DVIII
Luis Miguel, eterno insatisfecho, comenzó
su vida de peregrinaciones yéndose a estudiar periodismo a Madrid. Siempre le
preguntaba por su elección de carrera, pues a él no le gusta leer ni escribir,
cuando la respuesta es que quería simplemente cambiar de aires y escoger una
carrera, como se decía, fácil. La movida madrileña ya empezaba a languidecer,
pero la primera vez que fui a verlo a Madrid fui al templo del gato con un
compañero de colegio que también estudiaba allí. Lo de saber del templo del
gato era por el legendario programa de radio tres tiempos modernos, sí, el de
Ferreras y Poblet, mítico programa que nos orientaba en aquellos mediados de
los ochenta en la música pop británica, el cine, la literatura, la política.
Eran tiempos aquellos del new british free cinema, que realmente pegó muy
fuerte, con cintas ya míticas como mi hermosa lavandería, Wish you were here,
in another country, Mona Lisa o bailar con un extraño. Qué modernos éramos, qué
bien lo pasábamos en aquellos bares de asunto como el madre de dios o el blod,
con las chupas que traíamos de Londres, con las botas de plataforma del mismo
paraíso anglosajón de la modernidad que llevaban las chicas. Entonces no se
llevaba cocinar como ahora y o bien engullías la bazofia del comedor universitario
o te zampabas un par de empanadillas con una caña, opción que siempre preferí.
Los fines de semana iba a casa de Bernardo y Maruja a tomar esas ricas tapas y
leer El País, donde Juan Marsé escribió una magnífica serie titulada señoras y
señores que me sorprendió por su increíble manejo del idioma. Han puesto las
luces de Navidad y cada vez me veo más retrotraído a aquellas navidades de hace
más de treinta años.
Respecto de mis amigas, a todas las amaba,
todas me gustaban, sí, pero era una suerte de comunión espiritual, éramos
amigos de las mujeres en plan película de Truffaut, sí, estilo el amante del
amor. Eran aquellas interminables tardes, tras salir de la facultad, de hablar
de literatura en alguno de aquellos cafés tertulias, e ir luego por la noche al
cine club de la facultad, y ya muy tarde a los bares de copas de moda, para
recogernos, si era jueves, casi al amanecer. Esos tiempos y esas experiencias
nunca regresarán, y está muy bien haberlas vivido.
Al volver a Cartagena seguía el juicio que
Alfonsín y el fiscal Strassera hacían a esos criminales de la Junta militar
argentina. Recuerdo perfectamente unas declaraciones de Strassera, diciendo que
no hubo propiamente una lucha contra la subversión sino que fue más propiamente
una cacería de conejos. En casa de Bernardo y Maruja leía las crónicas de
Martín Prieto desde Buenos Aires, con aquel golpe de los cara pintadas y
Alfonsín cogiendo literalmente la pistola para defender la naciente democracia
argentina. Martín Prieto le llamó en una de sus crónicas Alfonsón, lo que
mereció la burla de Tola en su programa nocturno de radio. Los últimos libros
que leyó Bernardo fueron La casa verde y El nombre de la rosa. El primero le
pareció una imitación de Cien años de soledad, el segundo, un aburrido tratado
de teología. Amaya, de Mocedades, le encantaba, le parecía la mejor voz del
país. Y entre esos asuntos giraba mi vida alrededor del año 1986. Ya empezaba a
sufrir yo también esos trastornos del ánimo heredados de mi familia paterna,
que me azotaron fuerte y me tuvieron apartado de los estudios y de la vida en
general durante un tiempo.
Luis Miguel por su parte había comenzado
como digo su largo peregrinar, su huida de sí mismo, que lo llevó mientras aún
estudiaba a Malta y Londres. Cuando venía en Navidades se tumbaba en el sofá
del cuarto de estar durante los quince días de fiesta, levantándose sólo lo
imprescindible. Yo me empeñaba en sacarlo, en que se viniera con mi pandilla a
tomar esos calamares en su tinta o al cine o a dar simplemente un paseo, pero él
seguía y seguía eternamente pegado e ese sofá, al que siempre ha tenido tanta
querencia. Bernardo comía su casquería y sus cabezas de cabrito, a las que
ponía limón, y la acompañaba con medio vaso de tinto. Yo pasaba ahí casi todo
el día los fines de semana y vacaciones, leyendo El País, viendo algo la
televisión, charlando con ellos. Entonces hablábamos más de temas culturales
que de la guerra propiamente dicha, aunque me repetía que la destitución como
presidente de la República de Alcalá Zamora empujó a su yerno y a muchos con él
a adherirse a la rebelión de Julio. Yo tenía un canario precioso al que bauticé
como Kiki, que María se encontró en el jardín de Cabo de Palos y que se me
murió al mismo tiempo de morir Bernardo, el fatídico verano del 88.
En el piso de estudiantes que compartía en
Murcia era feliz. Comenzaron las movilizaciones, ya en serio, contra el ingreso
de España en la OTAN, para ser más exactos, por el voto NO en el referéndum que
convocó Felipe González, un NO que aglutinó a casi todos los sectores
progresistas del país, que nos echamos a la calle en una multitudinaria
manifestación que fue toda una fiesta. Al final salió el Sí, y permanecimos,
afortunadamente, en la NATO. De otra manera, habría sido otra cosa distinta la
conquista de nuestras libertades y nuestro bienestar, pero yo de adolescente no
lo veía así.
Me compré una cámara de fotos e hice una
foto a papá en la cocina, alguien me hizo a mí otra y pegué las dos en la
nevera .Esa cámara me la llevé a algunos viajes, a Francia, Inglaterra, pero
acabé por perderla. Comenzaba a tener muchos problemas de ansiedad y buscaba
tranxilium o Valium donde podía, no sabía lo que me pasaba, pero en general me
encontraba muy nervioso y desasosegado, con insomnio, palpitaciones.
Luis Miguel y el malogrado ruso se
vinieron al cineclub de la facultad a ver Subway, la bella Adjani y Christopher
Lambert patinando por el metro de París en un clásico de la posmodernidad.
Luego supongo que se quedaron a dormir con nosotros en el piso, pues a esa hora
nunca hay autobuses. Luis Miguel, con esa bondad que tanto le jode mostrar y
siempre huyendo de sí mismo. Yo me resistía a acudir a un médico, en esencia no
sabía lo que me pasaba, ignoraba que estuviera incubando una depresión, me
sentía mal, ansioso, nervioso, insomne, pero con ganas de hacer cosas. Ya
empezaba a escribir, sobre todo poesía, poesía amorosa dedicada a las chicas
que me gustaban y pensamientos y aforismos al estilo de Nietzsche, un autor al
que leía mucho, al que leíamos mucho.
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