de los cuales acabaron probando de su propia
medicina en esa delirante espiral de violencia que se desató en la heroica
patria del “socialismo realmente existente”.
La revolución de Octubre ya nació
viciada y el propio Lenin comenzó con la represión creando la famosa cheka.
Pero al poco de la muerte del gran líder, el camarada Koba instauró una
terrible dictadura que duró más de veinte años, un régimen de terror
parangonable al Reich de Hitler, Himmler, Heydrich…..
La autora de este escalofriante
testimonio, Evgenia Ginzburg, era una comunista ejemplar, periodista y
profesora de marxismo-leninismo en su natal Kazan. Casada, con dos hijos, no
supo o no quiso ver los horrores del totalitarismo hasta que los sufrió en sus
propias carnes. Vive en un mundo de ensueño hasta que en 1937, en pleno furor
de las purgas, es detenida, acusada de terrorista troskista y condenada a diez
años, que empieza a purgar en la cárcel de su ciudad. Comienza un calvario que
va a durar 15 años, hasta la muerte del tirano. La vida en la prisión es dura:
apenas comen, duermen de día para poder así leer de noche con la débil luz del
pasillo los escasos volúmenes que pueden tomar prestados de la biblioteca. Al
menos tiene una compañera de celda, también presa política, con la que
congeniar y compartir angustias. Zenia, como la llaman, adquiere la costumbre
de recitarse largos poemas, de Puskin, Ajmátova…es una costumbre que adquiere
en la cárcel y le va a servir en su largo martirio para darse ánimos.
Pero lo peor está por llegar: el
traslado a Kolymá, el terrible gulag, el lager. Allí todo es realmente
espantoso: trabajo a destajo en las minas, talando árboles, sin apenas comida,
en medio de un frío polar. Las descripciones son angustiosas, ponen los pelos
de punta. Están condenados a una muerte segura: la comida, como digo, es casi
inexistente, las epidemias abundan, la tuberculosis hace estragos. La gente
muere en masa. Pero Zenia no va a pasar demasiado tiempo trabajando al aire
libre: va a tener suerte, amigos que la van a ayudar: Pronto va a recibir
formación como enfermera y pasar a cuidar enfermos durante casi toda su
estancia en Kolymá. Eso la salvará de una muerte segura: Y llegará también el
amor de Artur, un médico alemán también condenado. Pese a sus largas
separaciones, pasan bastante tiempo juntos. Va a ser el hombre con el que
comparta su vida hasta su temprana muerte, en 1959, a causa de las condiciones
de la deportación. Ella vivirá hasta 1977.
La gente muerte a montones, pasan
hambre, tienen escorbuto: Pero ella no se arredra, ayuda, afronta las
dificultades. Llega el año 1953, la muerte de Stalin. Ya estaba trabajando en
mejores condiciones, en un jardín de infancia. Las cosas empiezan a cambiar:
llega a vivir con ellos su hijo adolescente, que se convertirá en un famoso
escritor disidente, y una niña a la que adoptan. Pueden incluso viajar a Moscú,
al continente, como llaman a Rusia. Dos años después, todos son rehabilitados.
Nuestra Zenia dedicará muchos años a
escribir estas memorias, que golpean al lector, lo sajan como un cuchillo
afilado. Circulará por Rusia clandestinamente, en copias ciclostiladas, pero en
Occidente se publica, Ehrenburg le trae copias de las ediciones. No vivirá para
verlo publicado en su patria, pero ahí está este testimonio sobrecogedor, que
te deja helado. No podemos olvidar, como dijo Aleixandre: “Pero el olvido,
nunca”.
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