Dubliners VI
La vida en Tetuán transcurría sin
demasiados sobresaltos: trabajo, colegio, cine, cocina, vida social. Mi familia
allí se integró y durante quince largos años fueron bastante felices. Bernardo
se mantuvo alejado de la política, que tampoco fue nunca una pasión en su vida:
le tocó hacer la guerra como a tanta y tanta gente y sin duda tomó partido por
la libertad y la democracia, pero eso era lo de esperar en una persona sensata,
con sensibilidad, con inquietudes. De todas formas se llegó a escribir con
Prieto y lamento no haber heredado ese epistolario, sin duda de un valor
histórico y personal incalculable. Los negocios iban bien y los tres niños
estaban integrados en esa cosmopolita colonia de españoles, donde abundaban los
hebreos, los que pudieron escapar a los horrores del Tercer Reich.
Mi abuelo fue fumador toda su vida hasta
que sufrió ese infarto en 1982. Lo primero que hacía al levantarse era comerse
un plátano, para limpiarse de las impurezas del tabaco y reunir energías, luego
tomaba un café con leche y alguna tostada. También solía tomar un tomate a
bocados junto con el plátano, una mezcla esa que de niño me llamaba mucho la
atención, pero que a él le gustaba y consistía en buena parte en lo que tomaba
hasta la hora del almuerzo, pues no era de comer entre horas.
Un par de veces he paseado por Tetuán, por
el zoco, por las faldas del monte Dersa, por todas esas calles que pisaron los
míos durante todos esos años y que son un habitante agradable de mi vida, parte
de mí, memoria. Hoy llueve y he vuelto a ir a la piscina y he merendado y estoy
recordando a los míos ahora que se acercan las
navidades, y la vida se convierte en un regocijo en el hombre, como
diría el poeta.
En 1962, consumada la independencia del
protectorado hacía unos años, mi abuelo decidió volver a la península, y lo
hizo a Linares, ese pueblo mágico de mi infancia. Allí estuvieron justo veinte
años, hasta el 82, cuando se jubiló. Hicieron poco antes del verano la mudanza
a la casa de la calle Palas, mudanza que recuerdo perfectamente lo pesada que
fue, con todos esos muebles gigantes que tenían y que los operarios subían como
podían, con cuerdas, que era como se hacían entonces las mudanzas. Cuando
comenzó el calor nos fuimos todos, como de costumbre, a veranear a cabo de
palos. El primo colgati, al que entonces aún no llamábamos así, me llevó a
pasar un fin de semana a Mojácar. Dormimos en una cutre pensión a orillas de la
carretera, pero lo pasamos bien. Al volver a cabo de palos había junta
familiar: Bernardo había sufrido un infarto, justo al jubilarse, también es
mala suerte. A la par, había muerto ahogada una sobrina suya que era muy buena
nadadora, y él fue al entierro ya infartado, sintiéndose mal y negándose
bastante a cuidados médicos, algo que fue una constante en su vida. Hasta que
una mañana le repitió el ataque estando en su habitación. Mis padres llamaron a
una ambulancia, y hubo que sacarlo de la habitación por la ventana subido encima
de la puerta, que a la sazón arrancaron. Nunca olvidaré esas imágenes ni la
cara con la que me miró colgati mientras lo sacaban por la ventana. Fue al
hospital virgen de la Arrixaca, que entonces tenía muchas camas en los pasillos
y del que recuerdo los muchos gitanos que había visitando a sus familiares. El
caso es que mejoró, aunque estuvo ingresado unas semanas. Regresó a pasar
todavía unos días con nosotros antes de irse a su apenas estrenada casa, y
recuerdo que cuando lo recibimos en el ascensor mamá me pidió que sacara una
banqueta al portal para que descansara un poco antes de entrar en casa.
Realmente estaba muy delgado, muy estropeado.
Pero no todo iban a ser tristezas, poco
después, el PSOE de Felipe González ganaba las elecciones con una cómoda mayoría
absoluta, volviendo la izquierda al poder después de cincuenta años, de toda
una guerra fratricida y casi cuarenta años de terrible dictadura. Esa victoria
fue una alegría para mi familia, como para la mayoría del país. Hay que ser muy
raro o muy extremista para negar que Felipe modernizó España, nos metió en
Europa, en el tren de los países civilizados. Cogió una España recién salida de
la noche del franquismo y se fue dejando un país entre los modernos y
democráticos. Otra cosa es que le sobraran dos legislaturas, los últimos seis
años, que lo fueron de corrupción y descrédito debido al desgaste, no se puede
gobernar durante cuatro legislaturas seguidas sin que eso te pase factura. Pero
de todos modos, mirándolo con la perspectiva de hoy, Felipe es lo mejor que le
pudo pasar a este país en aquellos años, que personalmente recuerdo, por muchas
circunstancias, como los mejores de mi vida.
Instalados ellos ya en su casa, mis
visitas se hicieron continuas hasta el año de su muerte, cuando mi abuela, de
natural alegre y optimista, hizo ploff y se hundió y no volvió a ser ni su
sombra y se vino a vivir de alquiler a un apartamento en frente de casa de mis
padres. Los que más solíamos ir éramos Luis Miguel y yo, por las tardes, al
salir del colegio. Había un bar que tenía unas tapas de magra con tomate y
ensaladilla rusa riquísimas, y a menudo las tomábamos para cenar o incluso
comer. Mi abuelo llevaba una dieta bastante rígida, sin apenas sal, pero no
perdonaba la casquería y la cabeza de cabrito, dos platos que le volvían loco.
Por otra parte, yo ya había comenzado el entonces llamado BUP en los Maristas e
hice uno de los grandes descubrimientos intelectuales de mi vida con el latín,
que nos daba un hermano marista salmantino al que llamábamos el charro, que me
tomó mucho cariño y al que a menudo le llevaba tabaco, ducados si no recuerdo
mal. Mi abuelo empezó a comprarme por aquella época la colección de literatura
de tapas marrones imitación piel de Seix&Barral, donde leí por primera vez
a Hemingway, Faulkner, Sartre, Borges o Virginia Woolf y que hoy conservo y de
la que me quedan muchos tomos por leer. A menudo suelo hacerme con alguno que
me falta en ferias del libro antiguo, pues calculo que salieron más de cien
números, y es una de las colecciones de literatura contemporánea más completas
que han salido en este país. El precio eran doscientas o trescientas pesetas,
que era dinero para la época.
Ahora paseo por las mismas calles que hace
treinta y pico de años y siento una sensación extraña, como de que me falta
gente, y me falta, toda la que se ha muerto, que es mucha, siempre es mucha.
Nadie debería morir, ni pasar hambre ni frío, ni en general sufrir. Por
intentar encontrar explicación a tanto sufrimiento gratuito nacen las religiones,
que a su vez hacen daño en lugar de repararlo, pero eso es la condición humana.
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