DIX




Un día como el de mañana de hace 80 años se estrenaba en Atlanta la película más esperada de la historia, Gone with the wind, con varios directores, cuando el que estaba previsto al principio era Cukor, que llegó a dirigir unos minutos, y con los míticos Vivien Leigh, Clark Gable y Olivia de Havilland, que por increíble que parezca sigue viva y coleando a sus ciento tres años. Uno de los grandes mitos contemporáneos, algo más que una película, toda una historia inmortal. Cuando Calviño, el discutido y discutible director de RTVE durante la primera legislatura de Felipe González dejó el cargo, en el 86, se emitió como despedida. La vi, la vimos en familia, la debimos ver todos, Bernardo, Maruja, papá, mamá, nosotros, ver la tele en familia, una costumbre muy de los ochenta que hoy, cuando en una casa hay varias televisiones, se ha perdido. Entonces no recuerdo que me dejara mucha huella, era mi época fundamentalmente cultureta y la consideraba una película comercial y hasta es posible que me pareciera ñoña. La he vuelto a ver hace poco y he alucinado en colores. Toda la escena de la huida en medio del incendio al final de la primera  parte no tiene desperdicio, como en general no lo tiene nada de las cuatro horas de su metraje. “Francamente cariño, me importa un bledo”.
De las últimas películas que vi con Bernardo y Maruja recuerdo Chinatown, La condesa descalza y Gigante, film este último que encantaba a Maruja y que creo recordar que a mí me pareció una tontuna comercial, la típica blandenguería con Rock Hudson. Ya con Loli en el paraninfo de la universidad vi El imperio de los sentidos, que no me gustó. La que siempre me gustó fue Loli… ¿qué será de ella, quién dormirá a su lado,  pensará de vez en cuando en mí, como yo lo hago a menudo en ella? Y con Luis Miguel y Patricio El último emperador, que ya he dicho lo mucho que me dijo papá que le gustó, esa metáfora de la condición humana, nacer emperador y morir jardinero, nacer dios y morir siervo, eso que un viejo guerrero afgano le dijo a Maurice Pialat que deberíamos ser los hombres, “des royaumes insoumis”.
A Bernardo le llamaba la atención el “yo soy yo y mi circunstancia” orteguiano, lo repetía mucho. También me decía que La España invertebrada hilaba muy fino sobre nuestra historia. Yo estaba perdidamente enamorado de Lisa Bonet, aquella chica de color de El show de Bill Cosby, que luego hizo El corazón del ángel y desapareció poco después, al menos no la volví a ver en ninguna peli o serie, pero en aquella época me parecía la mujer más guapa del mundo. Me sorprendió Terciopelo azul, que vi con Luis Miguel en Jaén, y que supuso mi descubrimiento del universo Lynchiano, que me sigue interesando.
Comencé a visitar a un médico sofrólogo que me recetaba deanxit y con el que también hacía sesiones de relajación, y la verdad es que sentí algo de alivio. Estudiaba, leía, escribía, iba al cine, hacía bastante vida social. A mi vida no parecía faltarle de nada, debía ser bastante feliz, o al menos así lo veo ahora. No echaba de menos tener una pareja más o menos estable o duradera, como no lo echo de menos ahora. Juraría que eso de la pareja es la cosa más sobrevalorada de la vida, no entiendo que sea el motivo central de la literatura, el cine, de las artes en general y el centro cósmico de todo para tanta gente.
Pero lo que me salvó, lo que a todos nos salva, fue la amistad. Guardo mi ejemplar de Las personas del verbo, edición del 88, año en que leí con interés el finalista del premio Hyperión a Los días laborables. El libro de Gil de Biedma era una biblia entonces, como La realidad y el deseo, de Cernuda, que tengo en edición de FCE. Y las personas del verbo se abre con toda una declaración de intenciones, Amistad a lo largo: “Pasan lentos los días/ y muchas veces estuvimos solos/ Pero luego hay momentos felices/ para dejarse ser en amistad. / Mirad/ somos nosotros/ Un destino condujo diestramente/ las horas, y brotó la compañía./ Llegaban noches. Al amor de ellas/ nosotros encendíamos palabras, / las palabras que luego abandonamos/ para subir a más:/ empezamos a ser los compañeros/ que se conocen/ por encima de la voz o de la seña. / Ahora sí. Pueden alzarse/ las gentiles palabras/ -ésas que ya no dicen cosas-/ flotar ligeramente sobre el aire; / porque estamos nosotros enzarzados/ en mundo, sarmentosos/ de historia acumulada, / y está la compañía que formamos  plena, / frondosa de presencias / Detrás de cada uno/ vela su casa, el campo, la distancia/ Pero callad./ Quiero deciros algo./ Sólo quiero deciros que estamos todos juntos. / A veces, al hablar, alguno olvida/ su brazo sobre el mío/ y yo aunque esté callado doy las gracias/ porque hay paz en los cuerpos y en nosotros. / Quiero deciros cómo todos trajimos/ nuestras vidas aquí, para contarlas./ Largamente, los unos con los otros/ en el rincón hablamos, tantos meses¡/ que nos sabemos bien, y en el recuerdo/ el júbilo es igual a la tristeza. / Para nosotros el dolor es tierno. / Ay el tiempo¡. Ya todo se comprende.”
Pocas descripciones tan certeras de ese sentimiento tan noble, el de la amistad, de alguien capital en la generación de los cincuenta, que la valoró tanto. Apenas quedan vivos ya Brines y ese poeta de Sanlúcar cuyo nombre ahora no recuerdo. Una pena que esa amistad de juventud no tenga esa intensidad para siempre, pero ya sabemos que la vida no es “Bella, ni noble, ni sagrada”.




























Comentarios

Entradas populares