D VII
-Yerno, me has pasado tus males, le espetó
un verano a mi padre, que andaba como siempre renqueante de sus problemas de
ánimo. Bernardo se recuperaba lentamente de su infarto. Tenía que tomar varias
cosas, de las que recuerdo el Isoket retard, del que se quejaba que le
provocaba ganas de orinar. De todos modos, en aquel lugar de veraneo todo se
relativizaba, y él se bañaba y se daba luego una ducha en el patio, lo hizo
hasta sus últimos momentos. Pero uno de esos veranos se veía mal, débil, y le
espetó eso a mi padre. El caso es que antes de su infarto presumía de no haber
pisado jamás la consulta de un médico, no haberse hecho una analítica ni
haberse puesto una inyección, ni siquiera haberse tomado una sola pastilla. Por
lo visto sufría de una cardiopatía desde joven, y claro, no se la descubrieron.
Pero esto está tomando un cariz muy médico y yo quería hablar de esos largos
veranos. Entonces pusieron una patacha para cruzar el paseo del puerto que
costaba cinco duros y que llevaban los hijos de los pescadores, tirando de unas
cuerdas. Nosotros la cogíamos a menudo, era como un chute de parque de
atracciones, y una vez en la otra orilla a través de esa suerte de barca de
Caronte tomábamos un helado, él como siempre de turrón y/o café. Al mismo
tiempo comenzaban para nosotros las pandillas con chicas, con las que jugábamos
a la botella y a las cerillas y ahí dimos y recibimos todos el primer beso con
lengua. Eran veranos interminables, del primer cigarrillo y la primera cerveza.
Luego esa pandilla fue muy castigada por la droga y los accidentes de coche, lo
que siempre digo, el tiempo que nunca nos perdona.
El tiempo pasaba, íbamos creciendo, se
sucedían las alegrías y los sinsabores, como en cualquier familia, sea más o
menos feliz y más o menos disfuncional. Los inviernos, colegio, estudio,
pandilleo con alguna cerveza en los bares que empezaban a estar de moda, como
el Koyne o los de la zona del ayuntamiento, los primeros contactos con chicas,
las que conocíamos de otras pandillas, pues el colegio seguía sin ser mixto,
sólo lo era en tercero de BUP, en letras y ya en COU. Luego, aquellos largos
veranos de Cabo de Palos, con los baños en el arco de los reyes, las pandillas
luego diezmadas, la patacha, los helados. La casa de la calle palas era un
refugio, un sitio donde leía El País, que Bernardo compraba desde que salió, y
tomaba esas tapas de magra. De una ley de Felipe a propuesta de Juan Mari
Bandrés le dieron la pensión de militar de la República, una ley que fue bien
acogida pues reparaba una injusticia histórica a la vez que elevaba el nivel de vida de más de la mitad de los
jubilados, que fueron más o menos los que lucharon en el bando republicano. No
recuerdo si dicha pensión fue también para los que lucharon en el bando
nacional o si esos la tenían de tiempos del franquismo, no lo sé, el caso es
que a Bernardo la pensión le aumentó el doble con esa paga que luego heredaría
Maruja y que eran cien mil pesetas de las de entonces, bastante bastante dinero
y que si no me equivoco las viudas heredaban íntegra. Además, le enviaron su
uniforme, de lo que se envanecía. Y así, así amanece el día que diría Claudio
Rodríguez. Enfrente de su casa estaba el Instituto Británico y vivía don
Mariano, el profesor de matemáticas. Ahora paso bastante por esa calle y
alrededores, realmente casi todos los días voy caminando muy cerca de allí, y
me sigue invadiendo una rara, quizá positiva sensación de nostalgia. Dice
Manuel Vilas que debemos celebrar el milagro de estar vivos.
Y va llegando el tiempo de ir a la
Universidad, algo tan anhelado y que, realmente, en los 80 era algo que merecía
la pena. Enseguida contacté con un grupo de buenas amigas muy cultas, con las
que hablaba de literatura e iba al cine club a ver pelis de arte y ensayo. Fui
tentado a la vez por gente de las juventudes comunistas para afiliarme y todo
eso, y aunque no lo hice sí que acudí a algunas reuniones, en las que me aburrí
mortalmente. Todo adquiría un tono muy solemne, conspirativo, con el camarada
Gorbachov para arriba y para abajo y una revolución pendiente: tonterías. Pero
Loli, Ana y las demás sí que me enseñaron cosas, no sólo que Luis Antonio de
Villena vale la pena, sino el valor de la amistad, que sacrificarse por cosas
que uno desea merece la pena, que con la voluntad se puede conseguir cosas y
que vivir mola y hasta se pueden alcanzar ratos de felicidad.
El viaje a Murcia en aquellos años era
largo y pesado, lo sigue siendo, pero entonces se estaba justo haciendo la
autovía, y la carretera estaba así como de aquella manera y los autobuses
tardaban una hora. Pero cuando se es tan joven nada de eso importa, quieres
comerte el mundo, no tienes todo el rato al fracaso y la muerte como horizonte
y te enamoras y todo, o casi todo, te resulta nuevo, interesante, inquietante
incluso.
Un año antes de ir a la universidad ya el
Instituto Isaac Peral fue un magnífico entrenamiento. El profesorado era
mayoritariamente de izquierdas, de un
nivel bastante alto, y se respiraba un aire de libertad que daba gusto. Leímos
mucho, yo hice un COU de letras en el que éramos solamente catorce o quince
personas. España en aquella época estaba en ebullición y la educación y la
cultura se tomaban por primera vez en serio desde los años treinta y como no se
han vuelto a tomar, para desgracia nuestra. Recuerdo las lecturas comentadas de
el árbol de la ciencia, crónica de una muerte anunciada o luces de bohemia. A
mí en historia me tocó hacer un trabajo sobre el manifiesto comunista y exponerlo
antes los compañeros. Se palpaba ya el ambiente de las manifestaciones contra
el ingreso en la OTAN; y yo agradecía, tras venir del colegio marista, la
presencia de chicas en las aulas, las cuales me parecían todas un misterio,
bellas, insondables. De los siete miembros del claustro de profesores cinco
eran mujeres, jóvenes, apenas de cuarenta con la excepción de Pepa Baños, pero
a mí me parecían mayores, pues eran de la edad de mi madre. Cómo cambia la
perspectiva, hoy una mujer de cuarenta años es casi una cría.
-Yerno, me has pasado tus males, le espetó
un verano a mi padre, que andaba como siempre renqueante de sus problemas de
ánimo. Bernardo se recuperaba lentamente de su infarto. Tenía que tomar varias
cosas, de las que recuerdo el Isoket retard, del que se quejaba que le
provocaba ganas de orinar. De todos modos, en aquel lugar de veraneo todo se
relativizaba, y él se bañaba y se daba luego una ducha en el patio, lo hizo
hasta sus últimos momentos. Pero uno de esos veranos se veía mal, débil, y le
espetó eso a mi padre. El caso es que antes de su infarto presumía de no haber
pisado jamás la consulta de un médico, no haberse hecho una analítica ni
haberse puesto una inyección, ni siquiera haberse tomado una sola pastilla. Por
lo visto sufría de una cardiopatía desde joven, y claro, no se la descubrieron.
Pero esto está tomando un cariz muy médico y yo quería hablar de esos largos
veranos. Entonces pusieron una patacha para cruzar el paseo del puerto que
costaba cinco duros y que llevaban los hijos de los pescadores, tirando de unas
cuerdas. Nosotros la cogíamos a menudo, era como un chute de parque de
atracciones, y una vez en la otra orilla a través de esa suerte de barca de
Caronte tomábamos un helado, él como siempre de turrón y/o café. Al mismo
tiempo comenzaban para nosotros las pandillas con chicas, con las que jugábamos
a la botella y a las cerillas y ahí dimos y recibimos todos el primer beso con
lengua. Eran veranos interminables, del primer cigarrillo y la primera cerveza.
Luego esa pandilla fue muy castigada por la droga y los accidentes de coche, lo
que siempre digo, el tiempo que nunca nos perdona.
El tiempo pasaba, íbamos creciendo, se
sucedían las alegrías y los sinsabores, como en cualquier familia, sea más o
menos feliz y más o menos disfuncional. Los inviernos, colegio, estudio,
pandilleo con alguna cerveza en los bares que empezaban a estar de moda, como
el Koyne o los de la zona del ayuntamiento, los primeros contactos con chicas,
las que conocíamos de otras pandillas, pues el colegio seguía sin ser mixto,
sólo lo era en tercero de BUP, en letras y ya en COU. Luego, aquellos largos
veranos de Cabo de Palos, con los baños en el arco de los reyes, las pandillas
luego diezmadas, la patacha, los helados. La casa de la calle palas era un
refugio, un sitio donde leía El País, que Bernardo compraba desde que salió, y
tomaba esas tapas de magra. De una ley de Felipe a propuesta de Juan Mari
Bandrés le dieron la pensión de militar de la República, una ley que fue bien
acogida pues reparaba una injusticia histórica a la vez que elevaba el nivel de vida de más de la mitad de los
jubilados, que fueron más o menos los que lucharon en el bando republicano. No
recuerdo si dicha pensión fue también para los que lucharon en el bando
nacional o si esos la tenían de tiempos del franquismo, no lo sé, el caso es
que a Bernardo la pensión le aumentó el doble con esa paga que luego heredaría
Maruja y que eran cien mil pesetas de las de entonces, bastante bastante dinero
y que si no me equivoco las viudas heredaban íntegra. Además, le enviaron su
uniforme, de lo que se envanecía. Y así, así amanece el día que diría Claudio
Rodríguez. Enfrente de su casa estaba el Instituto Británico y vivía don
Mariano, el profesor de matemáticas. Ahora paso bastante por esa calle y
alrededores, realmente casi todos los días voy caminando muy cerca de allí, y
me sigue invadiendo una rara, quizá positiva sensación de nostalgia. Dice
Manuel Vilas que debemos celebrar el milagro de estar vivos.
Y va llegando el tiempo de ir a la
Universidad, algo tan anhelado y que, realmente, en los 80 era algo que merecía
la pena. Enseguida contacté con un grupo de buenas amigas muy cultas, con las
que hablaba de literatura e iba al cine club a ver pelis de arte y ensayo. Fui
tentado a la vez por gente de las juventudes comunistas para afiliarme y todo
eso, y aunque no lo hice sí que acudí a algunas reuniones, en las que me aburrí
mortalmente. Todo adquiría un tono muy solemne, conspirativo, con el camarada
Gorbachov para arriba y para abajo y una revolución pendiente: tonterías. Pero
Loli, Ana y las demás sí que me enseñaron cosas, no sólo que Luis Antonio de
Villena vale la pena, sino el valor de la amistad, que sacrificarse por cosas
que uno desea merece la pena, que con la voluntad se puede conseguir cosas y
que vivir mola y hasta se pueden alcanzar ratos de felicidad.
El viaje a Murcia en aquellos años era
largo y pesado, lo sigue siendo, pero entonces se estaba justo haciendo la
autovía, y la carretera estaba así como de aquella manera y los autobuses
tardaban una hora. Pero cuando se es tan joven nada de eso importa, quieres
comerte el mundo, no tienes todo el rato al fracaso y la muerte como horizonte
y te enamoras y todo, o casi todo, te resulta nuevo, interesante, inquietante
incluso.
Un año antes de ir a la universidad ya el
Instituto Isaac Peral fue un magnífico entrenamiento. El profesorado era
mayoritariamente de izquierdas, de un
nivel bastante alto, y se respiraba un aire de libertad que daba gusto. Leímos
mucho, yo hice un COU de letras en el que éramos solamente catorce o quince
personas. España en aquella época estaba en ebullición y la educación y la
cultura se tomaban por primera vez en serio desde los años treinta y como no se
han vuelto a tomar, para desgracia nuestra. Recuerdo las lecturas comentadas de
el árbol de la ciencia, crónica de una muerte anunciada o luces de bohemia. A
mí en historia me tocó hacer un trabajo sobre el manifiesto comunista y exponerlo
antes los compañeros. Se palpaba ya el ambiente de las manifestaciones contra
el ingreso en la OTAN; y yo agradecía, tras venir del colegio marista, la
presencia de chicas en las aulas, las cuales me parecían todas un misterio,
bellas, insondables. De los siete miembros del claustro de profesores cinco
eran mujeres, jóvenes, apenas de cuarenta con la excepción de Pepa Baños, pero
a mí me parecían mayores, pues eran de la edad de mi madre. Cómo cambia la
perspectiva, hoy una mujer de cuarenta años es casi una cría.
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