Dublineses, ya me queda muy poco...


Hasta aquí he intentado escribir una novela sobre mi abuelo materno, Bernardo Campillo Castillo, en estos inconexos fragmentos perfilados con el mejor de los propósitos, ignoro con qué fortuna. Pero uno no es un novelista, en todo caso un periodista y ensayista con formación de historiador, y quiero creer, cierta facilidad para redactar. Ahora voy a intentar pergeñar unos recuerdos, en primera persona, de alguien que fue importante en mi vida, en la de toda mi familia. Tenía un carisma especial, amor por la cultura, curiosidad intelectual y una bondad innata que le llevó a un enorme sentido de la justicia y lo hacía entrañable. Ocurre que nació en España en 1911, ya terminando el año, el día de los inocentes y eso le empujó a luchar en nuestra guerra incivil. Luchar en una guerra, o en varias, ha sido una constante en la Historia hasta hace digamos que dos días. Mi generación y la de mis padres, los que hemos nacido ya después más o menos de 1940, hemos vivido muy alejados de esa idea de ser movilizados, ese vivir con el miedo a ir al frente a matar o que te maten. Es la primera vez en la Historia en  la que se disfruta de un período de paz de más de setenta años en pleno corazón de Europa, con las tristes excepciones de la guerra de Yugoslavia en los 90 y el conflicto de Crimea ahora mismo, o sea, los resquicios de la guerra fría, los estertores que ha dejado el bloque comunista. Nos enfrentamos a cambios tecnológicos rapidísimos, a la degradación ecológica del planeta, a desagradables fenómenos  populistas…..pero la guerra a cara de perro en el Occidente postindustrial parece ser cosa del pasado, de los libros de historia, y nuestras vidas transcurren sin demasiados sobresaltos, más allá de los económicos y de salud. Este siglo XXI sin duda debe ser el de la mujer,  lo es desde los años sesenta del siglo XX,  pero hay muchos hombres que esto no lo aceptan y las golpean hasta matarlas o dejarlas lelas. En fin, que esta época nuestra de bienestar y paz también encierra muchos problemas y desafíos, no estamos ante el fin de la Historia.

            Pretendo extenderme un poco en la peripecia vital de mi abuelo, tan unida a la mía. Fue la persona que más influyó en mí, en mi forma de enfrentarme a la vida. Me inculcó desde muy niño el amor por los libros y la justicia, la idea de que ser bueno es importante, lo más importante, que hay que querer y saber perdonar. Con su vida y su horrible muerte iluminó mi vida, y estas líneas, que espero lleguen a buen puerto, por su memoria están dictadas y a él y al resto de mi familia, los Meroño Campillo, van dedicadas.

            Bernardo nació en La Unión, entonces un próspero, dentro de lo que cabe, pueblo minero, el 28 de diciembre de 1911. En el país había habido hacía poco elecciones, en las que salió elegido presidente del consejo de ministros Canalejas, quien sería asesinado poco después y sustituido a su vez brevemente por el conde de Romanones: son los estertores de la España de la Restauración,  por la que ya asomaba, aunque sin el peligro que tantos historiadores de derechas nos quieren hacer ver, el partido socialista. Su padre, Bernardo Campillo Ros, hacía el transporte a las minas de material, entonces con carretas. Su madre, a la que conocí de niño, Elvira Castillo, era ama de casa, una mujer que dio a luz a ocho hijos, todos los cuales llegaron a la edad adulta, e incluso una de ellas, mi tía Carmen, acaba de morir centenaria. Bernardo fue un niño normal, estudioso, bueno tanto en letras como en ciencias, lo que le permitió acabar el bachiller con bastante honra y colocarse como contable en unas oficinas, pues era el mayor y toda ayuda, como sabemos, es poca en un hogar humilde con tantas criaturas. Desconozco bastantes detalles de su juventud, mamá no sabe gran cosa, aunque supongo que su sentido de la justicia y sus orígenes humildes le hicieron entrar en contacto con círculos progresistas y republicanos. Desde luego era hombre de café, cigarrillo y tertulia, y supongo que en estas reuniones coincidió con gentes de inquietudes políticas y sociales, que no eran nada raras en la España de los años 30, en la que vivía algo, creo, ocupado en su trabajo y su familia. El advenimiento de la República, el 14 de Abril de 1931 le sorprendió con apenas 19 años, seguramente más centrado en los bailes y los ligues con las chicas que en los avatares que habrían de llevar al país al peor desastre de su historia.

            La casa de la abuela Elvira la recuerdo perfectamente, fui allí hasta que ella murió, contando yo ya seis o siete años. Era una casa de pueblo espaciosa y solariega, con corrales para gallinas y conejos. La cocina era amplia, allí íbamos muchos domingos a comer, exquisitas viandas cocinadas por ella y mi abuela Maruja, excelente cocinera, como veremos. La Unión fue el pueblo donde viví con mis padres y hermanos hasta el año 1972, cuando comencé la escolarización. Por lo tanto coincidieron esos años de mi infancia con los últimos de Franco, el terrible dictador, del que apenas guardo recuerdo y del que sé por estudios y lecturas. Ese pueblo no estaba nada mal, era bonito, había mucha camaradería entre los vecinos y alegría, pese a  que recuerdo bastante  pobreza, en general, un nivel de vida muy bajo, que se extendía en aquella época de los primeros setenta a todo el país. Había una especie de  oasis en aquel pueblo, cruzando las vías del tren y andando un buen trecho monte arriba. Le llamaban el chorrillo, y era una especie de arroyo que bajaba del monte con agua pura y que no era exactamente un curso natural, sino que lo había hecho un albañil que había estado ingresado en un psiquiátrico y dedicó su tiempo al salir a construir dicho paraje, que exactamente en su propósito era una suerte de altar dedicado a la Virgen. Al hombre lo solía ver cuando iba, vestido sencillamente, con pantalones de tela y zapatillas deportivas, siempre con un perrito pequeño. Realmente, guardo muy buenos recuerdos de La Unión.

            Bernardo y Maruja, cuando volvieron de Tetuán en 1962 se fueron a vivir a Linares, un pueblo de Jaén también con economía derivada de las minas. Allí él era el contable y socio de un abrevadero de plomo con sus hermanos. En esa casa pasé algunos de los mejores momentos de mi infancia. Aún la recuerdo como si fuera ayer. Estaba en una calle céntrica al lado de un bar donde la gente comía muchas gambas y dejaba el suelo lleno de las pieles, que se amontonaban y olían y estaba todo muy sucio,  pese a estar riquísimas, que bien las probábamos. Era un bajo, grande, frío en invierno, soleado en verano. Al entrar en el recibidor había un perchero para dejar el sombrero (mi abuelo siempre lo llevó), justo enfrente, la habitación de literas en la que dormía con mis hermanos varones. Andando un poco, el salón, enorme y decorado con cuadros ingleses de caza, con una ventana que daba a la calle. Cuando nacieron mis primos se ponían ahí varias camas para ellos, y era en ese salón donde nos ponían los reyes. Siguiendo desde la habitación estaba el cuarto de estar, donde había porcelanas, una biblioteca, la televisión y un reloj de cuco al que Bernardo daba cuerda todas las noches. Delante la cocina y fuera un patio donde en verano mi abuela ponía una balsa portátil en la que me bañaba con mis hermanos. Volviendo hacia atrás, desde la entrada, había una habitación para mis padres, con muñecas de mi tía Tere, muñecas como de obra de Ibsen. Por último, la habitación de Bernardo y Maruja, con cama de matrimonio, como se estilaba antes.

            Iba a esa casa con mis padres y hermanos durante las vacaciones escolares, en Navidad, Semana Santa y verano. En el camino al abrevadero donde trabajaba Bernardo, tras una senda larga y tortuosa, en alto,  se veían toros y olivos. Ese lugar fue para mí de niño lo más  parecido al paraíso en la tierra.

            En una avenida larga, al lado de casa de los padres de mi tía Maribel estaba Montana, un supermercado que a mí me parecía muy moderno porque tenía queso en lonchas, que apenas se veía entonces en provincias, así como bombones y chocolatinas varias. En la puerta había un caballito al que solíamos subir y que si no recuerdo mal costaba un duro. Recuerdo las procesiones de semana santa, que veía muy cerca de la casa de Bernardo y Maruja. No eran tan espectaculares como las de mi ciudad, pero tenían su gracia y me gustaba verlas. Mi abuelo fumaba ducados, a los que les quitaba el filtro. Cuando vivía en Marruecos fumaba camel sin filtro, algo que he fumado yo antes de dejar el tabaco y que puedo asegurar que era fuerte como un demonio.

            No recuerdo si era en Marzo o Septiembre cuando había feria. Era en el paseo, un sitio algo lejano, un paseo muy largo y agradable que terminaba en una pérgola y adonde llegaban restos de vía férrea. Allí se ponían puestos de churros y chocolate, churros que eran largos, como las ruedas y estaban riquísimos. Había también un cine de verano, en el que recuerdo haber visto ¿Qué me pasa doctor?, película que me resultó mortalmente aburrida y que no he vuelto a ver. Durante la feria de Septiembre o Marzo llegaban enanos toreros, que se subían sobre un toro manso o una vaquilla y hacían todo tipo de piruetas y nos hacían reír y disfrutar a los niños y también a los adultos. Los veranos había unos helados riquísimos, con el sabor de entonces. A mi abuelo le gustaban especialmente los de café y turrón, que devoraba con pasión en las tardes de calor. El tío Luis, con su sempiterno puro y sus muchos kilos de más se dejaba caer por allí y también daba buena cuenta de helados de turrón.

            Coleccionaba cajas de cerillas, meticulosamente, hacía de ello todo un ritual. Las recortaba cuidadosamente, luego abría el álbum y las pegaba con un bote de cola que traía un pincel para extender la cola. Tenía varios álbumes y la operación de cortado y pegado la hacía en su sofá, pegado a la ventana que daba al patio.

            Las navidades en Linares eran entrañables. Como digo, al incorporarse mis primos, a los que llevo unos diez años, se ponían más camas en el salón de los cuadros de caza ingleses, donde yo también dormía a menudo. Unas navidades los reyes nos pusieron un escaléxtrix, entonces una pieza muy  codiciada tanto por niños como por no  tan niños. Mi tío Bernardo lo montó, y estuvimos todas las navidades jugando.

            Recuerdo ver allí la televisión y recuerdo especialmente un pato salvaje de Ibsen en estudio uno, quizá ya con la televisión en color. Era la época, supongo, de los primeros años de la UCD, donde en la televisión pública, la única que había, comenzaban los grandes relatos con aquellas cosas de el aventurero simplicissimus o el barón de Munchaussen. En invierno en aquella casa hacía mucho frío y comíamos castañas asadas y batatas y boniatos. Allá por el año 1973 o 74 se casaron Tere y Pepe y se fueron a vivir a Tahal, entonces un remoto y perdido pueblo de la sierra de Filabres donde él fue destinado como médico de pueblo. Entonces comenzamos a alternar las visitas de Navidad, verano y semana santa a Linares con los viajes a Tahal. Para llegar había que cruzar una cantera y recuerdo que una vez nos perdimos y estuvimos a punto de caer con el coche a un precipicio. En Tahal sí que hacía frío, y en la chimenea asábamos patatas con tocino. Era la casa del médico, muy grande, un bajo, ahí sí que hacía un frío del demonio. Mis tíos no tenían televisión, por lo que cuando queríamos ver algo íbamos a casa del maestro, creo recordar que el único del pueblo que tenía junto con el bar. Allí vimos la famosa final de la copa, no recuerdo si la última del generalísimo, la primera del Rey o algo por el estilo entre el casi siempre campeón Athlétic Club y el Betis, que si no recuerdo mal les mojó la oreja a aquellos vascos prepotentes en un partido épico. Esa alternancia entre dos pueblos tan bellos como remotos, Linares y Tahal, marcó indeleblemente los primeros años de mi existencia.

            Perteneciendo a una familia de perdedores de la guerra civil, la figura del dictador Francisco Franco ha estado muy presente en mi vida pese a contar yo sólo con ocho años cuando murió. Personalmente apenas guardo recuerdos suyos más allá de alguna imagen suya ya muy anciano en la televisión en blanco y negro. Pero mi abuelo y varios de sus hermanos, así como mi tío abuelo paterno Pepe lucharon en la guerra en el bando republicano y probaron luego las cárceles franquistas todos ellos y hablaban bastante del caudillo, lo hicieron durante toda su vida, con más o menos acritud e inquino pero lo hicieron y de eso sí guardo recuerdo. Ignoro hasta qué punto mi abuelo Bernardo le guardaba rencor pero a menudo despotricaba contra él y su régimen lo cual es muy normal teniendo en cuenta hasta qué punto le condicionaron la vida. Hoy los políticos  no tienen tanta influencia en nuestras vidas pero la gente no sabe hasta qué punto eso es una suerte, casi una bendición, muy al contrario, muchos idiotas apoyan y votan a ese  partido de extrema derecha que está hasta en la sopa; no sé realmente quién lo financia pero puedo sospecharlo, Putin, Trump, los iraníes, gente que quiere pescar a río revuelto.

            Recuerdo que poco después de la muerte de Franco, debió ser en las Navidades del 75, en Linares, mamá dijo algo así como: “Bueno, ya está, ha hecho cosas buenas y cosas malas pero está muerto” Ignoro lo que quiso decir en ese momento con que Franco había hecho cosas buenas pero estoy casi seguro de que pronunció esas palabras pues se me quedaron muy grababas en la memoria. Hace unos días que el gobierno ha sacado sus restos del Valle de los Caídos con lo que se acaba con una anomalía histórica y no creo exagerar si digo que por fin entramos de pleno derecho en el club de los países con una democracia consolidada, avanzada.

            Bernardo hablaba mucho de su experiencia de la guerra, sobre todo cuando se hizo mayor, lo que se conocería hoy como “chocheo”, aunque tampoco llegó a hacerse muy anciano. Era casi su tema de conversación favorito durante sus últimos años. Recuerdo que una vez papá le preguntó por qué no creía en Dios, pues se confesaba ateo y le respondió que en la guerra había visto cadáveres amontonados y se dio cuenta entonces de que no hay nada tras la muerte. La noche del golpe de Tejero la pasó pegado a su aparato de radio, sin acostarse. No dijo gran cosa, pero sin duda recordaba aquellas aciagas horas de Julio del 36, las largas vacaciones como las llamó Jaime Camino en su famosa película.

            Recordaba haber recibido la visita en el regimiento que mandaba de Líster y el campesino, de los que no tenía precisamente buena opinión. En cambio, yo no la tengo del todo mala de los héroes del quinto regimiento, aunque en mi caso sólo puedo guiarme por mis estudios y lecturas, y por supuesto, por mis filias, fobias y prejuicios. También me habló de los famosos asesores soviéticos, que iban a enseñarles a manejar aquella artillería de cañones llegada, providencialmente, de la patria de Stalin.

            De mi primer viaja a Inglaterra, realmente la primera vez que salía de España, le traje de Camden una chaqueta de chinchilla que luego heredé yo. Recuerdo que también me compré un sombrero negro, como de detective, que usé poco después como disfraz en el carnaval. Llevaba Bernardo aquella chaqueta humilde, comprada en un baratillo londinense con toda su ilusión, con la buena percha que le quedó tras adelgazar debido a su infarto. Siempre tuvo dignidad y porte. Realmente me sigue conmoviendo en el recuerdo la dignidad de la derrota, la postura ética de los vencidos en la guerra civil, de la mayoría, de casi todos.

            Estas tardes-noche de otoño como la de hoy al ir a coger el autobús y mirar el cielo con nubes me da un pequeño pellizco la ansiedad y me acuerdo de que me pasaba eso cuando de niño esperaba el autobús para ir a La Unión. Quizá mi infancia no haya sido tan idílica como quiero creer; lo cierto es que al dirigirme a ese pueblo o estando en él, yendo los domingos por la noche al cine a ver aquellas sesiones dobles de películas de miedo me asaltaba una especie de presentimiento de que algo iba mal, y por supuesto ese pellizco de ansiedad que digo, en general me embargaba una sensación de malestar. Esa casa en la calle Alcocer no era tan feliz para mí, en ella había claroscuros, en contraste con la casa de Linares, que sí quiero recordar que significaba la alegría y el optimismo, el ir a por castañas en invierno, el comer helados en la feria en verano, ir a montana a comprar queso en lonchas o comer gambas en aquel bar de la esquina con el suelo tan sucio. Pero es que nada es blanco o negro y nadie ha tenido una infancia del todo feliz, y esta tarde esperando el autobús he mirado al cielo y me he visto asaltado por recuerdos melancólicos y atenazado por la ansiedad.

            Estoy leyendo Teresa, de Rosa Chacel. Lo tuve en esa colección de bruguera de tapas cartoné de colores pero se lo regalé a Tere. Quizá el progre y liberal Espronceda no se portó bien con Teresa Mancha, al menos es lo que nos plantea Rosa Chacel en su gran obra. Los dos estuvieron en el exilio, donde fueron más o menos felices, pero las cosas se torcieron al volver a la pacata y timorata España. Rosa Chacel misma estuvo poco después en el exilio, pues redactó esta obra durante los últimos años de la República. La recuerdo perfectamente, pues fue de los últimos del exilio en morir, ya muy anciana, casi con cien años. Espronceda y Teresa Mancha se distanciaron y ella acabó, como algunos sabemos, muy mal. Él se muestra muy altivo y desdeñoso en su segundo canto, el famoso canto a Teresa. Por otro lado, le han dado hace unas semanas el Nobel a Peter Handke, compartido con una escritora polaca, este año tocaban dos premios Nobel de literatura al no haberlo el año pasado. Hankde ha estado varias veces en Linares, y allí pergeñó el ensayo sobre el cansancio, que también regalé a Tere, con una larga dedicatoria.

            Hace poco vi a Antonio, el hombre que llevaba la pizzería de la calle Palas, en el bajo de casa de los abuelos. No me reconoció y yo tardé en reconocerle, normal cuando llevamos treinta años sin vernos. Esa pizzería era de Torrevieja, ignoro si sigue allí abierta, en la calle Palas estuvo tres o cuatro años. A Pablo le encantaba. Las pizzas estaban bastante buenas, y las ensaladas, que llevaban un tomate y unos trozos de zanahoria riquísimos. Muchas noches, estando él ya muy mal, cenábamos ahí. Ahora hay una especie de cervecería, diría que no muy frecuentada.

            En esa casa de la calle Palas vi con Tere doctor Zhivago, una noche de invierno, estando yo haciendo, supongo, el bachiller. Y en esa casa Bernardo tuvo una agonía horrible entre febrero y julio de 1988, atado a una bombona de oxígeno, con los pulmones encharcados, sin poder respirar. Poco después, o durante su agonía, no recuerdo, vi en el cineclub que entonces estaba en mi Instituto, el Isaac Peral, Dublineses, de Huston, que acababa de morir de un terrible enfisema y que también estuvo encadenado a una bombona de oxígeno de las de antes.

            No sabemos demasiado de la vida de Teresa Mancha, pero desde luego que Rosa Chacel novela estupendamente su decadencia y caída en desgracia. Ay, el progre Espronceda, el liberal, quizá no lo era tanto, al menos no en su trato hacia ella. “¡Oh Teresa, oh dolor, lágrimas mías/ah, ¿dónde estáis que no corréis a mares?/¿Por qué, por qué como en mejores días/no consoláis vosotras mis pesares?/oh, los que no sabéis las agonías/de un corazón, que penas a millares, /¡ay!desgarraron, y que ya no llora/piedad tened de mi tormento ahora”. Desde luego mejor suerte mereció Teresa Mancha, mejor suerte sin duda también mereció su durante mucho tiempo adorado poeta. Y en esta fría tarde de otoño rememoro aquella lejana noche en la que vi por primera vez a Omar Shariff y Julie Christie sufrir los rigores de la revolución bolchevique.

            Mientras dure la guerra no está  nada mal, es más, es la mejor película sobre la guerra civil que haya visto, aunque no sea exactamente una película sobre la guerra civil. Lo es más bien sobre las dudas de Unamuno, un hombre agónico, durante las primeras semanas del conflicto. De cómo don Miguel pasó de apoyar el golpe, pues lo consideraba un mal menor ante los indudables desórdenes de la República, a enfrentarse a los nacionales, pues entre otras cosas fusilaron a sus dos amigos del alma, la única compañía que le quedaba en su triste vejez. Está bien perfilada la personalidad de Unamuno, hombre inquieto, contradictorio y raro, con un concepto muy extraño y ambivalente de la religión católica, algo que lo marcó profundamente durante toda su vida. Mucho me han impactado sus escritos sobre el asunto, “Del sentimiento trágico de la vida”, “La agonía del cristianismo”o “San Manuel Bueno,  Mártir”, libro que tuve que leer en el colegio y que me dejó marcado y acabo de releer y comprobar que es una gran “nivola”, muy unamuniana, que con la información que tenemos hoy, con nuestro modelo de vida, puede resultarnos naïve, pero es un gran libro, que retrata con lupa las zozobras de ese cura rural que ha perdido la fe. El film de Amenábar, fantástico, puede ser una buena oportunidad de que la gente, sobre todo los jóvenes, se acerquen al gran pensador vasco y lo lean, algo que merece mucho la pena.

















 
Hasta aquí he intentado escribir una novela sobre mi abuelo materno, Bernardo Campillo Castillo, en estos inconexos fragmentos perfilados con el mejor de los propósitos, ignoro con qué fortuna. Pero uno no es un novelista, en todo caso un periodista y ensayista con formación de historiador, y quiero creer, cierta facilidad para redactar. Ahora voy a intentar pergeñar unos recuerdos, en primera persona, de alguien que fue importante en mi vida, en la de toda mi familia. Tenía un carisma especial, amor por la cultura, curiosidad intelectual y una bondad innata que le llevó a un enorme sentido de la justicia y lo hacía entrañable. Ocurre que nació en España en 1911, ya terminando el año, el día de los inocentes y eso le empujó a luchar en nuestra guerra incivil. Luchar en una guerra, o en varias, ha sido una constante en la Historia hasta hace digamos que dos días. Mi generación y la de mis padres, los que hemos nacido ya después más o menos de 1940, hemos vivido muy alejados de esa idea de ser movilizados, ese vivir con el miedo a ir al frente a matar o que te maten. Es la primera vez en la Historia en  la que se disfruta de un período de paz de más de setenta años en pleno corazón de Europa, con las tristes excepciones de la guerra de Yugoslavia en los 90 y el conflicto de Crimea ahora mismo, o sea, los resquicios de la guerra fría, los estertores que ha dejado el bloque comunista. Nos enfrentamos a cambios tecnológicos rapidísimos, a la degradación ecológica del planeta, a desagradables fenómenos  populistas…..pero la guerra a cara de perro en el Occidente postindustrial parece ser cosa del pasado, de los libros de historia, y nuestras vidas transcurren sin demasiados sobresaltos, más allá de los económicos y de salud. Este siglo XXI sin duda debe ser el de la mujer,  lo es desde los años sesenta del siglo XX,  pero hay muchos hombres que esto no lo aceptan y las golpean hasta matarlas o dejarlas lelas. En fin, que esta época nuestra de bienestar y paz también encierra muchos problemas y desafíos, no estamos ante el fin de la Historia.
            Pretendo extenderme un poco en la peripecia vital de mi abuelo, tan unida a la mía. Fue la persona que más influyó en mí, en mi forma de enfrentarme a la vida. Me inculcó desde muy niño el amor por los libros y la justicia, la idea de que ser bueno es importante, lo más importante, que hay que querer y saber perdonar. Con su vida y su horrible muerte iluminó mi vida, y estas líneas, que espero lleguen a buen puerto, por su memoria están dictadas y a él y al resto de mi familia, los Meroño Campillo, van dedicadas.
            Bernardo nació en La Unión, entonces un próspero, dentro de lo que cabe, pueblo minero, el 28 de diciembre de 1911. En el país había habido hacía poco elecciones, en las que salió elegido presidente del consejo de ministros Canalejas, quien sería asesinado poco después y sustituido a su vez brevemente por el conde de Romanones: son los estertores de la España de la Restauración,  por la que ya asomaba, aunque sin el peligro que tantos historiadores de derechas nos quieren hacer ver, el partido socialista. Su padre, Bernardo Campillo Ros, hacía el transporte a las minas de material, entonces con carretas. Su madre, a la que conocí de niño, Elvira Castillo, era ama de casa, una mujer que dio a luz a ocho hijos, todos los cuales llegaron a la edad adulta, e incluso una de ellas, mi tía Carmen, acaba de morir centenaria. Bernardo fue un niño normal, estudioso, bueno tanto en letras como en ciencias, lo que le permitió acabar el bachiller con bastante honra y colocarse como contable en unas oficinas, pues era el mayor y toda ayuda, como sabemos, es poca en un hogar humilde con tantas criaturas. Desconozco bastantes detalles de su juventud, mamá no sabe gran cosa, aunque supongo que su sentido de la justicia y sus orígenes humildes le hicieron entrar en contacto con círculos progresistas y republicanos. Desde luego era hombre de café, cigarrillo y tertulia, y supongo que en estas reuniones coincidió con gentes de inquietudes políticas y sociales, que no eran nada raras en la España de los años 30, en la que vivía algo, creo, ocupado en su trabajo y su familia. El advenimiento de la República, el 14 de Abril de 1931 le sorprendió con apenas 19 años, seguramente más centrado en los bailes y los ligues con las chicas que en los avatares que habrían de llevar al país al peor desastre de su historia.
            La casa de la abuela Elvira la recuerdo perfectamente, fui allí hasta que ella murió, contando yo ya seis o siete años. Era una casa de pueblo espaciosa y solariega, con corrales para gallinas y conejos. La cocina era amplia, allí íbamos muchos domingos a comer, exquisitas viandas cocinadas por ella y mi abuela Maruja, excelente cocinera, como veremos. La Unión fue el pueblo donde viví con mis padres y hermanos hasta el año 1972, cuando comencé la escolarización. Por lo tanto coincidieron esos años de mi infancia con los últimos de Franco, el terrible dictador, del que apenas guardo recuerdo y del que sé por estudios y lecturas. Ese pueblo no estaba nada mal, era bonito, había mucha camaradería entre los vecinos y alegría, pese a  que recuerdo bastante  pobreza, en general, un nivel de vida muy bajo, que se extendía en aquella época de los primeros setenta a todo el país. Había una especie de  oasis en aquel pueblo, cruzando las vías del tren y andando un buen trecho monte arriba. Le llamaban el chorrillo, y era una especie de arroyo que bajaba del monte con agua pura y que no era exactamente un curso natural, sino que lo había hecho un albañil que había estado ingresado en un psiquiátrico y dedicó su tiempo al salir a construir dicho paraje, que exactamente en su propósito era una suerte de altar dedicado a la Virgen. Al hombre lo solía ver cuando iba, vestido sencillamente, con pantalones de tela y zapatillas deportivas, siempre con un perrito pequeño. Realmente, guardo muy buenos recuerdos de La Unión.
            Bernardo y Maruja, cuando volvieron de Tetuán en 1962 se fueron a vivir a Linares, un pueblo de Jaén también con economía derivada de las minas. Allí él era el contable y socio de un abrevadero de plomo con sus hermanos. En esa casa pasé algunos de los mejores momentos de mi infancia. Aún la recuerdo como si fuera ayer. Estaba en una calle céntrica al lado de un bar donde la gente comía muchas gambas y dejaba el suelo lleno de las pieles, que se amontonaban y olían y estaba todo muy sucio,  pese a estar riquísimas, que bien las probábamos. Era un bajo, grande, frío en invierno, soleado en verano. Al entrar en el recibidor había un perchero para dejar el sombrero (mi abuelo siempre lo llevó), justo enfrente, la habitación de literas en la que dormía con mis hermanos varones. Andando un poco, el salón, enorme y decorado con cuadros ingleses de caza, con una ventana que daba a la calle. Cuando nacieron mis primos se ponían ahí varias camas para ellos, y era en ese salón donde nos ponían los reyes. Siguiendo desde la habitación estaba el cuarto de estar, donde había porcelanas, una biblioteca, la televisión y un reloj de cuco al que Bernardo daba cuerda todas las noches. Delante la cocina y fuera un patio donde en verano mi abuela ponía una balsa portátil en la que me bañaba con mis hermanos. Volviendo hacia atrás, desde la entrada, había una habitación para mis padres, con muñecas de mi tía Tere, muñecas como de obra de Ibsen. Por último, la habitación de Bernardo y Maruja, con cama de matrimonio, como se estilaba antes.
            Iba a esa casa con mis padres y hermanos durante las vacaciones escolares, en Navidad, Semana Santa y verano. En el camino al abrevadero donde trabajaba Bernardo, tras una senda larga y tortuosa, en alto,  se veían toros y olivos. Ese lugar fue para mí de niño lo más  parecido al paraíso en la tierra.
            En una avenida larga, al lado de casa de los padres de mi tía Maribel estaba Montana, un supermercado que a mí me parecía muy moderno porque tenía queso en lonchas, que apenas se veía entonces en provincias, así como bombones y chocolatinas varias. En la puerta había un caballito al que solíamos subir y que si no recuerdo mal costaba un duro. Recuerdo las procesiones de semana santa, que veía muy cerca de la casa de Bernardo y Maruja. No eran tan espectaculares como las de mi ciudad, pero tenían su gracia y me gustaba verlas. Mi abuelo fumaba ducados, a los que les quitaba el filtro. Cuando vivía en Marruecos fumaba camel sin filtro, algo que he fumado yo antes de dejar el tabaco y que puedo asegurar que era fuerte como un demonio.
            No recuerdo si era en Marzo o Septiembre cuando había feria. Era en el paseo, un sitio algo lejano, un paseo muy largo y agradable que terminaba en una pérgola y adonde llegaban restos de vía férrea. Allí se ponían puestos de churros y chocolate, churros que eran largos, como las ruedas y estaban riquísimos. Había también un cine de verano, en el que recuerdo haber visto ¿Qué me pasa doctor?, película que me resultó mortalmente aburrida y que no he vuelto a ver. Durante la feria de Septiembre o Marzo llegaban enanos toreros, que se subían sobre un toro manso o una vaquilla y hacían todo tipo de piruetas y nos hacían reír y disfrutar a los niños y también a los adultos. Los veranos había unos helados riquísimos, con el sabor de entonces. A mi abuelo le gustaban especialmente los de café y turrón, que devoraba con pasión en las tardes de calor. El tío Luis, con su sempiterno puro y sus muchos kilos de más se dejaba caer por allí y también daba buena cuenta de helados de turrón.
            Coleccionaba cajas de cerillas, meticulosamente, hacía de ello todo un ritual. Las recortaba cuidadosamente, luego abría el álbum y las pegaba con un bote de cola que traía un pincel para extender la cola. Tenía varios álbumes y la operación de cortado y pegado la hacía en su sofá, pegado a la ventana que daba al patio.
            Las navidades en Linares eran entrañables. Como digo, al incorporarse mis primos, a los que llevo unos diez años, se ponían más camas en el salón de los cuadros de caza ingleses, donde yo también dormía a menudo. Unas navidades los reyes nos pusieron un escaléxtrix, entonces una pieza muy  codiciada tanto por niños como por no  tan niños. Mi tío Bernardo lo montó, y estuvimos todas las navidades jugando.
            Recuerdo ver allí la televisión y recuerdo especialmente un pato salvaje de Ibsen en estudio uno, quizá ya con la televisión en color. Era la época, supongo, de los primeros años de la UCD, donde en la televisión pública, la única que había, comenzaban los grandes relatos con aquellas cosas de el aventurero simplicissimus o el barón de Munchaussen. En invierno en aquella casa hacía mucho frío y comíamos castañas asadas y batatas y boniatos. Allá por el año 1973 o 74 se casaron Tere y Pepe y se fueron a vivir a Tahal, entonces un remoto y perdido pueblo de la sierra de Filabres donde él fue destinado como médico de pueblo. Entonces comenzamos a alternar las visitas de Navidad, verano y semana santa a Linares con los viajes a Tahal. Para llegar había que cruzar una cantera y recuerdo que una vez nos perdimos y estuvimos a punto de caer con el coche a un precipicio. En Tahal sí que hacía frío, y en la chimenea asábamos patatas con tocino. Era la casa del médico, muy grande, un bajo, ahí sí que hacía un frío del demonio. Mis tíos no tenían televisión, por lo que cuando queríamos ver algo íbamos a casa del maestro, creo recordar que el único del pueblo que tenía junto con el bar. Allí vimos la famosa final de la copa, no recuerdo si la última del generalísimo, la primera del Rey o algo por el estilo entre el casi siempre campeón Athlétic Club y el Betis, que si no recuerdo mal les mojó la oreja a aquellos vascos prepotentes en un partido épico. Esa alternancia entre dos pueblos tan bellos como remotos, Linares y Tahal, marcó indeleblemente los primeros años de mi existencia.
            Perteneciendo a una familia de perdedores de la guerra civil, la figura del dictador Francisco Franco ha estado muy presente en mi vida pese a contar yo sólo con ocho años cuando murió. Personalmente apenas guardo recuerdos suyos más allá de alguna imagen suya ya muy anciano en la televisión en blanco y negro. Pero mi abuelo y varios de sus hermanos, así como mi tío abuelo paterno Pepe lucharon en la guerra en el bando republicano y probaron luego las cárceles franquistas todos ellos y hablaban bastante del caudillo, lo hicieron durante toda su vida, con más o menos acritud e inquino pero lo hicieron y de eso sí guardo recuerdo. Ignoro hasta qué punto mi abuelo Bernardo le guardaba rencor pero a menudo despotricaba contra él y su régimen lo cual es muy normal teniendo en cuenta hasta qué punto le condicionaron la vida. Hoy los políticos  no tienen tanta influencia en nuestras vidas pero la gente no sabe hasta qué punto eso es una suerte, casi una bendición, muy al contrario, muchos idiotas apoyan y votan a ese  partido de extrema derecha que está hasta en la sopa; no sé realmente quién lo financia pero puedo sospecharlo, Putin, Trump, los iraníes, gente que quiere pescar a río revuelto.
            Recuerdo que poco después de la muerte de Franco, debió ser en las Navidades del 75, en Linares, mamá dijo algo así como: “Bueno, ya está, ha hecho cosas buenas y cosas malas pero está muerto” Ignoro lo que quiso decir en ese momento con que Franco había hecho cosas buenas pero estoy casi seguro de que pronunció esas palabras pues se me quedaron muy grababas en la memoria. Hace unos días que el gobierno ha sacado sus restos del Valle de los Caídos con lo que se acaba con una anomalía histórica y no creo exagerar si digo que por fin entramos de pleno derecho en el club de los países con una democracia consolidada, avanzada.
            Bernardo hablaba mucho de su experiencia de la guerra, sobre todo cuando se hizo mayor, lo que se conocería hoy como “chocheo”, aunque tampoco llegó a hacerse muy anciano. Era casi su tema de conversación favorito durante sus últimos años. Recuerdo que una vez papá le preguntó por qué no creía en Dios, pues se confesaba ateo y le respondió que en la guerra había visto cadáveres amontonados y se dio cuenta entonces de que no hay nada tras la muerte. La noche del golpe de Tejero la pasó pegado a su aparato de radio, sin acostarse. No dijo gran cosa, pero sin duda recordaba aquellas aciagas horas de Julio del 36, las largas vacaciones como las llamó Jaime Camino en su famosa película.
            Recordaba haber recibido la visita en el regimiento que mandaba de Líster y el campesino, de los que no tenía precisamente buena opinión. En cambio, yo no la tengo del todo mala de los héroes del quinto regimiento, aunque en mi caso sólo puedo guiarme por mis estudios y lecturas, y por supuesto, por mis filias, fobias y prejuicios. También me habló de los famosos asesores soviéticos, que iban a enseñarles a manejar aquella artillería de cañones llegada, providencialmente, de la patria de Stalin.
            De mi primer viaja a Inglaterra, realmente la primera vez que salía de España, le traje de Camden una chaqueta de chinchilla que luego heredé yo. Recuerdo que también me compré un sombrero negro, como de detective, que usé poco después como disfraz en el carnaval. Llevaba Bernardo aquella chaqueta humilde, comprada en un baratillo londinense con toda su ilusión, con la buena percha que le quedó tras adelgazar debido a su infarto. Siempre tuvo dignidad y porte. Realmente me sigue conmoviendo en el recuerdo la dignidad de la derrota, la postura ética de los vencidos en la guerra civil, de la mayoría, de casi todos.
            Estas tardes-noche de otoño como la de hoy al ir a coger el autobús y mirar el cielo con nubes me da un pequeño pellizco la ansiedad y me acuerdo de que me pasaba eso cuando de niño esperaba el autobús para ir a La Unión. Quizá mi infancia no haya sido tan idílica como quiero creer; lo cierto es que al dirigirme a ese pueblo o estando en él, yendo los domingos por la noche al cine a ver aquellas sesiones dobles de películas de miedo me asaltaba una especie de presentimiento de que algo iba mal, y por supuesto ese pellizco de ansiedad que digo, en general me embargaba una sensación de malestar. Esa casa en la calle Alcocer no era tan feliz para mí, en ella había claroscuros, en contraste con la casa de Linares, que sí quiero recordar que significaba la alegría y el optimismo, el ir a por castañas en invierno, el comer helados en la feria en verano, ir a montana a comprar queso en lonchas o comer gambas en aquel bar de la esquina con el suelo tan sucio. Pero es que nada es blanco o negro y nadie ha tenido una infancia del todo feliz, y esta tarde esperando el autobús he mirado al cielo y me he visto asaltado por recuerdos melancólicos y atenazado por la ansiedad.
            Estoy leyendo Teresa, de Rosa Chacel. Lo tuve en esa colección de bruguera de tapas cartoné de colores pero se lo regalé a Tere. Quizá el progre y liberal Espronceda no se portó bien con Teresa Mancha, al menos es lo que nos plantea Rosa Chacel en su gran obra. Los dos estuvieron en el exilio, donde fueron más o menos felices, pero las cosas se torcieron al volver a la pacata y timorata España. Rosa Chacel misma estuvo poco después en el exilio, pues redactó esta obra durante los últimos años de la República. La recuerdo perfectamente, pues fue de los últimos del exilio en morir, ya muy anciana, casi con cien años. Espronceda y Teresa Mancha se distanciaron y ella acabó, como algunos sabemos, muy mal. Él se muestra muy altivo y desdeñoso en su segundo canto, el famoso canto a Teresa. Por otro lado, le han dado hace unas semanas el Nobel a Peter Handke, compartido con una escritora polaca, este año tocaban dos premios Nobel de literatura al no haberlo el año pasado. Hankde ha estado varias veces en Linares, y allí pergeñó el ensayo sobre el cansancio, que también regalé a Tere, con una larga dedicatoria.
            Hace poco vi a Antonio, el hombre que llevaba la pizzería de la calle Palas, en el bajo de casa de los abuelos. No me reconoció y yo tardé en reconocerle, normal cuando llevamos treinta años sin vernos. Esa pizzería era de Torrevieja, ignoro si sigue allí abierta, en la calle Palas estuvo tres o cuatro años. A Pablo le encantaba. Las pizzas estaban bastante buenas, y las ensaladas, que llevaban un tomate y unos trozos de zanahoria riquísimos. Muchas noches, estando él ya muy mal, cenábamos ahí. Ahora hay una especie de cervecería, diría que no muy frecuentada.
            En esa casa de la calle Palas vi con Tere doctor Zhivago, una noche de invierno, estando yo haciendo, supongo, el bachiller. Y en esa casa Bernardo tuvo una agonía horrible entre febrero y julio de 1988, atado a una bombona de oxígeno, con los pulmones encharcados, sin poder respirar. Poco después, o durante su agonía, no recuerdo, vi en el cineclub que entonces estaba en mi Instituto, el Isaac Peral, Dublineses, de Huston, que acababa de morir de un terrible enfisema y que también estuvo encadenado a una bombona de oxígeno de las de antes.
            No sabemos demasiado de la vida de Teresa Mancha, pero desde luego que Rosa Chacel novela estupendamente su decadencia y caída en desgracia. Ay, el progre Espronceda, el liberal, quizá no lo era tanto, al menos no en su trato hacia ella. “¡Oh Teresa, oh dolor, lágrimas mías/ah, ¿dónde estáis que no corréis a mares?/¿Por qué, por qué como en mejores días/no consoláis vosotras mis pesares?/oh, los que no sabéis las agonías/de un corazón, que penas a millares, /¡ay!desgarraron, y que ya no llora/piedad tened de mi tormento ahora”. Desde luego mejor suerte mereció Teresa Mancha, mejor suerte sin duda también mereció su durante mucho tiempo adorado poeta. Y en esta fría tarde de otoño rememoro aquella lejana noche en la que vi por primera vez a Omar Shariff y Julie Christie sufrir los rigores de la revolución bolchevique.
            Mientras dure la guerra no está  nada mal, es más, es la mejor película sobre la guerra civil que haya visto, aunque no sea exactamente una película sobre la guerra civil. Lo es más bien sobre las dudas de Unamuno, un hombre agónico, durante las primeras semanas del conflicto. De cómo don Miguel pasó de apoyar el golpe, pues lo consideraba un mal menor ante los indudables desórdenes de la República, a enfrentarse a los nacionales, pues entre otras cosas fusilaron a sus dos amigos del alma, la única compañía que le quedaba en su triste vejez. Está bien perfilada la personalidad de Unamuno, hombre inquieto, contradictorio y raro, con un concepto muy extraño y ambivalente de la religión católica, algo que lo marcó profundamente durante toda su vida. Mucho me han impactado sus escritos sobre el asunto, “Del sentimiento trágico de la vida”, “La agonía del cristianismo”o “San Manuel Bueno,  Mártir”, libro que tuve que leer en el colegio y que me dejó marcado y acabo de releer y comprobar que es una gran “nivola”, muy unamuniana, que con la información que tenemos hoy, con nuestro modelo de vida, puede resultarnos naïve, pero es un gran libro, que retrata con lupa las zozobras de ese cura rural que ha perdido la fe. El film de Amenábar, fantástico, puede ser una buena oportunidad de que la gente, sobre todo los jóvenes, se acerquen al gran pensador vasco y lo lean, algo que merece mucho la pena.




























           






































           





Comentarios

Entradas populares