Dublineses...ya queda menos...


Corre el año 88, más bien termina. Estás en el cineclub del Instituto donde hiciste COU. Dublineses. Los dos acaban de morir atados a una bombona de oxígeno. Estás triste, hace frío. En ese cine te pusieron Marat Sade. Sólo han pasado tres años, mas te resulta toda una vida. Anjelica Huston llora la muerte de su amigo mientras nieva sobre Dublín, nieva sobre los vivos y los muertos  Aún no has leído Ulises pero sí Dublineses y el retrato. Puede que Joyce plagiara, pero lo que no es traducción es plagio.

            Las lágrimas de Anjelica son sinceras, son por su padre, ese bon vivant, ese gigante guapo con chispazos de genio.

            -¿Le importa si fumo como una chimenea? Mi padre acaba de morir de un enfisema, pero necesito fumar.

            Creo recordar que la entrevista se la hizo Rosa Montero pero no estoy seguro, se me borran los recuerdos, ha pasado mucho tiempo, recuerdo demasiadas cosas, me gustaría tener menos memoria, ser feliz.

            Todos morimos, 76 años era una edad respetable entonces. Una agonía terrible, eso fue lo peor, de Febrero a Julio, un día tras otro, con sus tardes, sus noches, sus madrugadas. Le llegó su uniforme de militar, su paga. Teniente, de academia. Uno, dos y a Teruel, batería de cañones, mil hombres. Pero nadie muere del  todo, nuestros muertos habitan en nuestra memoria, guardamos sus fotos en el cuarto de estar, en la mesilla de noche. A veces seguimos viviendo en su casa, haciendo lo mismo que cuando estaban entre nosotros, pisamos por donde pisaban ellos, desayunamos en el mismo bar, la vida sigue, el mundo seguirá girando hasta el fin de los tiempos.

            Anjelica vive sin su padre hace ya treinta años y seguramente sigue fumando y va envejeciendo y ya no es tan extraordinariamente bella como cuando hizo dublineses o el honor de los Prizzi y puede que guarde fotos y llore desconsolada en la cena de nochebuena o en una tarde de otoño, cuando las calles están llenas de gente que compra y pasea y se dirige a alguna parte y recuerda algún viejo amor como hace ella en la inmortal cinta de John Huston.

            Hace frío en este salón de actos, te pones el chaquetón mientras en la pantalla nieva y estás paralizado por la angustia. Cerca de ti hay un tipo que estudia filosofía, tiene un muñón y escribe, te lo encuentras en todo tipo de eventos culturales hace treinta años, observas cuando lo ves ahora que apenas ha cambiado, no está gordo ni tiene un andar torpe, frecuenta tertulias al aire libre con los pocos intelectuales, ya ancianos, que quedan en tu ciudad.

            Has estado en París sin apenas chapurrear francés, nada, ni una palabra, un taxista de color muy simpático se empeña en que pronuncies correctamente Rue Rennes y no te deja bajar hasta que piensa que lo has logrado.

            “Para enterrar a los muertos/cualquiera sirve, cualquiera/menos un sepulturero”, le espetas a Tere cuando el ataúd termina de caer a tierra. Te acuerdas de toda la escena del entierro de la condesa descalza, una de las últimas pelis que viste con él antes de morir. Bogart llora a Ava Gardner en medio de una copiosa lluvia. Se aproxima el verano del 36, la primavera viene siendo revuelta, mucho, todo es un caos: Falange, Ceda, PCE, PSOE. CNT, hay disparos, asesinatos, la gente tiene miedo a salir de casa, hay ruido de sables. Azaña está paralizado por el miedo y se dedica a escribir en su diario de tapas rojas. Los militares están a punto de alzarse. El futuro teniente Bernardo trabaja como contable, tiene un buen puesto, pasea, toma café, vive con preocupación los sucesos del país, va al cine, lee los periódicos, la vida sigue.

            Pasionaria lanza incendiarios discursos. Mientras, en un cementerio italiano plagado de estatuas de mármol Boggie llora a la bella María Vargas, musa luego de Huston, “nada de Ava”, se quejaría el gran mujeriego, una que no cayó en sus redes. No, nadie muere del todo, ni Ava ni el teniente Campillo, todos viven en el recuerdo de alguien. Dolores advierte a Calvo Sotelo, el teniente Castillo es asesinado, unos guardias de asalto sacan de noche de su cama al prócer advertido por Pasionaria y se lo cargan en libreta. Los rebeldes lo tienen a huevo. El 17 de Julio la guarnición de Melilla se subleva. Pocas horas después sigue la asonada en Canarias y luego en todo el país.

            Federico, asustado, se va a Granada. Cae un gobierno tras otro, hasta llegar a Largo Caballero, el famoso y temido Lenin español. Madrid es asediada, se combate a muerte en la ciudad universitaria. Bernardo toma café con su amigo Andrés, un prometedor estudiante de derecho. Ambos simpatizan con Azaña, con su Izquierda Republicana. Leen el sol, son dos burgueses de provincias inquietos. El financiero Juan March, justamente encarcelado por los jueces de la República ha dado dinero para financiar el golpe. El dragon rapide traslada a Franco a Canarias, el golpe se extiende por todo el país el 18 de Julio: la guerra civil española comenzado.

            Fue el preludio, el campo de pruebas para el conflicto mundial que se avecinará justo tres años después a la vez que un mito romántico para jóvenes e intelectuales de todo el mundo, que se dirigieron a nuestro pobre pueblo para luchar en el frente o recabar información para los principales periódicos y radios de Occidente. Durante tres años, España será el centro del mundo, por primera y, espero, última vez en su historia.

            La noticia de la sublevación pilla a Bernardo y Andrés preparando las vacaciones. Saben que van a ser movilizados, están en la edad ideal para el combate.

            -¿Qué hacemos? Tendremos que alistarnos.

            -Deberíamos intentar entrar a la academia, saldríamos de oficiales, con mejor destino y mayores posibilidades de salir con vida.

            Está siendo un verano muy caluroso en esta zona del sureste, bueno, en todo el país, pero hay una gran efervescencia: aquí el golpe ha fracasado, es zona obrera, minera y la gente se alista entusiasmada, o al menos esa impresión dan muchos, luego el miedo va por cada uno.

            El golpe ha triunfado en la mitad del país, sobre todo en Castilla y parte de Andalucía, donde Queipo de Llano con sus moros siembra un terror brutal que tardará decenios en olvidarse, pobre Sevilla. Mientras Bernardo y Andrés se preparan para ingresar en la academia se suceden los presidentes del consejo de ministros a velocidad de vértigo: Casares Quiroga, Martínez Barrio, Giral y poco después Largo Caballero, en recientes palabras de Paul Preston, el peor presidente del gobierno de la historia de España.

            El golpe se venía fraguando desde el 14 de abril del 31, pero el triunfo del Frente Popular lo precipitó todo: Mola, Goded, Cabanillas, todos se significan,  todos menos Franco, que permanecerá agazapado con su habitual tacticismo hasta estar seguro de que el dragon rapide va a trasladarlo desde Canarias, el destino que le preparó el ingenuo Azaña, hasta Marruecos, desde donde dirige todo y  pasa en breve a convertirse en generalísimo el primero de octubre, cargo que ostentará, como es sabido, hasta el día de su muerte.

            Madrid es atrozmente asediado por los rebeldes. Al igual que en Cartagena, que en todas las zonas que no han caído, la defensa de la legalidad es clara. Pasionaria asegura que la capital será la tumba del fascismo; parece que, junto con el no menos famoso “No pasarán” serán dos frases que den la vuelta al mundo. Las democracias occidentales, con Inglaterra y Francia a la cabeza, dejan al gobierno legítimo a su suerte en un gesto cobarde que en breve el mundo entero pagará con un baño de sangre sin precedentes en los Anales.

            Se suceden los combates en la ciudad universitaria. Líster, un comunista de orígenes humildes, se va a convertir en el héroe del Quinto Regimiento, crucial durante toda la contienda en defensa de la legalidad republicana. La represión y los asesinatos se suceden sin medida en la retaguardia de ambos bandos, pero con mucha mayor sinrazón y cobardía por parte de los rebeldes.

            Hace mucho calor en esta pequeña ciudad del sureste. Bernardo y Andrés salen los domingos a pasear y tomar una horchata, hay unas horas de permiso. Andrés es muy joven, demasiado para tener novia, escribe casi  a diario a sus padres y por las noches, a ratos perdidos lee a Kant y a Schopenhauer, lecturas recomendadas por sus primos, que estudian filosofía en la Universidad Central a la vez que celosamente combaten con valentía para defender la capital. Ambos han sido alumnos de Besteiro, hombre decente espantado ante tanta barbarie, que sigue de concejal en el ayuntamiento de Madrid, en cuyas propias oficinas hace su vida e incluso duerme.

            -Han fusilado a Goded en Montjuich.

            -¿Cómo lo sabes? La censura es aquí igual o peor que en el bando nacional.

            -Me lo ha dicho el capitán Contreras, un buen tipo.

            -Esto va para largo, tenemos que esforzarnos para salir de aquí con un buen destino. Va en ello nuestra supervivencia.

            Sí, el verano del 36 transcurre caluroso y agitado en la península ibérica y por descontado en Ceuta, Melilla y los archipiélagos.

            Pero en la madrugada del 19 de agosto se produce el que quizás sea el hecho más luctuoso e injusto de la guerra: Federico García Lorca es asesinado en Alfacar junto a un maestro y dos banderilleros y yace desde entonces el alguna fosa común si no es que alguien lo desenterró y dios sabe dónde se llevó su cuerpo, su cuerpo de Apolo virginal. Todo el mundo civilizado está conmovido, Federico era el español más ilustre de esa España maldita. Sus amigos le dedican elegías muy emotivas, desde la cerebral de Cernuda a la más emotiva de Miguel Hernández o la muy dura de Aleixandre. De adolescente tenía una foto de Federico colgada en la pared de su habitación mi hermano Daniel, un póster comprado en algún puesto donde venía el poema quiero dormir un rato, un rato, un minuto, un siglo………………………………………..Que soy la sombra inmensa de mis lágrimas. Esas sombras y esas lágrimas de Federico me acompañaban todas las noches de mi primera adolescencia cuando, insomne y angustiado, me asomaba de madrugada al cuarto de mis hermanos para contemplar su plácido sueño, ese sueño a que mí me era negado. Quiero dormir un rato,  dormir ahora mismo,  antes de que el alba se cierna sobre la ciudad y los barrenderos y basureros se dirijan a su casa a cerrar los ojos y descansar, algo que a mí se me niega a menudo desde hace mucho. Esas largas colas de Federico que se mueven en el espejo verde son mis propias pesadillas, mi vida está ligada a su poesía, su teatro, a ese retrato que durante algunos años colgó del cuarto de mi hermano.

            Andrés y Bernardo se enteran de la muerte de Federico dos o tres días después de acaecida ésta. Eran grandes admiradores suyos, leían su poesía, veían su teatro representado. Pero la vida sigue, hay mucho que hacer en la academia. Se levantan a las seis de la mañana y hacen ejercicio, comen algo ligero y tienen clase hasta la hora del almuerzo. Luego, un rato libre para el café y a estudiar hasta la hora de ir a la cama. Ambos fuman tabaco americano que les consigue el capitán Contreras con el dinero que envía el padre de Andrés, abogado de prestigio.

            -Pobre Federico, lo han matado como a un perro.

            -Estaba en la flor de la vida. Tenía todas las papeletas, pobre.

            Por otra parte, se suceden las ejecuciones en la Modelo, para lo que se usa a trabajadores, pero estas noticias no llegan a casi nadie, apenas a sus familiares.

            En la ciudad universitaria se recrudecen los combates a cara de perro. Todos echan una mano, está en juego Madrid y con ella la República. El 19 de noviembre, en una escaramuza, Durruti es herido de gravedad. Le trasladan al Ritz, el hospital de sangre, donde tras una terrible agonía muere la madrugada del 20.

            Muere el líder de los anarquistas, el héroe del  pueblo, un hombre tan discutido como admirado, un camarada. Su entierro es multitudinario, todo un acontecimiento: otro mártir, otra víctima de la locura y la sinrazón, un hombre de origen humilde que entregó su vida al servicio de la utopía libertaria y encontró la muerte defendiendo Madrid de las acometidas fascistas. Unos días antes, Miaja había creado la Junta para la defensa de Madrid. Ya están por todas partes los chicos y chicas de las Brigadas Internacionales, que vinieron a luchar en la que seguramente fue la guerra más romántica de la Historia, si es que tal cosa se puede decir.

            -¿A quién votaste en Febrero?

            -A izquierda republicana. Fue la primera vez que voté y no lo hice por el PSOE, nunca me gustó Zafra, es un exaltado, un largocaballerista que ha hecho mucho daño a la República.

            -Yo también voté a izquierda republicana y coincido contigo en lo de Zafra. Jodió todo lo que pudo en el Ayuntamiento y no paró hasta ser alcalde. Se dedicó entonces a enchufar a todos sus amigos al tiempo que lanzaba proclamas revolucionarias. Dios sabe lo que estará haciendo ahora.

            La situación en Cartagena durante la República fue bastante más tranquila que en la media del país. No se quemó una sola iglesia y apenas hubo desórdenes. Era una ciudad eminentemente socialista, el partido más votado en todas las elecciones fue el PSOE. En las de febrero arrasaron. Zafra fue un hombre muy dañino, autodidacta y activista desde el principio, luego se hizo abogado y participó activamente en la política municipal, donde aparte de radical fue venal y nada honesto. En las elecciones de febrero del 36 fue elegido diputado, la sublevación le pilló en Madrid, ascendió a oficial y murió, eso también se debe señalar, heroicamente en combate.

            La oficialidad aquí era básicamente republicana y progresista. El 18 de Julio permanecieron leales casi todos. Giral hizo una purga de gente de la que conocía sus reticencias. Sólo se sublevó el arsenal y pronto fueron reducidos y tuvieron triste final.

            Cuando alguien muere quedan sus cosas: su casa, sus pertenencias. Ese caluroso verano del 88 me lo pasé ordenando tus libros, tus cosas, muchos de austral, Ortega, Baroja, Unamuno. Tenía un canario que murió poco después que tú. Hacía un calor tremendo y yo ordenaba libros y documentos y te lloraba, como aún te lloro, como lloro a tanta gente y lo peor, la que me queda por llorar.

            Hoy he soñado que huía del ejército franquista junto con Carrillo y Líster rumbo a Francia. Estábamos en casa de una camarada, Franco nos pisaba los talones. Santiago fumaba sin parar, yo me duchaba en un patio y Líster zozobraba. Yo me empeñaba en salvar algunos libros, en llevármelos al exilio.  Al otro lado de la frontera, la Francia ocupada, a otra guerra en la que Líster participó, Carrillo ya no, tuvo bastante. Franqueado por dos viejos comunistas, dos camaradas, de los que Líster siempre me pareció el más honesto, el más valiente. A ti en cambio fue a hacerte una “visita” y te dejó una pésima impresión. Machado le dedicó un poema, nadie se libró de tomar partido. Muy pocos fueron limpios, quizá Machado y Miguel Hernández, Aleixandre, que ya estaba muy enfermo. A Federico no le dieron tiempo, “quiero dormir un rato….”,

            Mi encuentro con la literatura fue durante mi temprana niñez, en un viaje a Granada en el año 1977 .Estando allí con mis padres y hermanos le concedieron el premio Nobel de literatura a Aleixandre, el resistente el representante del exilio interior. A la mañana siguiente las paredes de toda la ciudad aparecieron llenas de pintadas con sus poemas. Era una época de efervescencia y la Academia sueca quiso así homenajear y reconocer a la generación del 27 en su quincuagésimo aniversario con el país en el comienzo de su reencuentro con la libertad. Mamá compró entonces el primer tomo de sus poesías completas que abarca hasta 1967. Me paro a menudo en el poema que abre “Nuevos retratos y dedicatorias 3””, concretamente en “El enterrado, a Federico”  Supongo que este poema estaba en aquellas paredes de las calles granadinas, en aquel lejano año del despertar, tras 41 del estallidos y le guerra y su cobarde asesinato:

            “¿Lloras? ¿cantas? ¿o vives, solo vives sin llanto/ hombre de luz extinta que reposado aguardas/sabio de ti y del mundo, bajo la tierra leve……/….. ¡Ah, ciegos hombres que banales marcháis/ pisando un pecho. ¡Ah ciegos delirantes que un día/ cegasteis una vida poderosa”:

Acabo de ver “Duelo silencioso” de Kurosawa, puro arte y ensayo, como en mi adolescencia en el cine club de la Facultad, donde vi Rashomon y el Perro rabioso. Tú aún vivías, aunque te quedaban sólo un par de años de estar entre los vivos, o unos meses según transcurría el tiempo. Para todos pasa y a todos nos espera el mismo final, la muerte es muy democrática. Pero los muertos abonáis nuestra memoria, las familias se alimentan de los recuerdos de los que se han  ido y no sólo en Nochebuena; estáis en todas partes, una vajilla heredada, la forma de cocinar, un sofá, un gesto, las miradas. En este país hay muchos cadáveres de gente que luchó en tu bando dispersos por las cunetas y si lo dices buscas revancha o eres un pelma, un nostálgico, un trasnochado. Los vencedores enterraron con honores a los suyos, se hizo incluso una ley de amnistía pro domo sua para ellos, digan lo que digan, pero muchos queremos dejar testimonio de los que luchasteis por un país mejor sin mensajes ni revanchismos, simplemente por el respeto que merecen los que ya no están con nosotros y eran buenos y justos y no hay por qué enterrar la memoria de un pasado que está ahí y debería guiarnos, como nos guiasteis durante los setenta y los ochenta,  ayudando a llevar por fin el país por la senda de la paz y la libertad. Hoy en muchos hogares la gente duerme con las fotos de sus padres, víctimas de la represión y la miseria moral de la posguerra en la mesita de noche y la familia se sienta a comer los domingos y el recuerdo sobrevuela todo el rato, quizá hasta se coma con esa vajilla comprada en los cuarenta a algún buhonero, en algún baratillo, traída incluso de Francia o el Norte de África, sí, el exilio, aunque hoy dé no sé qué cosa decirlo, como si nos diera vergüenza haber perdido pero tener razón.




 La madre habla a los hijos y nietos de sus recuerdos, de la bondad de los abuelos, y se emociona y llora. Esas presencias son muy fuertes y en muchos casos marcan el rumbo de todos. Los muertos marcan el camino a seguir, se aparecen en los sueños, muchas veces tenemos la sensación de que nos protegen, nos guían. Entre Teruel y yo hay un cordón umbilical que no quiero cortar. Y esta noche, mientras la gente duerma, yo veré una peli de Cursada y me acordaré de ti, de nuevo.

Por alguna parte, en casa de L tengo el Quijote que me regalaste. Cátedra, Letras Hispánicas, tapas negras, anotado por John Jay Allen. Lo he leído un par de veces, la primera durante una larga estancia en Inglaterra, cuando tú ya no estabas entre nosotros. Dejaste una familia disfuncional, pero, ¿cuál no lo es?, llena de extravagancias, originalidades, pero buenas personas. Mientras tú y ella vivíais hicisteis de argamasa, hoy me toca a mí ejercer ese papel. Me gustaría ver el monte Dersa, creo que hoy hay edificios recientes. Vi vuestro chalet, a sus pies, abajo. Mamá se acercó a la verja de entrada y se echó a llorar. No pasa día en que no os eche de menos y todas las Nochebuenas llora al nombraros. Ahora la muerte parece haberse desacralizado un tanto, incluso en un país tan católico como este. Acudo a velatorios de padres y madres de amistades de toda la vida y están muy enteros todos, nadie o casi nadie llora, son normalmente personas de ochenta y muchos años y la vida sigue, hay que trabajar, pagar facturas, colegios, universidad. Nosotros somos demasiado temperamentales, exagerados incluso. Pero eso no quita para que nada ni nadie, por supuesto no yo, pueda llenar vuestro vacío. No he vuelto a releer ese Quijote, me compré otro el año del centenario, barato pero mejor, papel biblia, letra grande. Nadie lo lee ya, al menos en la tierra de don Miguel, no como en aquellos lejanos ochenta, cuando no pasaba semana sin que me trajeras algún libro. “Eres un intelectual”, me espetaste en uno de tus últimos momentos de lucidez, como un “No quiero verte triste”. En el 87 fuimos a Ceuta a la boda, a Tetuán luego, donde unos niños harapientos nos fueron rodeando, a nosotros, varios adultos, y nos terminaron por atracar y quedamos con unos miles de pesetas de menos y mucho miedo. Nos alojamos en un hotel grande, lujoso. Quiero volver al monte Dersa antes de morir, quizá cuando acabe de escribir esto.

Ejercer el vampirismo ha sido una constante en mi vida, quizá de ahí mi temprano amor por las películas de terror, que veía de muy niño con mis hermanos en La Unión al poco de morir Franco, supongo que al albur de la apertura, pues había sexo y sangre en abundancia, eran las coproducciones de La Hammer.




            Recuerdo miedo muy pronto, ir de noche, más bien de madrugada, a mirar dormir a mis hermanos, pensando en una pronta muerte de todos, angustiado, con taquicardia. Les chupaba la sangre. Luego comía lo que cocinaban las mujeres de la familia y contigo, sorbiendo tus experiencias, tus conocimientos, lo que supongo me permite en mi vida adulta sobrevivir y tener equilibrio. Pero, contra lo que pudiera parecer, nunca he dejado el cuerpo muerto sino, muy al contrario, vivo instalado desde siempre en bastantes rigideces; me esfuerzo de manera sobrehumana en lo que me gusta y, algo menos, en lo que detesto y debo decir que no me entusiasma la gente pusilánime por mucho que esté rodeado de ella y nos conllevemos.




            Además, vivo de noche, como la criatura de Bram Stoker y me crezco sobre los demás, cuando voy a terapia o leo o estoy en una reunión social o en el cine o en un concierto, todo lo absorbo como una esponja y me apropio de lo ajeno para alimento propio; pero, ¿no hacemos esos todos?¿no nos erigimos sobre los que ya no están, no ocupamos el lugar de otros, vivos o muertos para señorear la tierra, no tiene que haber hambre en África para que los occidentales tengamos de todo?. Para que uno viva bien ha de explotar a los demás, en eso se basa cualquier sociedad, cualquier sistema. This is a consumation. I should be glad of another death.

            Ha muerto Bertoluci y hoy hemos tenido comida familiar con invitados y alguno ha hablado del monte Dersa. Me persiguen fantasmas, como a todos. Fue en el 87, no recuerdo el mes cuando fuimos los tres a ver “El último emperador”. Me conmovió,  papá me dijo que le había gustado mucho, aunque no vino a verla con nosotros. Una historia, la de Pu Yi que es la de cualquiera: comienza de niño-emperador y termina de anciano-jardinero, toda una metáfora de la vida, de nuestros sueños no alcanzados, de las quimeras, la infelicidad, la desdicha que nos persigue con saña.




            Bertolucci, que engordó a la sombra del PCI (al que retrató magistralmente en Novecento, su mejor cinta) logró convencer a sus correligionarios chinos para rodar en la ciudad prohibida. Y para mi gusto que lo rodado entre sus muros encierra lo mejor de la película, sobre todo su relación con el preceptor británico, un gran Peter O’Toole. El infeliz niño Pu Yi, encerrado en su propio palacio, emperador sin corona (antes de morir, en un viaje, a Maurice Pialat un viejo guerrero afgano le dijo que los hombres deberíamos ser “Des royaumes insoumis”) en manos de unos y otros según soplen los vientos políticos en China. La idea de Bertolucci es buena y la peli me gustó muchísimo, en general gustó mucho y se llevó nueve o diez óscar. Chan Kai Sek, Mao, la guerra civil, la segunda guerra mundial, el triunfo de la revolución, la guerra con Japón, etc. El destronamiento de un emperador que en puridad nunca llegó a serlo, como todos.

La infelicidad de Pu Yi es la de cualquiera, de todos son esos anhelos no alcanzados, esa dicha huidiza que sólo conoce cuando de viejito cuida un jardín. Al salir del cine lanzaste un suspiro hondo: Bernardo. Mientras la ciudad duerme reviso “Prizzi’s honor”. Fui a verla con mamá el año que hacía COU. Al salir me dijo que era la película de un genio en decadencia. El maestro dirige con torpeza esta cinta crepuscular sobre una familia de mafiosos italo americanos que anteponen la familia a todo, al amor, a envejecer con dignidad y compañía. Un año después, moribundo y desde una silla de ruedas rodará una obra maestra. La vida de Huston va muy unida a mi peripecia vital. Anjelica está guapísima en el film, mucho más que Kathleen Turner y desde luego es mejor actriz. Poco después lloraría y fumaría en una entrevista tras la muerte de su padre. Siempre ha tenido unas facciones muy duras, pero era una mujer guapísima.

            En el aprendizaje adolescente de mi escritura estuvo muy presente Cernuda. Recuerdo las tardes de verano en las que leía con mamá en voz alta “A un poeta muerto”, de las elegías dedicadas a Federico quizá la que encierra mayor perfección formal, sin desdeñar el sentimiento de pérdida de quien fue más que un amigo.




            El hiato que se abre entre la realidad y el deseo es la clave de la obra del poeta sevillano: el deseo sería el afán de amar y ser feliz y la realidad su triste vida de soledad y exilio:




“Así como en la roca nunca vemos/la clara flor abrirse/Entre un pueblo hosco y duro/No brilla hermosamente/El fresco y alto hornato de la vida”.




Luis Cernuda comienza a escribir Las nubes en su exilio británico, humeantes las balas de una guerra que lo partió en dos, como a todo este sufrido pueblo. Mientras tú pasas frío y quizá hambre en Teruel, un amargo poeta andaluz recibe la noticia de la muerte de un niño vasco enviado por el gobierno Negrín a Inglaterra. Le dedicará uno de sus más hermosos y sentidos poemas, Niño muerto, escrito en Londres en Mayo de 1938 con el primer título de “Elegía a un muchacho vasco muerto en Inglaterra”: El propio pueblo británico no tardará mucho en verse envuelto en otra guerra aún más terrible que la nuestra en la que será devastada entera y que no perdió porque quizá Dios es misericordioso. A Cernuda le afectó mucho la muerte de aquel niño. Recuerdo un bello texto que escribió hace ya tiempo un amigo sobre este poema, y os diría aquello de “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros”,

            Gerta Pohoryllze, más conocida como Gerda Taro, vino a fotografiar nuestra guerra y entre nosotros halló la muerte. De haber sobrevivido habría tenido que seguir huyendo o bien perecer en los infames campos de la muerte nazi, energúmena de los que salió huyendo nada más alcanzar éstos el poder. Vino con su a menudo amado y a veces odiado Robert Capa, fueron la pareja de fotoperiodistas más mítica del pasado siglo. Ella era mejor fotógrafa así como más osada. Se hizo famosa en Brunete, uno de los escasos triunfos del ejército popular. En esas fechas estáis aún en la Academia, prontos a partir. Luis Cernuda deambula solo y hambriento por Valencia y Barcelona, también a punto de partir a su definitivo exilio. Las tropas nacionales se rehacen y el ejército popular retrocede. Gerda se sube a la camioneta del mítico general Walter y se cae. Un tanque la destripa y muere a las pocas horas. La vida de Robert dejó de tener sentido y todo fue después una loca peregrinación en busca de emociones y riesgos, hasta caer también él, algo que deseaba. Cernuda, muy cercano a su muerte, en San Francisco, escribe uno de sus más sentidos poemas, 1936:

            “Recuérdalo tú y recuérdalo a otros/En 1961 y en ciudad extraña/Más de un cuarto de siglo/Después. Trivial la circunstancia, /Forzado tú a pública lectura, /Por ella con aquel hombre conversaste/Un antiguo soldado/ En la Brigada Lincoln.”.

            Las chicas de La Unión leen a Luis Antonio de Villena en Visor. Sublime Solarium, Hymnica, Huir del invierno. A ti te parece un marica decadente. Ahora que eres un viejo te gusta aunque lo sigas encontrando igual de decadente, ya no marica, pues los gais se merecen tu respeto, un respeto que quieres creer siempre les has guardado:




            “Oh, tierra, delicadeza, labios de sueño y láudano. Escúchanos porque somos la muerte y la vida, la vida y los vidrios, la voz del hombre, las grimpolas de la muerte…..




            Las vírgenes de Safo recordarán tu nombre, tu pobre y gran tristeza, ese cuerpo de corza fustigada que una noche de estío entre magnolios………”




            Las chicas de La Unión te contagian de su modernidad, a Villena, Pessoa, Kavafis, el new british free cinema. Andas colado por una de ellas, que te dejará una marca indeleble y la incapacidad permanente para volver a querer de esa manera.




            Paseas por las calles con el abrigo manchado de vino y ceniza de ducados, vas a bares de asunto para quitarte la pátina de provinciano, lees a Byron y a Keats en inglés. Todo el mundo lee a Cernuda y hay amor en el aire y macetas en todos los balcones. La gente se manifiesta contra el ingreso en la OTAN, Mario Onaindía se presenta a las europeas y le votas, ilusionado. Mamá trae un reloj de Moscú, con cadena, plateado, los números en rojo y caracteres cirílicos. Lo tendrá a su lado hasta la hora de su muerte, dándole cuerda como hacía con su reloj de cuco en aquel cuarto de estar lleno de piezas de cerámica donde pasabas las tardes de tu niñez. El reloj lo llevaste a un relojero a reparar y el relojero se jubiló antes de que fueras a recogerlo. ¿Dónde andará? Era el tío de un buen amigo tuyo y habrá muerto hace un siglo, ese reloj comprado en el Moscú de Gorby.





Ya va llegando el calor y para intentar mitigarlo escuchas el opus 131 de Beethoven por el cuarteto Tokyo. Se han cumplido justo 80 años desde que terminó el conflicto, mi guerra, nuestra guerra, “Lucharemos en las playas, lucharemos en las colinas, defenderemos nuestra isla”, son palabras de un héroe antifascista que con los nacionales fue, curiosamente, algo benevolente. El opus 131 fue lo último que escuchó Schubert antes de morir, pidió a sus amigos que se lo tocaran, fue su último deseo. Para que yo lo pueda escuchar ahora se tuvo que verter mucha sangre, demasiada, hubo que transigir después, llegar a muchos acuerdos. Tengo la idea de que mucha gente se cree que de lo que disfrutamos hoy es gratis, carecen de memoria, o quieren carecer, zambullirse en una estúpida espiral de consumo y vacuidad. “Time past and time present…”. Eliot teoriza en sus four quartets sobre los  últimos cuartetos del gran sordo, su canto del cisne, epítome de la vida de un hombre que luchó como pocos contra la adversidad para legarnos una de las grandes catedrales del arte.



            Paso por tu calle, por vuestra casa, paso por donde pisabas tú hace más de treinta años con tu andar fatigoso, calzados ambos con las esparteñas que comprábamos en las zapaterías de barrio, esas mismas que ya apenas existen. Vengo de una chusca representación sobre el Molinete justo antes del estallido del conflicto. Hace mucho que no leo a Juan Goytisolo, la última debió ser Makbara, en la que viene como cita el proverbio árabe que me tradujo Jamal: “como el viento en una red”. Se debe referir a las palabras vacías, esas que todo el mundo vierte, que todos vertimos: hablamos continuamente sin decir nada, en un vano intento de paliar nuestra soledad.



            Los hijos del Magreb y de más al sur hacen ahora el trayecto inverso al tuyo, cruzan el estrecho en cayucos huyendo del hambre y la guerra, la miseria, las epidemias, los regímenes corruptos y totalitarios que les hacen imposible una vida digna. Te suena, ¿verdad?



            Sé por mamá que tenías justo la edad que yo tengo ahora cuando regresaste a la península con una mano delante y otra detrás con una esposa y tres hijos menores a comenzar de cero. Yo con esa edad estoy más asentado, puede que en el mejor momento de mi vida, en paz conmigo mismo e incluso ilusionado por vivir un amor que de momento no es más que una esperanza, quizá tan vana como todas.



            En otro orden de cosas, los jueces se oponen a que se saquen los restos del caudillo de su panteón y, no contentos con eso, le otorgan legitimidad a su régimen desde el glorioso primero de octubre del 36 y casi nadie se echa las manos a la cabeza.



            Goytisolo deambula por los suburbios de Almería al tiempo que se enamora de  una francesa y proyecta vivir entre París y Marrakech. No tuvo mala vida, igual hasta fue feliz.

           





            Hasta aquí he intentado escribir una novela sobre mi abuelo materno, Bernardo Campillo Castillo, en estos inconexos fragmentos perfilados con el mejor de los propósitos, ahora, ignoro con qué fortuna. Pero uno no es un novelista, en todo caso un periodista y ensayista con formación de historiador, y quiero creer, cierta facilidad para redactar. Ahora voy a intentar pergeñar unos recuerdos, en primera persona, de alguien que fue importante en mi vida, en la de toda mi familia. Tenía un carisma especial, amor por la cultura, curiosidad intelectual y una bondad innata que le llevó a un enorme sentido de la justicia y lo hacía entrañable. Ocurre que nació en España en 1911, ya terminando el año, el día de los inocentes y eso le empujó a luchar en nuestra guerra incivil. Luchar en una guerra, o en varias, ha sido una constante en la Historia hasta hace digamos que dos días. Mi generación y la de mis padres, los que hemos nacido ya después más o menos de 1940, hemos vivido muy alejados de esa idea de ser movilizados, ese vivir con el miedo a ir al frente a matar o que te maten. Es la primera vez en la Historia en  la que se disfruta de un período de paz de más de setenta años en pleno corazón de Europa, con las tristes excepciones de la guerra de Yugoslavia en los 90 y el conflicto de Crimea ahora mismo, o sea, los resquicios de la guerra fría, los estertores que ha dejado el bloque comunista. Nos enfrentamos a cambios tecnológicos rapidísimos, a la degradación ecológica del planeta, a desagradables fenómenos  populistas…..pero la guerra a cara de perro en el Occidente postindustrial parece ser cosa del pasado, de los libros de historia, y nuestras vidas transcurren sin demasiados sobresaltos, más allá de los económicos y de salud. Este siglo XXI sin duda debe ser el de la mujer,  lo es desde los años sesenta del siglo XX,  pero hay muchos hombres que esto no lo aceptan y las golpean hasta matarlas o dejarlas lelas. En fin, que esta época nuestra de bienestar y paz también encierra muchos problemas y desafíos, no estamos ante el fin de la Historia.

            Pretendo extenderme un poco en la peripecia vital de mi abuelo, tan unida a la mía. Fue la persona que más influyó en mí, en mi forma de enfrentarme a la vida. Me inculcó desde muy niño el amor por los libros y la justicia, la idea de que ser bueno es importante, lo más importante, que hay que querer y saber perdonar. Con su vida y su horrible muerte iluminó mi vida, y estas líneas, que espero lleguen a buen puerto, por su memoria están dictadas y a él y al resto de mi familia, los Meroño Campillo, van dedicadas.

            Bernardo nació en La Unión, entonces un próspero, dentro de lo que cabe, pueblo minero, el 11 de diciembre de 1911. En el país había habido hacía poco elecciones, en las que salió elegido presidente del consejo de ministros Canalejas, quien sería asesinado poco después y sustituido a su vez brevemente por el conde de Romanones: son los estertores de la España de la Restauración,  por la que ya asomaba, aunque sin el peligro que tantos historiadores de derechas nos quieren hacer ver, el partido socialista. Su padre, Bernardo Campillo Ros, hacía el transporte a las minas de material, entonces con carretas. Su madre, a la que conocí de niño, Elvira Castillo, era ama de casa, una mujer que dio a luz a ocho hijos, todos los cuales llegaron a la edad adulta, e incluso una de ellas, mi tía Carmen, acaba de morir centenaria. Bernardo fue un niño normal, estudioso, bueno tantos en letras como en ciencias, lo que le permitió acabar el bachiller con bastante honra y colocarse como contable en unas oficinas, pues era el mayor y toda ayuda, como sabemos, es poca en un hogar humilde con tantas criaturas. Desconozco bastantes detalles de su juventud, mamá no sabe gran cosa, aunque supongo que su sentido de la justicia y sus orígenes humildes le hicieron entrar en contacto con círculos progresistas y republicanos. Desde luego era hombre de café, cigarrillo y tertulia, y supongo que en estas reuniones coincidió con gentes de inquietudes políticas y sociales, que no eran nada raras en la España de los años 30, en la que vivía algo, creo, ocupado en su trabajo y su familia. El advenimiento de la República, el 14 de Abril de 1931 le sorprendió con apenas 19 años, seguramente más centrado en los bailes y los ligues con las chicas que en los avatares que habrían de llevar al país al peor desastre de su historia.

            La casa de la abuela Elvira la recuerdo perfectamente, fui allí hasta que ella murió, contando yo ya seis o siete años. Era una casa de pueblo espaciosa y solariega, con corrales para gallinas y conejos. La cocina era amplia, allí íbamos muchos domingos a comer, exquisitas viandas cocinadas por ella y mi abuela Maruja, excelente cocinera, como veremos. La Unión fue el pueblo donde viví con mis padres y hermanos hasta el año 1972, cuando comencé la escolarización. Por lo tanto coincidieron esos años de mi infancia con los últimos de Franco, el terrible dictador, del que apenas guardo recuerdo y del que sé por estudios y lecturas. Ese pueblo no estaba nada mal, era bonito, había mucha camaradería entre los vecinos y alegría, pese a  que recuerdo bastante  pobreza, en general, un nivel de vida muy bajo, que se extendía en aquella época de los primeros setenta a todo el país. Había una especie de  oasis en aquel pueblo, cruzando las vías del tren y andando un buen trecho monte arriba. Le llamaban el chorrillo, y era una especie de arroyo que bajaba del monte con agua pura y que no era exactamente un curso natural, sino que lo había hecho un albañil que había estado ingresado en un psiquiátrico y dedicó su tiempo al salir a construir dicho paraje, que exactamente en su propósito era una suerte de altar dedicado a la Virgen. Al hombre lo solía ver cuando iba, vestido sencillamente, con pantalones de tela y zapatillas deportivas, siempre con un perrito pequeño. Realmente, guardo muy buenos recuerdos de La Unión.

            Bernardo y Maruja, cuando volvieron de Tetuán en 1962 se fueron a vivir a Linares, un pueblo de Jaén también con economía derivada de las minas. Allí él era el contable y socio de un abrevadero de plomo con sus hermanos. En esa casa pasé algunos de los mejores momentos de mi infancia. Aún la recuerdo como si fuera ayer. Estaba en una calle céntrica al lado de un bar donde la gente comía muchas gambas y dejaba el suelo lleno de las pieles, que se amontonaban y olían y estaba todo muy sucio,  pese a estar riquísimas, que bien las probábamos. Era un bajo, grande, frío en invierno, soleado en verano. Al entrar en el recibidor había un perchero para dejar el sombrero (mi abuelo siempre lo llevó), justo enfrente, la habitación de literas en la que dormía con mis hermanos varones. Andando un poco, el salón, justo enfrente, enorme y decorado con cuadros ingleses de caza, con una ventana que daba a la calle. Cuando nacieron mis primos se ponían ahí varias camas para ellos, y era en ese salón donde nos ponían los reyes. Siguiendo desde la habitación estaba el cuarto de estar, donde había porcelanas, una biblioteca, la televisión y un reloj de cuco al que Bernardo daba cuerda todas las noches. Delante la cocina y fuera un patio donde en verano mi abuela ponía una balsa portátil en la que me bañaba con mis hermanos. Volviendo hacia atrás, desde la entrada, había una habitación para mis padres, con muñecas de mi tía Tere, muñecas como de obra de Ibsen. Por último, la habitación de Bernardo y Maruja, con cama de matrimonio, como se estilaba antes.

            Iba a esa casa con mis padres y hermanos durante las vacaciones escolares, en Navidad, Semana Santa y verano. En el camino al abrevadero donde trabajaba Bernardo, tras una senda larga y tortuosa, en alto,  se veían toros y olivos. Ese lugar fue para mí de niño lo más  parecido al paraíso en la tierra.

            En una avenida larga, al lado de casa de los padres de mi tía Maribel estaba Montana, un supermercado que a mí me parecía muy moderno porque tenía queso en lonchas, que apenas se veía entonces en provincias, así como bombones y chocolatinas varias. En la puerta había un caballito al que solíamos subir y que si no recuerdo mal costaba un duro. Recuerdo las procesiones de semana santa, que veía muy cerca de la casa de Bernardo y Maruja. No eran tan espectaculares como las de mi ciudad, pero tenían su gracia y me gustaba verlas. Mi abuelo fumaba ducados, a los que les quitaba el filtro. Cuando vivía en Marruecos fumaba camel sin filtro, algo que he fumado yo antes de dejar el tabaco y que puedo asegurar que era fuerte como un demonio.

            No recuerdo si era en Marzo o Septiembre cuando había feria. Era en el paseo, un sitio algo lejano, un paseo muy largo y agradable que terminaba en una pérgola y adonde llegaban restos de vía férrea. Allí se ponían puestos de churros y chocolate, churros que eran largos, como las ruedas y estaban riquísimos. Había también un cine de verano, en el que recuerdo haber visto ¿Qué me pasa doctor?, película que me resultó mortalmente aburrida y que no he vuelto a ver. Durante la feria de Septiembre o Marzo llegaban enanos toreros, que se subían sobre un toro manso o una vaquilla y hacían todo tipo de piruetas y nos hacían reír y disfrutar a los niños y también a los adultos. Los veranos había unos helados riquísimos, con el sabor de entonces. A mi abuelo le gustaban especialmente los de café y turrón, que devoraba con pasión en las tardes de calor. El tío Luis, con su sempiterno puro y sus muchos kilos de más se dejaba caer por allí y también daba buena cuenta de helados de turrón.

            Coleccionaba cajas de cerillas, meticulosamente, hacía de ello todo un ritual. Las recortaba cuidadosamente, luego abría el álbum y las pegaba con un bote de cola que traía un pincel para extender la cola. Tenía varios álbumes y la operación de cortado y pegado la hacía en su sofá, pegado a la ventana que daba al patio.

            Las navidades en Linares eran entrañables. Como digo, al incorporarse mis primos, con los que me llevo unos diez años, se ponían más camas en el salón de los cuadros de caza ingleses, donde yo también dormía a menudo. Unas navidades los reyes nos pusieron un escaléxtrix, entonces una pieza muy  codiciada tanto por niños como por no  tan niños. Mi tío Bernardo lo montó, y estuvimos todas las navidades jugando.

            Recuerdo ver allí la televisión y recuerdo especialmente un pato salvaje de Ibsen en estudio uno, quizá ya con la televisión en color. Era la época, supongo, de los primeros años de la UCD, donde en la televisión pública, la única que había, comenzaban los grandes relatos con aquellas cosas de el aventurero simplicissimus o el barón de Munchaussen. En invierno en aquella casa hacía mucho frío y comíamos castañas asadas y batatas y boniatos. Allá por el año 1973 o 74 se casaron Tere y Pepe y se fueron a vivir a Tahal, entonces un remoto y perdido pueblo de la sierra de Filabres donde él fue destinado como médico de pueblo. Entonces comenzamos a alternar las visitas de Navidad, verano y semana santa a Linares con los viajes a Tahal. Para llegar había que cruzar una cantera y recuerdo que una vez nos perdimos y estuvimos a punto de caer con el coche a un precipicio. En Tahal sí que hacía frío, y en la chimenea asábamos patatas con tocino. Era la casa del médico, muy grande, un bajo, ahí sí que hacía un frío del demonio. Mis tíos no tenían televisión, por lo que cuando queríamos ver algo íbamos a casa del maestro, creo recordar que el único del pueblo que tenía junto con el bar. Allí vimos la famosa final de la copa, no recuerdo si la última del generalísimo, la primera del Rey o algo por el estilo entre el casi siempre campeón Athlétic Club y el Betis, que si no recuerdo mal les mojó la oreja a aquellos vascos prepotentes en un partido épico. Esa alternancia entre dos pueblos tan bellos como remotos, Linares y Tahal, marcó indeleblemente los primeros años de mi existencia.



































           





           














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